Cuestión de magnitudes
Sergio Gaut vel Hartman
El hombre estaba aburrido. Llevaba más de quince minutos aguardando el transporte que debía llevarlo a una localidad suburbana para efectuar un trámite enojoso, relacionado con el fallecimiento de un pariente lejano. El lugar sobre el que desgranaba la espera era el extremo de una plaza descuidada, contigua a una iglesia. Bordillos de adoquines festoneaban los canteros poblados de yuyos en los que un ejército de hormigas negras trabajaba con el empeño propio de la especie. El hombre vio que mientras unas talaban los tallos otras los dividían en fragmentos manejables para que un tercer grupo los cargara sobre el lomo para transportarlos al hormiguero. Toda una organización. Los humanos deberían aprender de las laboriosas hormigas, pensó el hombre con escasa voluntad de eludir el lugar común. Por lo menos son más eficientes que los de la empresa que debería llevarme a destino, insistió. Un ejército de hormigas; una formidable columna de guerreras. Juntó saliva. ¿Estarían preparadas para un ataque aéreo? Dejó caer la espesa masa que había acumulado. Una bomba equivalente a media tonelada de TNT se estrelló contra el adoquín esparciendo su materia aceitosa; pero ninguna hormiga fue alcanzada: mala puntería. Oteó el horizonte para no verse sorprendido por la súbita aparición del vehículo. Nada. Volvió a juntar saliva y midió con mayor precisión el objetivo. Esta vez la mancha espumosa dio de lleno sobre una hormiga apartada del resto. El disparo había sido deficiente, pero eficaz. El hombre observó a la hormiga con detenimiento; parecía haber muerto. No obstante, tras permanecer algunos segundos inmóvil, el himenóptero empezó a mover las extremidades. Le costaba un enorme esfuerzo progresar en el charco de jalea, dominada por la densidad del material, pero estaba viva y daba pelea. Mientras hay vida hay esperanza, pensó el hombre, a la vez que divisaba a lo lejos la silueta de uno o más vehículos azules. Es el que estoy esperando, se informó. Volvió la atención a la hormiga, sabiendo que era la última mirada. El insecto había llegado al borde del charco y aunque arrastraba una estela, una prolongación de la saliva, parecía haber superado el trance. El transporte se había detenido ante un semáforo en rojo, a dos cuadras de la plaza, por lo que, calculó, le quedaban unos treinta segundos de espectáculo. La hormiga había quedado inmóvil. ¿Era posible que necesitara recobrar fuerzas? No; estaba ante la inmovilidad de la muerte. El forcejeo para abandonar el charco o algún componente de la sustancia o las dos cosas al mismo tiempo la habían aniquilado. El hombre lanzó una mirada triste a las hormigas que, solidarias, rodeaban a la difunta. La masa azul tapó el sol. Buscó torpemente en el bolsillo las monedas necesarias para pagar el viaje. Una o dos rodaron entre las malezas. Consideró que si se dedicaba a buscarlas podría perder el micro; desistió. Con un último gesto de fastidio movió el pie muy cerca de la superficie del adoquín y despachurró un buen número de hormigas. La vieja y confiable suela renovaba su condición de arma infalible. Ascendió al transporte cuyo conductor empezaba a impacientarse. Mejor un pisotón que la saliva, concluyó amargamente. No se puede creer en nada.
Analizó la posición con cuidado. Aunque era evidente que el peón de b7 no tenía defensa, la experiencia acumulada en varios lustros de ajedrecista profesional lo alejaban de la superficialidad y la imprevisión. Le quedó claro que las negras reforzarían su fuerte peón pasado en la columna c si él capturaba el peón de b. ¿Qué podía hacer entonces ante eso? Lo correcto sería contraatacar rápido, según la teoría, sabiendo que las negras seguirían haciendo jugadas naturales para controlar el centro del tablero. Pero, en ese caso, tendría dificultades para desarrollar el alfil por el ataque a g2, lo que unido al fuerte peón pasado en c4, una suerte de puñal que le apuntaba al corazón, la posición blanca se volvería vulnerable como una dama desnuda ante la horda; se vio en desventaja. Llevaba pensando cerca de veinte minutos y se sentía cada vez más lejos de hallar la solución. Consideró la posibilidad de desatar una avalancha en el flanco rey para conseguir algún ataque pero cualquiera de las respuestas negras no dejaba lugar a dudas de qué lado estaba la ventaja: su predominio en el centro era evidente. Especulación, conjetura, deducción. Imaginó el ataque que sobrevendría al abrir la gran diagonal y aunque no lucía objetivamente mejor (incluso era mucho menos seguro) lo reconfortaba la idea de que las negras no podían capturar en f3. Quizá también habían subestimado su posición y sobrestimado la propia, aunque no debía contar con eso. ¿Su adversario le estaba dando, contra todo lo previsto, la única oportunidad real en toda la partida? Las negras no habían previsto el golpe táctico tras el cual perdían el peón, permitiendo además que el alfil blanco se pudiera desplazar hacia h3. No, definitivamente no obtendría el efecto deseado. Harto de analizar tomó el peón de b7 entre sus dedos y lo reemplazó por la dama. ¡Qué sea lo que Dios quiera!, razonó. Retuvo la pieza de madera unos segundos y también contuvo la respiración. No había previsto que, al ocupar la torre negra b8, amenazando a su dama y obligándola a retirarse por a6, el caballo ubicado en e4 quedaba abandonado a su suerte. ¡Maldición! ¿Cómo podía ser tan torpe? El peón capturado resbaló de sus manos y se estrelló contra los mosaicos del piso, fragmentándose en infinitos, minúsculos y sangrantes pedazos de madera.
Una ola de cristales espinosos y metal fundido ascendió y volvió a caer, cubriendo el suelo de violentas chispas onduladas. El paisaje estaba iluminado por un brillo sombrío que danzaba a la luz de las heladas sombras nocturnas con un movimiento giratorio. El hombre supo que estaba más solo de lo que cualquier hombre había estado jamás. En un mundo extraño, aunque sus compañeros acampaban a un par de cientos de metros, del otro lado de la colina. La sensación de aislamiento le hacía ver criaturas suspendidas en el aire, vibrando y palpitando con un resplandor viscoso. Los informes (que leyó diez veces antes de dar un solo paso en dirección al coágulo de espuma) decían que las protuberancias quebradizas que burbujeaban en el suelo rocoso contenían una vida residual, invisible y áspera, pero no una vida verdadera. Las ominosas corrientes que surgían a través de la corteza y parecían cavar la superficie, hundiéndose y levantándose en suaves mareas fluorescentes, lo hicieron pensar en dispositivos de acero y plástico que dibujaban una grotesca red sobre un cáliz de metal, desnudo, seco y discordante como un gigantesco capullo pulido. Llegado el caso, uno puede dudar sin sentir vergüenza. No existían evidencias de que los cristales que brillaban opacamente en la frontera de lo perceptible fueran otra cosa que azarosas formaciones de metal fluido y vidrioso. Los contornos blancos, formados por la espuma desecada, les concedían una vaga apariencia humana, pero también parecen humanos los maniquíes, los espantapájaros, los muñecos de nieve o de arena, en especial si se los observa de noche, fugazmente iluminados por tenues fuentes lunares, veladas por nubes de esporas o neblina.
Recordó su objetivo: recolectar muestras. Extendió el brazo, exageradamente protegido por un traje de seis capas, y lentamente se inclinó hacia la grieta, en la que un fragmento de material oscuro y deforme, de un amarillo grasiento, se había desprendido de una forma más grande. Pensó por un momento que la vegetación originaria de ese mundo podía ser nociva, capaz incluso de atravesar la protección con la que contaba, pero se obligó a descartar ese temor; los organizadores del viaje habían privilegiado la seguridad. Tomó la masa entre dos dedos, confiado, y sintió de inmediato un zumbido dramático, como si la hoja o el pétalo, si era algo como eso, fuese capaz de emitir un cuanto de energía emotiva, casi un grito, un lamento, un quejido. Lo arrojó lejos de sí y sacudió la mano, temeroso de que una fracción de tejido hubiera quedado adherida al guante y tuviera propiedades corrosivas. La penumbra le impidió estar seguro, por lo que encendió la luz auxiliar del casco, despreocupándose por los efectos secundarios que eso pudiera causar sobre el follaje. Por fortuna no parecía haber ningún residuo, pero casi de inmediato se repitió el gemido, aunque infinitamente más agudo e intenso, como si un animal invisible hubiera sido herido por la luz. Quedó atrapado entre dos opciones igualmente desventajosas: podía apagar la linterna, con lo que, seguramente, acallaría el grito, pero expuesto en la oscuridad a un ataque artero y letal; podía mantener la luz encendida, pero en ese caso el grito, amplificándose hasta límites inimaginables, terminaría destruyéndole los tímpanos o derritiéndole el cerebro.
Decidió afrontar la primera alternativa. Calculó que estaba a mayor distancia del campamento de la que había estimado en un principio, pero si se ponía en marcha de inmediato lograría trepar la cuesta y descenderla en poco más de cinco minutos. Se preguntó por qué había descartado por completo la posibilidad de pedir ayuda a sus compañeros y se respondió que sería objeto de burlas si admitía que lo asustaba la oscuridad y que había imaginado, presa del terror, que la vegetación emitía un sonido amenazador.
Avanzó —casi flotó— suavemente sobre superficies líquidas, hojas carnosas y tersas como un torrente. Sintió que la fuerza del chillido se incrementaba segundo a segundo y a partir de un momento estuvo seguro de que las piernas no respondían a sus órdenes; se estaba deslizando por una rampa que descendía en espiral y lo alejaba de su destino. Trató de sujetarse de cualquier saliente o protuberancia al alcance de las manos, pero la velocidad de traslación se incrementaba. Al frente, directamente en su camino, apareció un chorro de una sustancia oleosa, de tonalidad violácea, que parecía girar hacia él a medida que se acercaba. Cuando estuvo sobre el surtidor, el flujo lo golpeó en el pecho y lo arrojó hacia un costado, trazando un amplio arco. La fuerza de la erupción lo aturdió por completo, obligándolo a bajar la cabeza hasta que el casco quedó hundido en el suelo blando y arcilloso. Lentamente se puso de pie, y mientras se presentía en mitad de la noche despierto, sin poder conciliar el sueño, herido por la impresión de todos aquellos fenómenos extravagantes, deslizó los dedos hacia la culata del arma que portaba en la cintura. Los diseñadores no habían dejado nada librado al azar. El dispositivo disparaba balas de plomo y de cobre, agujas de platino, fuego, haces de protones, sustancias venenosas y otras cuatro o cinco variantes destructivas, todos a un tiempo. Cuando un sector de la floresta, retorcido y helado, cavado por surcos negruzcos y estrías grisáceas por las que fluían gruesas gotas plateadas, comenzó a consumirse en jirones marchitos, el aullido cesó por completo. El astronauta se propuso no reflexionar sobre lo sucedido y durante los minutos que siguieron su único objetivo fue llegar al campamento. Sobre su cabeza, pero fuera de la vista, una esfera de superficie rugosa levantó un párpado tan vasto como todo el cielo y preparó la respuesta.
Cinco de la tarde. Una intersección céntrica. Los semáforos, criaturas domésticas de tres ojos, afectas a los guiños, intentaban poner orden en el caos, regulando la marcha de personas y vehículos. No lograban grandes éxitos. La multitud: obreros y oficinistas con carteras y portafolios; bancarios, mecánicos, estudiantes universitarios y conductores de camiones; amas de casa con vestidos floreados, jóvenes tomadas del brazo y lamiendo sus helados; tenderos atendiendo sus quioscos, pequeños comerciantes aguardando a sus clientes; niños con sus delantales blancos saliendo de la escuela. Los de siempre: gente de la ciudad; anteojos con montura de acero, de carey, de oro, de asta, de acrílico, de plástico; gente sin anteojos; gente con lentes de contacto. Gente de todos los pelos y señales.
Es imposible encontrar factores comunes en una multitud, excepto que todos pertenecen a la misma especie, o por lo menos nos tranquiliza creer eso. Hombres y mujeres; niños, jóvenes, maduros y ancianos. No obstante, buscando con cuidado, cribando azares y certezas, un observador externo, interesado en producir un daño gratuito, no tardaría en descubrir una inquietante coincidencia. Tomados individualmente o en conjunto, los elementos que integran una multitud son vulnerables. Muy vulnerables. Implacablemente vulnerables.
A las cinco y doce minutos, con precisión astronómica, una entidad completamente desconocida, incomprensible en términos terrestres, sutilmente diferente de cualquier forma corriente, tan lejana de un modelo trivial de carne y hueso, como de un dispositivo mecánico; anónima, mucho más compleja que las estructuras orgánicas ordinarias, pero infinitamente simple a la hora de tomar decisiones, realizó una serie de maniobras destinadas a eliminar a todos los seres vivientes localizados en un círculo de veintiocho metros de radio. No obedecía a motivos o pasiones reconocibles. No sentía ninguna animosidad hacia los ciento noventa y ocho seres humanos que borró del universo de un plumazo. Tampoco tenía nada contra los millones de criaturas vivientes de otras especies que compartían el espacio, en ese mismo momento, con los estudiantes universitarios, las amas de casa con vestidos floreados o los tenderos que usaban anteojos. En realidad, a la entidad no le importaba lo que hacía, y tal vez ni siquiera tenía consciencia de que estaba ejecutando una acción. Actuaba con la misma inocente indiferencia del hombre que, aburrido, espera el transporte que lo llevará a una localidad suburbana y para matar el tiempo lanza masas de saliva sobre una fila de hormigas y finalmente las aplasta con la suela del zapato. Los ciento noventa y ocho seres humanos que la entidad borró del universo de un plumazo tenían tanta importancia como el peón que el ajedrecista dejó caer en un instante de extrema sorpresa y estupefacción y tanta como la que el astronauta asignó a la vegetación que lo rodeaba, mientras cantaba su lamento. Es posible que el universo sea arbitrario, y que la vida, desde la más noble a la más abyecta, los hechos de los hombres y las pulgas, los robos a mano armada, las óperas de Puccini y los relatos de ciencia ficción, estén destinados a quedar interrumpidos por obra y gracia de un confuso azar, o logren arribar a un punto final, sin que sea posible determinar cuan definitivo y final pueda ser un punto.
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires en 1947. Es un autor muy prolífico, que ha publicado numerosos relatos en revistas de todo el mundo. Entre sus libros están
Cuerpos descartables, Minotauro, (1985),
Espejos en Fuga, Ediciones Desde la Gente (2010) y
Vuelos, Andrómeda (2011). Fue creador y director de la revista
Sinergia y posteriormente director de la revista
Parsec. También fue el encargado de selecciónar cuentos en
Axxon, así como de ser la cabeza visible de gran cantidad de antologías y proyectos colectivos.