El burro y la noria
Sergio Gaut vel Hartman
Ada es una mujer inteligente. Su marido, Santiago, un imbécil, un mediocre, un sujeto necio como un montón de chatarra. Ada trabaja en investigaciones, física cuántica, esas cosas. Santiago es empleado de una funeraria; maneja la ambulancia que transporta cadáveres de la morgue del hospital al velatorio. No me pregunten cómo se conocieron y menos aún cómo se unieron dos personas tan dispares. Esas cosas ocurren y no es el propósito de este relato facilitar mi caída a un pozo del que no sabría cómo salir.
Ada es el tipo de persona que se conduele de los que padecen, y no se limita a una pasiva e indulgente compasión, no señor: necesita actuar en consecuencia. En cambio Santiago es refractario a la desgracia ajena, tan indiferente al sufrimiento de los demás como un pico montañoso a la caricia de las nubes. Estos son algunos de sus argumentos preferidos: algo habrán hecho; seguramente se lo merecen; el mundo es un gallinero, gana el que caga primero... y otras agudezas por el estilo.
El proceso incoado por un tribunal de Nigeria contra Amina Lawal había perturbado la existencia de Ada durante varios meses. Los jueces, de un modo chocante e inaudito, habían sentenciado a morir lapidada a la mujer, de 31 años de edad, tras juzgarla culpable de adulterio ya que, de acuerdo con la sharia, el estricto código islámico de conducta que se aplica en ese país del África Occidental, el embarazo fuera del matrimonio es suficiente evidencia. Ada no sabía demasiadas cosas sobre Nigeria y sobre Amina, pero tenía perfectamente en claro que el atropello que un Estado, ignorante pero poderoso, estaba a punto de cometer contra una mujer indefensa, se parecía demasiado a otros atropellos, vejaciones, ultrajes, abusos, perversidades e infamias cometidos por los hombres, a lo largo de la historia, con el pretexto de preservar alguna norma, o garantizar la supervivencia de un grupo a expensas de otro.
Ada trabajó con las personas y organizaciones que, a lo largo del planeta, cooperaron para revertir la sentencia, presionando a los tribunales nigerianos con todos los métodos a su alcance. Cuando la ejecución de la condena fue revocada, Ada sintió un gran alivio... durante algunos segundos. Pero la opresión que le había estrujado el pecho se negaba a morir. La victoria obtenida era un mísero espejismo, un frágil y engañoso placebo. La enfermedad seguía allí, tan robusta como siempre.
—¿Te das cuenta? —dijo Ada señalando la pantalla de su computadora, en la que la noticia brillaba con luz propia—. Avanzamos un paso y retrocedemos tres. Son tantas las iniquidades que el hombre comete contra sí mismo...
—¿Las iniquiqué? —dijo Santiago sin apartar la vista del televisor. Se disputaba la final del campeonato turco de fútbol entre el Fenerbahce y el Galatasaray.
—No me conformo con este pequeño logro —insistió Ada—, hay miles, millones de cosas torcidas en el mundo.
—Torcidas, es verdad. Sin ir más lejos —dijo Santiago, como si hubiera estado prestando atención a las palabras de Ada—, este árbitro; tiene la vista torcida, la mente torcida... Es ciego, mogólico, esquizofrénico...
Ada se encogió de hombros. Se sumergió en el espacio virtual como si se tratara de un acuario de dimensiones astronómicas. Era Esther Williams cibernauta. Nadó, buceó, exploró. Hoy, como ayer, las abyecciones chorreaban como el sebo de una vela, engrosando el cuerpo con la carne quemada y derretida. El cuerpo, la humanidad, jamás se consume, pero los átomos que la componen, las personas, sufren sus vidas, sometidas a la competencia ciega y despiadada, arrasadas por la fuerza de los poderosos, sin que importen las desventajas de origen o la posición que cada uno ocupa en el tablero al iniciarse la partida. La irresistible tentación tenía algo de insano. Ada sentía que un deseo fatal se apoderaba de su voluntad: era necesario rediseñar la historia, corregir las calamidades, injusticias y genocidios si se pretendía sostener la compasión con legitimidad. No bastaba realizar cadenas de correo que envolvían el mundo como cintas de seda de colores. Eso servía para enfriar el ego enardecido, como un material refrigerante lo hace con un motor recalentado, pero no cambiaba nada. Los verdugos de Nigeria o Texas encontrarían a sus Aminas y a sus Johnnys y las armas de los asesinos israelíes se seguirían ensañando con los niños palestinos con simétrica ferocidad a la que, medio siglo atrás, habían exhibido los Totenkopfverbände para masacrar a mujeres y niños judíos.
—¡Goooooooooooooool! —exclamó eufórico Santiago, saltando por encima del sillón y girando luego a su alrededor como hace una polilla con una lámpara de sesenta—. ¡Vamos por el campeonato! ¡Vamos Fenerbahce! ¡Que esos putos come mierda del Galatasaray sientan el rigor! ¡Los tenemos, carajo!
Ada sacudió la cabeza, abrumada, desalentada, marchita. Se sentía capaz de modificar la Historia, pero no de lograr un mínimo avance para modificar la conducta del deficiente mental que trepidaba como un epiléptico, Santiago, su marido. Eso no tenía remedio, no señor.
Necesitaba una línea de acción, fijarse un objetivo y tejer los lazos que hicieran de puente. Algo. Por la gente, aunque más no fuera para no pensar en Santiago, aunque más no fuera para eso.
Las personas normales evalúan las posibilidades de materializar un sueño y ponen manos a la obra si el análisis les ofrece un mínimo indicio de que la meta se puede alcanzar. Ada no. La mente de Ada opera a la inversa. Ella fija un objetivo y traza la ruta. Todo lo demás entra en el rubro “detalles menores”. ¿Un ejemplo?
Ada investigó en la web utilizando un buscador (Google, ¿para qué negarlo?) y halló un mapa de los campos de concentración nazis. Los nombres, como semáforos rojos de aristas afiladas, se fueron acumulando en una lista ominosa: Auschwitz, Majdanek, Dachau, Buchenwald, Chelmno y Belzec y Sobibor, y Treblinka y Sachsenhausen... No sería sencillo, no, pero por algún lado había que empezar. En Auschwitz-Birkenau eran gaseadas hasta ocho mil personas por día. Esa era, quizá, la sinopsis de la mortal eficiencia nazi, y un buen punto de partida. ¿Qué sentido tenía, por ahora, buscar detalles sobre el exterminio de los armenios a manos de los turcos o de los campesinos peruanos por obra y gracia de los senderistas? Ya se ocuparía de ellos cuando terminara con los campos. Miró de reojo la pantalla en la que Santiago dejaba los últimos átomos de cordura (el Galatasaray parecía estar torciendo la historia, tal como ella se proponía hacer con algunos miles de prisioneros) y se dijo que “estos” turcos no estaban haciendo nada demasiado cruel, salvo someter a los del Ferenbahce a una humillación simbólica, la que también alcanzaría al pobre Santiago si no se cambiaba de bando a tiempo (no había ninguna regla que se lo impidiera), antes del inevitable y oprobioso final. Un millón y medio de armenios eliminados por los turcos. ¿Qué habían hecho los franceses en Argelia y en Indochina; qué habían hecho con los drusos de Siria y el Líbano? La lista podía hacerse infinita casi sin esfuerzo. El general Roca, por ejemplo, que seguramente no era muy conocido en Nigeria, había dado cuenta de muchas Aminas Lawal, pero pampas. ¿Y el glorioso Séptimo de Caballería, con Rin-tin-tin incluido? Pregúntenle a los arapahos y a los cheyenne, a los miami y a los mohicanos, a los pawnee y a los delaware. No, no tenía sentido.
Ada volvió mentalmente a Auschwitz-Birkenau y se dijo que el punto focal debía estar en esa localidad, ahora llamada Oswiecim, cincuenta kilómetros al oeste de Cracovia. ¿El punto focal de qué? De la máquina, por supuesto; artefacto, ingenio, dispositivo, artilugio, instrumento, ¿qué más da? En el tumultuoso cerebro de Ada la idea creció y maduró. Un torrente de luz escarlata formó una corona neblinosa con los colores del arco iris. Pensó en una caverna llena de papeles, de basura podrida, de olores ácidos, de extrañas figuras grabadas a buril, de máquinas tragamonedas, de soluciones a problemas de física y mecánica que habían parecido indescifrables. Salió de la caverna y regresó a la sala de su casa. Santiago, consternado, abría una cerveza para mitigar el dolor producido por la derrota del Fenerbahce a manos del Galatasaray, en el último minuto, lograda mediante un gol por demás dudoso, convalidado por un árbitro corrupto, de Trebisonda, para más datos, la menos turca de todas las ciudades turcas...
—Me voy, Santiago. No sé cuando regreso. No sé si regreso.
—Bueno —dijo Santiago, de mal modo. Ada estaba segura de que Santiago no le había prestado la menor atención.
Ada construyó la máquina del tiempo en setenta y cuatro horas. No era una máquina muy elegante. Externamente parecía un engendro infernal, lleno de tubos y cables y protuberancias que se superponían y encastraban y retorcían sin la menor armonía. Pero funcionaba. El espacio central estaba concebido para que entraran dos personas muy apretadas. Ada sabía que los prisioneros de los campos de concentración pocas veces pesaban más de treinta kilos. Tal vez el dilema más urgente había sido determinar en qué punto del tiempo debía iniciar el rescate. Después de la anexión de Austria en marzo de 1938, los nazis arrestaron judíos alemanes y austríacos y los encarcelaron en los campos. Pero la cosa se había agudizado luego de los pogroms de la Noche de los Cristales, en noviembre de 1938. Los nazis no se limitaron a exterminar judíos. Habían creado, con su habitual eficiencia, una serie de instalaciones de detención para encarcelar y eliminar a los “enemigos del estado.” La mayoría de los prisioneros en los primeros campos de concentración eran comunistas alemanes, homosexuales, socialistas, gitanos, testigos de Jehová, clérigos cristianos, y cualquier persona sospechosa de comportamiento “asocial” u opuesta al Reich.
Imposible estar segura de que alguna elección sería una buena elección. El 2 de julio de 1941, muy de madrugada, Ada se materializó entre dos barracas de Auschwitz-Birkenau: MJ167 y FR45. Se había vestido con una prenda entera de un material que parecía hule, negra como alquitrán. Se movió entre las sombras, una mancha fulminante, y eligió, casi al azar, la barraca ubicada a su derecha. En el interior, entre jadeos y estertores, agonizaban, más que dormían, una multitud de mujeres. No se detuvo a pensar, ni siquiera vaciló. Se ubicó junto a un camastro y alzó un cuerpo ínfimo, ingrávido y salió de la barraca. Corrió hasta la máquina y regresó al presente.
Había rescatado de la muerte a una gitanita de doce o trece años. No le importaba siquiera preguntarle el nombre, o despejar la perplejidad que, como una bruma espesa, envolvía la mente de la niña. Tenía el tiempo en su puño cerrado. No tenía tiempo.
Regresó a Auschwitz. Entró a la misma barraca, unos segundos después de haber salido con la gitana. Sacó a otra gitana. Regresó al presente.
Hizo once viajes en media hora. Había coleccionado once mujeres de diverso origen, edad y condición social arrebatándoselas al flujo temporal. Varias eran judías; la mayoría parecían ancianas, aunque seguramente ninguna tenía más de treinta años. Todas, sin excepción, mostraban un estado calamitoso. Todas, sin excepción, la observaban con los ojos amplificados por la sorpresa. Pero no tenía cómo brindarles ninguna explicación; ni siquiera sabía en qué idioma podría comunicarse con ellas. ¿Yiddish? ¿En qué hablan los gitanos?
Tampoco sabía cómo haría para transferir a varios millones de personas de los campos antes de que los nazis la descubrieran. Aunque parezca increíble, los problemas logísticos que se le presentaban eran mucho más complicados que construir una máquina del tiempo.
Se dejó caer en un sillón, desalentada. Las mujeres empezaron a mirarse entre sí, como si buscaran alguna respuesta en la vecina. No había respuestas; Ada no las tenía, ni para sí ni para esas o las próximas mujeres que trajera de Auschwitz o de un villorrio en Biafra. Lo que tenía eran infinitas preguntas. ¿Adónde cobijaría a los rescatados? No en esa habitación, por cierto. Eran doce y ya no había suficiente aire. Debía pedir ayuda, pero no se le ocurría a quién. ¿Al Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados? ¿Al Papa? ¿Al sultán de Marte? Un frío sudor la mojó la espalda. Algo. Rápido, rápido. Muy rápido.
Corrió al laboratorio. En contados segundos (ya no tenía setenta y cuatro horas disponibles) armó un REI. Sin entrar en mayores detalles diré que un REI era un reductor de espacio intermolecular. Ada calculó que enfocando el REI a las mujeres dormidas en la barraca podría reducirlas a un tamaño ridículamente pequeño. Una vez reducidas, doscientas mujeres podrían caber en un caja de fósforos.
Probó el REI con las que ya había traído y comprobó que la reducción no les producía ningún trastorno orgánico adicional. Habilitó un joyero vacío, se aseguró que contuviera suficiente aire y fue colocando a las rescatadas, una a una, en el fondo tapizado de raso rojo. Es necesario tener en cuenta que a pesar de la reducción cada una de las mujeres seguía pesando alrededor de treinta kilos.
Ada regresó a Auschwitz. Hizo siete viajes más aquella noche. En total rescató a unas mil quinientas personas. Seguía siendo una cifra ridículamente baja, pero era todo lo que podía hacer. Calculó que necesitaría un mes para vaciar el campo. Luego iría a Michigan, en 1794, antes de la masacre de Fallen Timbers y traería a los pieles rojas de la nación Erie. Programó ocuparse de los armenios, no podía sacarse de la cabeza a los armenios; a continuación iría por los albigenses y los bengalíes y los kurdos... A medida que agregaba ítems a su lista de rescate de pueblos y etnias que habían sido víctimas de persecuciones y genocidios, descubría que su tarea era sólo un paliativo; un porcentaje ínfimo sería rescatado y millones morirían, tal como señalaba la historia, a manos de sus verdugos.
Ada se pasó la mano por el cabello. Estaba desolada. Su esfuerzo, inventando una máquina para viajar por el tiempo y un dispositivo reductor de espacio intermolecular en poco más de tres días, se había revelado infructuoso. Docenas de criaturas esqueléticas se arrastraban por los bordes de las cajas de zapatos que había improvisado para contenerlos y muchos caían al vacío y morían al estrellarse contra el suelo. En la habitación reinaba el más absoluto desorden; bajo una pila de recipientes volcados percibía el mismo caos confuso: temblores, contorsiones, espasmos ciegos de seres que huían del hacinamiento en una versión a escala reducida de lo mismo que habían padecido en el campo. No entendían qué estaba pasando, aunque era evidente que vivían esa experiencia como una nueva forma de tortura o simplemente como una prueba de que la muerte no los había liberado. Ada sintió que estaba prodigando infinita aflicción a los mismos que había imaginado socorrer.
A punto de perder el control por completo, sintiendo que una bomba lenta explotaba en medio de su pecho, ideó una última solución desesperada.
En menos tiempo del que le llevó inventar el artilugio para viajar al pasado y el reductor molecular, Ada construyó un proyector de materia. El dispositivo funcionaba localizando cada átomo del cuerpo para crear un mapa absoluto. Luego codificaba cada punto y podía enviarlo a cualquier lugar del universo instantáneamente. No me pregunten cómo tal cosa es posible, esto es una ficción, no la Biblia. Ada construyó la máquina, punto; mis conocimientos de física cuántica son casi nulos, punto. Entre tanta pesadumbre, descubrimos que el paso intermedio, el REI, solucionaba los problemas de enfoque que hubiera supuesto aplicar el proyector sobre un cuerpo humano de tamaño corriente. En cambio, poniendo a trabajar juntos reductor y proyector era posible procesar docenas de cuerpos por minuto. Sin detenerse a secar las lágrimas por los que habían muerto y sabiendo que todos estaban condenados, Ada dio por buenos los estudios de William Cochran y decidió utilizar el planeta que gira alrededor de Epsilon Eridani, una estrella similar al sol de la que sólo nos separan diez años luz.
Así como no tengo forma de explicar el contacto y la unión de Ada y Santiago, carezco del talento para describir la abrumadora confusión de movimientos que animaron a la mujer durante las horas siguientes. Desmintiendo que la traslación es ilusoria, produjo la serie más fluida, continua, y melodiosa de pasos de baile alrededor de un objetivo preciso que se pueda imaginar. Todos esos movimientos formaban círculos perpetuos, rápidos y seguros; su voz que prometía sueños y lugares nunca vistos, tenía un significado oculto y seguro. Porque Ada le hablaba a los rescatados a medida que los traía de los lugares de exterminio y antes de expedirlos hacia el planeta de Epsilon Eridani al que había bautizado Renacimiento, aunque sabía que por lo general no podían entenderle una sola palabra. No les garantizaba que no volverían a sufrir; sólo les prometía que podrían intentarlo de nuevo. Su risa, que sucedía a las palabras con una rapidez inconcebible, producía corrientes concéntricas, donde se sincronizaba con remolinos y rayos oscuros antes de orientarse hacia una meta precisa.
Entre bengalíes e ibos, caribes y cherokees, mapuches, albigenses, drusos y jázaros acomodados en su nuevo hábitat, Ada se hizo tiempo para una última invención: el espejo de corona. No se trataba de halagar la vanidad ni presumir ante sí misma de un logro que, coincidirán conmigo, superaba cualquier hazaña de cualquier dios o semidiós de la Historia. Ada necesitaba saber. Bajo un sol más joven, la luz amarilla proveería los reflejos dorados sobre las caras lisas y exactas de las piedras, bañando con tenues sombras de brasas azules los rostros extraviados y perplejos. Habría que pagar un precio, se dijo Ada; ni siquiera el extremo del ala de un pensamiento debía rozar las filosas crestas del dolor que habían dejado atrás.
Tras la fiebre de los primeros días, Ada advirtió que una nueva ola la envolvía: necesitaba bucear profundamente en los abismos de la Historia, descubrir más y más pueblos exterminados para sacarlos de la Tierra antes del genocidio y enviarlos a Renacimiento. Se arrojó sobre los libros y cada dos o tres días, como un pescador paciente, obtenía un premio.
—¿Te das cuenta? —dijo Ada señalando la pantalla de su computadora, en la que se reflejaban los esfuerzos de los rescatados por adaptarse al nuevo ambiente. Ada habían miniaturizado infinidad de objetos y también los había despachado, pero todo era insuficiente. El planeta no era un vergel, colosales tempestades lo azotaban sin cesar y cuando no eran las tormentas llegaban las erupciones volcánicas o enjambres de criaturas parecidas a mosquitos que no tenían en cuenta que los emigrados de la Tierra sólo medían un par de centímetros. Los mosquitos eran, relativamente, más grandes que águilas.
—¿De qué? —dijo Santiago sin apartar la vista del televisor y la mano de la lata de cerveza. Se disputaba la final del campeonato mundial de aserrado de álamos entre Bjorg Olssen, de Kiruna, Suecia y Thelonius McCormick, de Wager Bay, Canada.
—Avanzamos un paso y retrocedemos tres. Son tantas la dificultades que el hombre debe afrontar en su camino...
—No hace falta decirlo. El pobre sueco no puede con su alma. El otro le lleva cinco árboles de ventaja.
—¿De qué estás hablando? —dijo Ada, perpleja.
—¿Yo? De árboles, por supuesto —replicó Santiago.
Ada tragó con dificultad. Era como si un trozo de antracita se le hubiera cruzado en la tráquea. Rastreó la superficie de Renacimiento y constató que en efecto, uno de los continentes tenía abundantes bosques, con árboles gigantescos, en especial para las dimensiones de los diminutos emigrados. Estaba segura de que los sobrevivientes no tardarían en desplazarse, construirían balsas para cruzar un estrecho y se establecerían en ese bello lugar, a salvo de las formidables tormentas; tampoco había volcanes... Creo que lo he logrado, pensó, con los ojos llenos de lágrimas que dejó correr libremente por sus mejillas. Luego miró a Santiago, que en ese mismo momento lanzaba un sonoro eructo sin dejar de mirar la pantalla con los ojos desorbitados: estaba disfrutando la caída de un enorme álamo. Entonces Ada comprendió lo que había estado negándose a entender. Un sollozo convulsivo, semejante a las erupciones volcánicas de Renacimiento, le inundó el pecho y supo que ese fuego no la abandonaría jamás.
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires en 1947. Es un autor muy prolífico, que ha publicado numerosos relatos en revistas de todo el mundo. Entre sus libros están
Cuerpos descartables, Minotauro, (1985),
Espejos en Fuga, Ediciones Desde la Gente (2010) y
Vuelos, Andrómeda (2011). Fue creador y director de la revista
Sinergia y posteriormente director de la revista
Parsec. También fue el encargado de selecciónar cuentos en
Axxon, así como de ser la cabeza visible de gran cantidad de antologías y proyectos colectivos.