Ilustró Camilo Pérez Luque

Ñico el abducido
Denis Álvarez Betancourt
El día que Ñico saltó por la ventana para huir de Jesús, sorprendido in fraganti con la mujer de éste, se rompió para siempre su mala fortuna. Deben saber que  muchas veces las apariencias engañan, algo más que dicho pero nunca asimilado, y el pobre Ñico, desnudo como su madre lo trajo al mundo, llegó allí por ser abducido justo mientras se bañaba a altas horas de la noche. Tal parece que los bichitos verdes que invadieron su mente y su cuerpo eran aprendices en el oficio. Mientras lo elevaban por sobre el pueblo dormido, algo falló y Ñico vino, con  tan mala fortuna, a caer justo en casa de Jesús.
Pero, para que no parezca un mal chiste, les cuento que Antonio de la Caridad y Fuentes de la Carija era tildado de tonto en todo el pueblo de Jumenta del Monte. Sus ilustres apellidos, provenientes de la rancia aristocracia manchega, fueron todo lo que quedó en las dos líneas bastardas de donde provenía y que, increíblemente, se mantuvieron por generaciones tanto por la vía materna como por la paterna. La causa era que, al igual que los de la Caridad, los Fuentes de la Carija daban principalmente varones por una rara herencia compartida. Durante la guerra, ambas familias perdieron la línea pura, ya que padres e hijos se alzaron y murieron heroicamente; sin embargo, quedó la línea bastarda, cuando el bisabuelo Antonio de la Caridad se negó a pelear y vino a enredarse con la liberta Jimena y Fuentes de la Carija. Después de mezclas entre primos, sobrinas y tíos, por fin, llegó la unión que hizo posible que naciera Ñico, el decimoséxto varón de la prole.
La genética juega constantemente al azar, pero como en dieciséis tiros todo aparece, los diez últimos buscando la hembra, en la prole salió de todo: Gigantes; enanos; malos; buenos; los gemelos; un flojito; el poeta…; y Ñico. 
Nuestro Ñico vivía solo, pese a no caber ni un alpiste en el bohío de la familia. Los hermanos gigantes lo despreciaban por débil; si no eras capaz de levantar los sacos de maíz hasta la cama de la carreta, no merecías vivir y mejor te quitabas del medio o te aplastaban. Los chiquitos, por bruto; estos nacieron sin músculos, pero con la mala idea todo el tiempo y siempre le gastaban bromas al pobre Ñico. Los gemelos siempre estaban juntos, y para ellos la familia se reducía a mi hermano: Si él no quiere yo tampoco y si él se va, yo también. El flojito casi nunca estaba en casa, desde que papá lo descubrió bajándole la bragueta al mulato Rufino; aunque juró y perjuró que nada más lo ayudaba porque se le había trabado después de orinar, nunca explicó bien que hacía con Rufino sólo en la letrina. Y por último, el poeta o mejor dicho, yo. No es que apreciara mucho a Ñico pero pasaba algún tiempo con él; el pobre, me oía toda mi letanía rara de vanguardia y post-vanguardia.  Mamá no tenía tiempo para dedicarse a cada uno por separado. Luchaba denodadamente por echar pa´lante aquella tribu.  Papá, siempre trabajando, o en la capital “buscando los frijoles”, como decía mamá mientras se enjuagaba una lágrima de despecho segura que, realmente, estaba con su otra familia de casi la misma cantidad de miembros. La verdad es que nunca supe como papá se las arreglaba para llevar sobre sus hombros a la mitad de un regimiento.
Se malvivía y Ñico malvivía doble. De tanto despreciarlo, llegamos a ignorarlo y, de tanto ser ignorado, Ñico desapareció de la vista de todo el mundo, aunque siempre estaba presente. Nada más los vecinos, en sus infrecuentes visitas, nos señalaban a aquel muchachón medio alelado que flotaba literalmente entre los integrantes de mi familia. Lo llamaron Ñico el tonto.
Muchas veces se extravió en el pueblo, algo difícil considerando que Jumenta del Monte es una calle, o mejor dicho, un terraplén con bahareques a ambos lados y una casa; la de Jesús; alcalde oficial y único personaje del pueblo conocido más allá del distrito municipal. Me faltó la iglesia de madera a donde íbamos cada domingo en la carreta las veinte almas a purgar las faltas de la semana. En aquellos viajes se nos perdía Ñico. Cuando la familia se reunía para regresar a casa y mamá pasaba la lista, siempre olvidaba mencionarlo. Embobado y babeado con las palabras del cura, oía la misa hasta el final sin acordarse de que había que cosechar temprano, que se marchitaba el tabaco, que llegaba una tía de la capital o que papá necesitaba subir la loma a cortar pinos, … en fin, los apremios de la familia para sobrevivir. A mitad de camino mamá se acordaba y había que volver al pueblo a buscarlo. Cuando al fin aparecía, se ganaba los soplos en la cabeza de todos  que le aguaban los ojos y le dejaban su testa desarreglada, dándole un aspecto más tonto del que normalmente tenía.
La abducción sucedió bien entrada la noche. Una luz gigante se nos posó encima. Los gigantes roncaban y los enanos chiflaban. Mamá suspiraba y los gemelos se hablaban uno al otro. Nada más un poeta como yo podía estar despierto a esas horas. Los rayos de luz se filtraron por las rendijas que quedaban entre las maderas del bohío y me levanté a investigar. Estaba ahí, el gigantesco platillo girando silenciosamente. En ese momento escuché a Ñico cantando. Esa era siempre su hora de baño, por ser la única en que la caseta no estaba ocupada. De prontó calló y vi como lo elevaban hasta casi diez metros. El platillo comenzó a moverse y a llevárselo hacia el pueblo. Pensé que, en un final, era mi hermano y debía ayudarlo, así que salí corriendo detrás de la luz sin avisar a nadie.
Filo, el borracho del pueblo, contó; para suerte de Ñico;  que el platillo lo llevó volando directamente hasta la casa de Jesús y lo entró por la ventana. Debió acostarlo justo al lado de Pepa, así en pelota, para después desaparecer. Cuando llegué, ya amaneciendo, pude ver a mi hermano corriendo con Jesús cayéndole atrás con una escopeta. Todo el pueblo estaba asomado al terraplén mirando el espectáculo. Pude interceptar a Jesús y explicarle lo del OVNI. Filo me apoyó y, a duras penas, logramos convencerlo de que no matara a Ñico.
Y ahora viene lo de la suerte,  y es que... no sé;  pero desde aquel día el pueblo cambió con Ñico. Mejor dicho, las mujeres del pueblo. Comenzaron a contratarlo “por lástima con el pobre chico” para trabajitos sencillos, que siempre me parecieron a deshoras. Yo creo que por fin dejó de estar solo y ya no es más invisible, o al menos no lo es una parte de él. Como la genética juega a las probabilidades, parece que en dieciséis tiros a Ñico le tocó un número de la fortuna. Verlo desnudo en pleno terraplén, frente a todo el pueblo, me hizo sentirme orgulloso de los de la Caridad y Fuentes de la Carija y, en parte, comprendí porque las dos familias  daban principalmente varones.

Denis Álvarez Betancourt nació en 1968 en la Habana, Cuba. Es Licenciado en Física graduado de la Universidad del la Habana. Trabaja en el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología. Ha sido finalista en los concursos: III Premio Cryptshow Festival de Relato de Terror, Fantasía y Ciencia Ficción 2010 con el cuento Bajando con el Flaco, Constantí 2009 “Relatos de familia” con el cuento El papa y Arena de ciencia ficción y fantasía 2007 con el cuento Pedro, Regresa. Participante del taller literario Espacio Abierto de la Habana. Mención con la colección Llueven piedras del Premio Luis R. Nogueras 2010. Primer premio en la categoría de Ciencia Ficción del concurso Oscar Hurtado con el cuento Guido Persing quiere una niño.