Dos en uno
Eloísa Suárez

Era una fiesta como tantas otras, con la particularidad de que ahora éramos convocados para celebrar a Varidio López y sus cuadros. En el amplio living de la casa de Martín Redes, el anfitrión, había varios corrillos en los que yo, de antemano, no encajaba. Fuera por timidez o por quién sabe qué razón, la primera media hora me mantuve al margen. A veces, con total disimulo, me acercaba a la mesa de comida y picaba algún matambrito, algún arrollado, cuidando de no llamar la atención sobre mi hambre. Los platos eran sabrosos y yo, después de todo, como una tarma, había ido a la reunión no para socializar, sino por el atractivo promisorio del buffet.
Paseaba, media hora después, de grupo en grupo con una tajada de jamón serrano montado sobre una tostada untuosa de aceite de oliva, cuando interrumpió mi caminata una frase pronunciada al pasar:
― Esa noche, Varidio fue dos en uno.
Ya iba a seguir de largo en busca de otro grupo donde pudiera aterrizar por un rato, cuando me doy cuenta de que la expresión “dos en uno” o “uno en dos” no me era del todo ajena. Sin embargo, no podía recordar dónde la había oído antes, o tal vez leído. No sabía.
El que hablaba, por otra parte, me resultaba familiar. Ya había visto a Francis Correas en otras reuniones de escritores. Ahora se dirigía a un grupo de chicos. No tendrían más de dieciocho años.
Me quedé, como una más. Sentía curiosidad.
― Varidio, un perfecto desconocido entonces, ya era un pintor de primera línea. Como se sabe, el reconocimiento le llegó tarde. Antes, fue ignorado. Permaneció así ignoto hasta que llegó a ser protagonista de un episodio oscuro que ustedes, que son más jóvenes, desconocen. Yo lo sé porque estuve allí.
Francis hizo un largo silencio. Los del grupo lo animaron a seguir con su historia.
― Esto pasó allá por los años setenta. Ustedes ni habían nacido. Todavía se hacía sentir la influencia de los sesenta. La gente pedía la revolución y algo que de algún modo se dio: la liberación sexual. El Flower Power era vox populi en los circuitos culturales. Las mujeres usaban zuecos y vestidos acampanados a lo Janis Joplin. Algunas, las más osadas, se paseaban en hot pants. Los hombres exhibían su afro por las calles.
Varidio, como era de esperar en un artista que no sólo desea sino que debe estar con el último grito de la moda, también sacudía su afro a donde fuera. Llevaba, asimismo, pantalones Oxford y caminaba como un negro neoyorkino. Recuerdo que los fines de semana iba de mesa en mesa por los bares de San Telmo ofreciendo sus creaciones ― pequeños cuadros de diez por quince. La gente las negaba con la cabeza. Todavía, como dije, no valoraban su obra. El pobre Varidio pintaba cuadros realistas, y el público estaba más bien interesado en cuadros de temática pop. Artistas como Marta Minujín, Jorge de la Vega, León Ferrari y Federico Klemm eran los referentes. Fue la época de los happenings. Es de entender que en ese contexto el arte de Varidio resultara fuera de lugar.
Este desprecio duró más o menos hasta el día de la fiesta en casa de Eusebio Clodines, un marchand muy reconocido y de gran influencia en el ambiente artístico.
La fiesta reunía a artistas de diversa índole para honrar la exitosa venta de un cuadro de Ilirio López, un aclamado artista pop. Varidio lo conocía muy bien. Más que bien. De hecho, era su hermano gemelo.
Así, mientras Varidio intentaba infructuosamente vender sus cuadros entre los presentes en la fiesta, Ilirio era celebrado por su imponente cuadro, “El hombre contemporáneo”.
Ustedes pensarán que Varidio estaba atacado por la envidia contra su hermano. Muy por el contrario, lo admiraba y deseaba imitarlo en todo. Tanto, que ese día se había vestido igual que él: pantalones a rayas rojas y blancas, zapatos negros con plataforma, camisa a lo marqués y el consabido afro que exaltaba los ojos negros de los dos hermanos. Con un pequeño detalle. Ilirio llevaba recogido el cabello con una vincha negra.
Varidio saludó a su hermano con un ademán amable; Ilirio le devolvió el gesto vagamente. Varidio se fue a la mesa de comidas; Ilirio no comía de tantos elogios que recibía.
En esta historia hay o había una mujer. Varidio la amaba profundamente. Ella también caminaba sobre zuecos y era fanática de Led Zeppelin. Al igual que los otros en la fiesta, no prestaba demasiada atención a Varidio. Por Ilirio, en cambio, profesaba una admiración intensamente sexual. No obstante, la hermosa y rubia Estela Marina, solía confundir a los gemelos. Esta no fue la excepción. Apenas lo vio, Estela, vestida con una blusa amplia y un pantalón ancho y con una guirnalda de flores que le coronaba el cabello al viento, se lanzó sobre Varidio cual leona en celo:
― Ilirio, mi amor, ¿dónde te habías metido?
― Estela: soy Varidio.
― ¡Ah! ― gimió ella con total desdén, se dio vuelta, la tela de su ropa onduló, y enseguida se perdió entre la gente.
Varidio encontró consuelo en el vino cabernet sauvignon que un mozo solícito servía a diestra y siniestra.
Cuando llegó el momento del brindis para celebrar la venta de la obra de Ilirio, el agasajado no aparecía por ningún lado. Ante la falta, ocurrió que, como le había pasado a la bella Estela un rato antes, uno de los dilettantes confundió a Varidio con su hermano y, rumboso, exhortó a los otros que lo levantaran en andas. Así fue cómo Varidio casi tocó el cielorraso. Luego lo depositaron en un escenario preparado para el festejo. Ya aplaudía casi toda la concurrencia a Varidio creyéndolo Ilirio, cuando se oyó un grito proveniente del jardín, que hasta el momento había permanecido cerrado a los invitados.
― ¡Auxilio! Se ahoga.
Quien gritaba, Eusebio Clodines, parecía histérico.
La gente corrió hacia el jardín. Una vez allí, el aire se llenó de exclamaciones. En la pileta flotaba el cuerpo de la rubia Estela. Un hombre de entre los presentes se tiró al agua y, haciendo mucha fuerza para arrastrar el cuerpo que se hundía, logró sacar a la mujer de la pileta. Otra persona fue hasta el teléfono y llamó una ambulancia. Otro quiso saber la hora. Eran las diez treinta pasadas.
Una mujer comentó:
― ¿Cómo? ¿Estela no sabe nadar?
― Sí, ella nada desde los tres años ― aclaró casi a los gritos Susana Campos Heredia, amiga íntima de Estela. Estaba ella, también, visiblemente alterada.
La ambulancia demoró veinte minutos. Los paramédicos que intervinieron lo intentaron todo: le apretaron el pecho para que expulsara el agua, reanimación boca a boca, más presión en el pecho. Nada. Estela no reaccionó.
Las mujeres y los gays ― entonces no se los llamaba así acá, sino con otra palabra que, por buen gusto, no repetiré aquí ― se largaron a llorar escandalosamente. De entre los llorones, se abrió paso Ilirio con cara de desconcierto. Recién se desayunaba con el asunto.
Quienes habían tomado a Varidio por Ilirio se miraban confundidos. Uno de ellos señaló:
― Ilirio lleva una vincha negra. El que llevamos al escenario no. Es un fraude.
Ilirio, que, como dije, estaba más extrañado que sus admiradores, vociferó una pregunta:
― ¿Puede explicarme alguno qué pasó acá?
― Es Estela ― lloriqueó Eusebio ―  Está muerta. Ilirio, acostumbrado a ser el centro de las reuniones, en principio no largó ni una lagrimita por su seguidora. No le alegraba nada que una mujer le sacara el foco de la atención. Mucho menos, muerta. Sin embargo, como todos lloraban, se sintió obligado, él también, a demostrar congoja.
Los paramédicos, por su parte, anunciaron:
― Va a tener que intervenir la policía.
Los artistas y los fanáticos se indignaron: ¿cómo era eso de que la policía se iba a hacer presente en una fiesta más que privadísima?
Y más se lamentó un grupo de dilettantes, que, tirados a pata suelta en un rincón del salón, se intoxicaba plácidamente con tabletas de felicidad. Los policías intervinientes no pasaron por alto esta circunstancia y, rápidamente, el grupo fue trasladado a la comisaría.
Luego tuvo lugar el consabido interrogatorio que se estila en estos caso. Hechas unas cuantas preguntas, Pérez Cortina, el detective a cargo, decidió que la mayoría de los festejantes permaneciera en el jardín, esperando el visto bueno para volver a sus casas. Mientras, el conversaría amigablemente con tres personas que eran clave en esta ocasión: habían visto a Estela, bailando, poco antes de aparecer muerta. Lo acompañaba, como siempre, su asistente Lara Nieves ― de quien no se sabía bien cuál era el apellido y cuál el nombre―, una mujer joven muy sagaz que invariablemente aportaba su grano de arena y su fresca sabiduría a los casos que venían a parar a sus manos. Su sabiduría, sí, porque, a pesar de ser muy joven, era sabia como una viejita, hasta el punto de que se podía decir de ella que era, propiamente, “una joven vieja”. Contrastaba, a su vez, con la figura alargada y huesuda de Pérez Cortina, en que ella era bajita y regordeta, usaba anteojos y no carecía de sensualidad.
― Revoleaba los brazos de un lado a otro como una loca ― comentó quien dijo llamarse Oscar Albino, otro amigo íntimo de la fallecida Estela ―  Estaba feliz, se le notaba en la cara. No me explico cómo, ni cinco minutos después, fue capaz de cometer un acto tan horroroso.
Con “horroroso” se refería a la hipótesis de suicidio que por entonces ya se estaba barajando entre los asistentes al evento. Pérez Cortina no hizo caso de habladurías. Para él, la idea de un suicidio en este caso era irrisoria. ¿Cómo iba a suicidarse ahogándose en el agua clara de una pileta una experta nadadora? En sí, una “nadadora ahogada” era, efectivamente, más que un oxímoron.
Lara preguntó:
― ¿Está seguro de que estaba feliz?
― Claro. Tenía una sonrisa de oreja a oreja.
― Yo también la vi sonriéndose ― intervino Susana Campos Heredia, que era otra de los últimos que habían visto con vida a la pobre Estela ―  Pero no andaba revoleando los brazos, como se dijo recién. No. Los tenía bien abrazados a su pareja de baile.
― ¿Segura? ― insistió Lara.
― Tan segura como que el día es día y la noche, noche. Estaban pasando un tema lento.
― ¿Quién era la pareja de baile de la occisa? ― quiso saber Pérez Cortina, sin prestar demasiada atención al estilo paradójico de su frase.
― Ilirio López ― respondieron al unísono los tres interrogados.
― Su más querido ― aclaró la tercera persona que no había hablado por separado hasta el momento y que juró llamarse María Inés Toledo y ser, ella también, íntima amiga de la recordada Estela ―  Bailaban los dos tan juntos que incluso parecían una sola persona.
― Mejilla a mejilla ― apuntó Susana.
― Y ella sonriendo siempre ― puntualizó Oscar.
Los detectives, entonces, mandaron llamar a Ilirio López. Él no se hizo esperar y le ordenaron que se sentara en una de las sillas que, dispuestas en círculo, rodeaban a los policías. Ilirio depositó sus pantalones a rayas rojas y blancas, afirmó en el suelo sus zapatos negros con plataforma, se emprolijó el cuello de su camisa de marqués y sacudió levemente su afro antes de acomodarse la vincha negra.
Lara se levantó de su silla y se dirigió al jardín para ordenar a los que hasta el momento allí habían permanecido que volvieran a sus casas, consignando previamente en una hoja que les entregó su número de documento, domicilio y teléfono.
Ya se estaban retirando casi todos, cuando Lara notó que, entre los egresantes, había otro Ilirio que se iba.
― ¡Eh!, usted. Deténgase.
Varidio siguió caminando como si nada. Tan acostumbrado estaba a no ser nadie entre la gente que ni pensó que le hablaban a él. Lara insistió:
― El del afro, pare.
Como unos diez individuos se quedaron en el lugar. Lara se vio obligada a ser más precisa:
― El de los pantalones a rayas rojas y blancas, el de la camisa a volados.
Varidio, entonces, se dio vuelta.
― ¿A mí?
― Claro, hombre. Acérquese.
Varidio volvió sobre sus pasos. Lara lo increpó:
― Nombre y apellido.
― Varidio López.
― Acompáñeme.
Juntos caminaron hasta la ronda de sillas. Ilirio abrió más los ojos, expectante.
― Dígame, señor López, cuál es el vínculo, que ya adivino, suyo con este señor que luce igual que usted, excepto por la vincha.
― Es Varidio, mi hermano gemelo.
Dicho lo cual, Lara ordenó a Varidio que se sentara en otra de las sillas.
De este modo, no quedaban en la fiesta más que los dos detectives, unos cuantos oficiales, los tres amigos íntimos de Estela, Ilirio y Varidio López y, por supuesto, el dueño de casa.
― A ver, usted, señor Ilirio López, puede decirme a qué había venido a la fiesta ― preguntó Pérez Cortina.
― ¿Cómo a qué? Soy el agasajado.
Ilirio hablaba en presente, como si nada hubiera ocurrido y como si todavía siguiera la fiesta. De hecho, para él la vida era una fiesta.
― ¿El agasajado?
― Sí. Se festeja la venta de uno de mis mejores y más valiosos cuadros, monetariamente hablando. Y simbólicamente también.
Pérez Cortina sintió curiosidad.
― ¿Podría verlo? El cuadro, me refiero.
― Por supuesto. Está aquí mismo ― intervino Eusebio Clodines ―  Le rendíamos culto antes de que fuera entregado al comprador. Si el señor me acompaña, se lo muestro.
El policía y el marchand caminaron juntos hasta el otro extremo del salón y se detuvieron ante una pared iluminada con un pequeño reflector, de la cual colgaba un cuadro de gran tamaño, de aproximadamente dos metros de alto por uno de ancho. Su contenido era difícil de significar a primera vista, pero podría describirse como sigue: dos cuerpos dimensionados a tamaño real. Uno de los cuerpos cargaba al otro que parecía pesar como un muerto. No había expresión en sus ojos vítreos. El que cargaba tenía una mueca como de hacer fuerza. El cuadro era en sí bastante deprimente, a pesar de estar pintado con colores alegres como lo son el rosa y el verde agua entre otros. Las figuras tenían cabello largo y estaban desnudas. No se podía precisar si eran hombres o mujeres, o ambas cosas. El cuerpo, por otra parte, no se correspondía con la cabeza, siendo ésta mucho más grande. Pérez Cortina se preguntó a qué clase de persona le podría gustar tener esa escena tan angustiante colgada en alguna parte de su casa. Para él el cuadro no parecía expresar nada específico. De todos modos, Pérez Cortina se planteó la posibilidad de que tal vez fuera significativo que Ilirio López hubiera pintado una escena de tales características. En una de esas, un análisis psicológico del cuadro diría mucho más sobre su creador.
Cuando regresó al círculo de las sillas, se dirigió al pintor pop:
― Señor Ilirio López, ¿qué quiso expresar con esta pintura?
― Es la imagen del hombre contemporáneo. Un hombre que carga con un muerto que le es ajeno.
― Parece un Cristo ― acotó Lara, que observaba el cuadro desde su silla.
― Precisamente ― continuó Ilirio con tono educativo ―  El hombre de hoy es como Cristo, que carga con los pecados del mundo, con guerras como Vietnam, crímenes todos ellos que le son ajenos, pero de los que el hijo del Hombre se apropia para salvar a la humanidad.
Tras este intercambio de opiniones, la temática del cuadro de pronto adquirió algún sentido para el detective. Pérez Cortina no pudo dejar de sorprenderse ante el agudo sentido crítico de su asistente.
Estos pensamientos se esfumaron apenas el detective recordó la urgencia de resolver el caso. Siempre lo apuraban en la comisaría.
― Ilirio López, responda: ¿bailó usted con la ahora occisa, Estela Marina, en el curso de la fiesta?
― Claro. Ella era mi más ferviente admiradora. Siempre estaba dispuesta a bailar conmigo.
― Respóndame ahora esta segunda pregunta: ¿bailó ella con usted poco antes de las diez treinta, hora en que apareciera ahogada en la pileta?
― Supongo que sí. No suelo fijarme en el reloj ― contestó Ilirio con vaguedad ―  Yo estuve con ella, es cierto, pero también bailé con otras mujeres esta noche.
Los detectives, por el momento, aceptaron la palabra de Ilirio. Decidieron que lo mejor era concentrarse en la figura de la occisa.
― Y ella ― comenzó a decir Lara, dirigiéndose hacia los testigos― ¿bailó con alguien más?
― Sólo con Ilirio ― respondieron al unísono.
― ¿Podrían jurarlo?
Ninguno, por cierto, estaba dispuesto a hacer juramentos. Llevados por la animosidad de la fiesta, habían bailado ellos también y no habían fijado su mirada en Estela de forma absoluta.
Lara cambió de interlocutor.
― Y usted, Varidio, ¿acaso bailó con la occisa?
― Yo nada más la saludé cuando estábamos en el buffet.
― ¿Hablaron?
― No. Me confundió con mi hermano.
Los testigos largaron risotadas.
― ¿Se puede saber de qué se ríen? ― preguntó Pérez Cortina bastante molesto.
― La idea es ridícula. Estela jamás bailaría con Varidio ― dijo Susana.
― Pero lo confundió ― acotó Lara ― Tan diferentes no los veía.
― Una confusión le pasa a cualquiera, pero una mujer enamorada reconocería a su amado en cualquier circunstancia ― insistió Susana.
Tras estas declaraciones, Pérez Cortina decidió que lo mejor era esperar a que le practicaran la autopsia al cuerpo. Luego, con los datos obtenidos, continuarían las averiguaciones. Se despidió de los presentes y regresó a la comisaría, mientras Lara tomaba nota de los datos personales de los testigos y de los hermanos.
Unas cuantas horas después ya estaban los resultados de la autopsia. Pérez Cortina y su asistente discutían en una oficina de la comisaría el informe del perito.
― No hubo suicidio, cosa irrisoria desde un comienzo ― se alegró Pérez Cortina ―  La mujer no murió ahogada, sino que primero la ahorcaron fuera del agua y después la arrojaron a la pileta.
― El crimen, según la hora apuntada por el perito, fue a las diez y veintiocho, y según el testimonio aportado por los testigos, debió cometerse inmediatamente después de que la mujer bailara con Ilirio López.
― Y como, de hecho, el señor López fue la última persona vista junto a la occisa mientras ella estaba con vida ...
― ...se convierte en nuestro principal sospechoso.
― A no ser que existiera alguien en esa fiesta que le saliera de coartada.
― Eso sería posible si el señor López recordara mejor los hechos.
― Sí. Hasta el momento, resulta un perfecto tarambana.
Pérez Cortina citó para esa misma tarde a los testigos y al sospechoso.
Ahora estaban todos reunidos en otra oficina de la comisaría.
― ¿Durante cuánto tiempo estuvo bailando con la occisa, señor López? ― preguntó Lara, comenzando así el interrogatorio.
― Un ratito nomás. Si digo que fueron diez minutos, es mucho.
― ¿Alguien tiene algo que agregar a lo dicho por el señor López? ― preguntó Lara, dirigiéndose a los testigos.
― Sí. A mí me pareció que estuvieron bailando una buena media hora ― acotó Oscar Albino.
― ¿Podía precisar esa media hora? ― preguntó Pérez Cortina.
Oscar se acomodó el cabello platinado y dijo:
― Entre las diez y las diez treinta.
― ¿Los demás pueden atestiguar lo mismo?
― Lo mismo, por mi parte. Y bailaban muy apretados ― aclaró Susana ― Tanto que, como ya se mencionó, en vez de dos cuerpos parecían uno.
― Si me permiten, quisiera referir algo que me llamó poderosamente la atención ― intervino María Inés Toledo.
― Hable ― la conmino Pérez Cortina.
― Iban muy apretados, sí, tanto que Estela en un momento me pareció que había desaparecido.
― ¿Cómo? ― preguntaron los detectives al mismo tiempo.
― Déjenme explicarme. Desde donde yo estaba ubicada no los veía directamente, sino que observaba su imagen reflejada en un espejo del salón. Y en ese espejo, sólo se veía a Ilirio bailando, solo.
― Yo no estaba bailando solo ― protestó Ilirio ―  siempre tengo alguna mujer en mis brazos.
― Calma, Ilirio, que no pretendo reírme de vos. Solamente digo lo que vi.
― Y, además, no habré bailado con Estela más que unos diez minutos, insisto.
― ¿Qué hizo después? ― quiso saber Lara.
― Anduve por ahí, charlando entre los invitados.
La respuesta, cierto, era muy vaga. Demasiado.
― Mire, señor López, o usted nos está mintiendo o tiene una percepción muy particular del tiempo. Los testigos aquí presentes aseguran que lo vieron bailar con la que entonces no era todavía una occisa durante media hora.
Sin otro testigo que declarara en favor de Ilirio, quedaba claro que esa media hora era la que iba desde las diez a las diez treinta. Según lo que sabían por los datos arrojados por el perito, la media hora se reducía en realidad a unos veinticinco minutos, ya que en los cinco minutos que restaban Ilirio debía haberse ingeniado para llevar a Estela al jardín, lugar probable donde, sin ser visto, la habría ahorcado y luego arrojado a la pileta. Los detectives, además, tenían bien presente que las diez treinta era la hora en que había sido hallado el cuerpo.
― No sospecharán de mí, ¿no? ― preguntó titubeante Ilirio ―  Yo no supe que estaba muerta hasta que me lo dijeron.
― Señor López, no aclare que oscurece ― dijo Pérez Cortina.
― Es verdad lo que digo. Vean, ya recuerdo. En un momento yo me separé de Estela. Discutimos.
― ¿Discutieron? Interesante ― deslizó Lara.
― Ella quería que yo me sacara la vincha.
― Usted, ¿qué hizo?
― Me la dejé puesta, por supuesto. Las opiniones de una admiradora nada tienen que hacer frente al poder de la moda.
― Y ella, ¿a dónde dijo que iba?
― “Al toilette”. Esas fueron sus palabras.
― Es cierto ― intervino Susana ―  Yo me encontré con Estela en el toilette y estuvimos hablando un ratito. Después yo volví a la fiesta y ella sé que también porque ni dos minutos más tarde la vi bailando con Ilirio, todavía más apretados que antes.
― ¿De qué hablaron en el baño?
― ¿En el toilette? Precisamente, de su discusión con Ilirio. No sé qué cosa le molestaba a Estela de esa vincha. Para mí le quedaba muy mona.
― ¿A qué hora ocurrió esto que usted refiere?
― Debían ser las diez y cuarto, me figuro.
A pesar de que los detectives no podían proveer una causa para el crimen, dejaron detenido a Ilirio como principal sospechoso. También ordenaron a los demás presentes que volvieran a sus casas.
Pérez Cortina y su asistente pasaban en limpio los datos que tenían hasta el momento. Debían presentar un informe esa misma tarde.
― La cosa es así ― resumía Lara ―  Ilirio y Estela bailaron unos quince minutos, desde las diez a las diez y cuarto aproximadamente. Luego, hay una discusión acerca de una vincha. Según Estela, Ilirio debía sacársela; según Ilirio, no. al parecer Estela, con un ligero ataque de histeria, se retira al baño. Allí mantiene una conversación con su amiga Susana Campos Heredia. Probablemente, este diálogo la hace recapacitar y vuelve a los brazos de Ilirio. Según los testigos estuvieron bailando otro rato más, tal vez hasta las diez y veinticinco. Ahora bien, entre las diez y veinticinco y las diez y veintiocho Estela salió al jardín, fue estrangulada y arrojada a la pileta.
― No es mucho tiempo; no obstante, es posible.
― Todas las pistas apuntan a Ilirio como autor del crimen. Ilirio, por otra parte, gracias a su estado de amnesia vanidosa, no posee coartada. No nos sabe decir con quién estuvo mientras su amiga era asesinada. Además, no ha salido nadie a decir que estuvo con él durante estos minutos que antes señalé. O no hablan por miedo a involucrarse o no hablan porque, sencillamente, no tienen nada que decir. En ese caso, es claro que Ilirio miente. Ahora bien, lo que nos falta es la causa y estamos completos.
Pérez Cortina le sirvió una taza de café a su compañera y se sirvió otra para sí.
Hay algo que me inquieta ― dijo Lara, entre sorbo y sorbo ―  Esa imagen en el espejo.
― ¿Cuál imagen?
― La de Ilirio bailando solo, sin Estela.
― A mí lo que me molesta es el cuadro. No me gusta nada. La angustia que transmite dice mucho acerca del señor López.
― Creo que deberíamos volver a la escena del crimen y ver el espejo y el cuadro.
En ese momento, llamaron a la puerta.
― Adelante ― concedió Pérez Cortina.
Era un oficial, uno de los nuevos.
― Disculpe, señor, si interrumpo, pero el detenido quiere hacer una declaración.
Pérez Cortina y Lara se miraron sorprendidos. Tal vez habría recordado algo y ahora quería dejar constancia de eso recordado ante las autoridades. Pérez Cortina mandó llamar al detenido.
― Señor López, siéntese ― le dijo Lara a Ilirio apenas entró en la oficina.
Ilirio se sentó con dificultad. Estaba esposado.
― ¿Qué es eso tan urgente que tiene para decirnos? ―  preguntó Pérez Cortina.
― Se trata de mi hermano Varidio.
― Su hermano. Lo conocimos los otros días.
― Sí. Creo, mejor: estoy convencido de que él es quien mató a mi admiradora.
Pérez Cortina esbozó una sonrisa. No era la primera vez, ni sería la última, que un sospechoso intentaba acusar a otro del delito por el que estaba sospechado y, en este caso, detenido. Lara también sonrió.
― No se rían, por favor. Ustedes conocieron a mi hermano. Habrán notado que somos dos gotas de agua.
― Ya sabemos que son gemelos ― dijo Lara.
 ― Les ruego que escuchen mi teoría. Se me debe. Después de todo estoy detenido acusado de un crimen para el cual no se ha encontrado ninguna causa de mi parte.
Pérez Cortina intercambió miradas de consulta con su asistente.
― Está bien, hable.
― Yo bailé unos diez o quince minutos con Estela, como les dije. Discutimos y ella se fue al toilette. Yo seguí mi camino. Ella debió salir y encontrarse con Varidio. No sé cómo, pero estoy seguro de que lo confundió conmigo. Ya le habría pasado esa misma noche. Juntos, me imagino, volvieron al salón y bailaron muy apretados el resto del tiempo. Los testigos dijeron que Estela sonreía. ¡Claro! Nunca me había encontrado tan entusiasmado con ella. Pero no soy yo, es Varidio que se está haciendo pasar por mí. Tienen que saberlo: Varidio siempre me está imitando. Parece como si quisiera ser yo. Se viste como yo, camina como yo.
― Pero no pinta como usted.
― No. A él le gusta el realismo. Como si se hubiera quedado en el siglo pasado. Desconoce las nuevas tendencias.
― Entonces, ¿usted cree que la causa por la cual Varidio habría matado a Estela es para ocupar su lugar? No encuentro relación ― dijo Pérez Cortina.
― Lo que el señor López quiere decir, y corríjame si me equivoco, es que Varidio mató a Estela por no poder poseerla. Es la famosa idea de “lo que no es mío lo destruyo”.
― Eso mismo quise decir.
― Continúe con su teoría ― le ordenó el detective.
― Yo considero que en algún momento ella se da cuenta de la sustitución. Tal vez en el jardín, adonde él la debe de haber llevado. Ahí nomás, en frío, la agarra del cuello, la ahorca y la arroja en la pileta. Nadie lo puedo haber visto porque estaban todos preparándose para el agasajo, para mi agasajo, adentro del salón. Varidio, rápidamente, se mete en la casa, se pierde entre los invitados y a otra cosa.
Lara reflexionó en voz alta:
― La idea es buena. Contempla la confusión entre hermanos gemelos, cosa que ha ocurrido en muchos crímenes y en muchísimos, y más, relatos ficcionales sobre crímenes. Y la causa es probable: matar por impotencia. Sin embargo, su hermano no tiene antecedentes criminales.
― No. Yo tampoco. Y tampoco tengo una causa ... ¿sólida? ¿Así la llaman ustedes? Por otra parte, debo decirle que mi hermano no tendrá antecedentes penales en su vida pública, pero sí los tiene en lo privado. Cuando éramos chicos solía ser muy cruel con los animales. Si no hacían lo que él les decía, los mataba. Recuerdo un día en que encerró a mi gato dentro de una caja y después lo enterró solamente porque el pobre minino se negaba a saltar a través de un aro en llamas, como había visto que hacían los tigres en el circo.
Pérez Cortina ya se estaba cansando de que el sospechoso se hiciera el detective.
― De todos modos, señor López, por más gemelo que sea usted de su hermano, la noche del crimen había algo que los distinguía: una vincha negra. Usted la llevaba puesta, Varidio no. Todos, en la fiesta, estaban conscientes de que esa vincha negra era el distintivo del agasajado. Por lo tanto, si además Estela estaba tan enamorada de usted como ella misma confesaba a viva voce, no pudo haberse confundido tanto como para bailar y andar a los arrumacos con alguien prácticamente extraño. Es claro que hubiese notado la falta de la vincha. Los testigos la habrían notado. Por otra parte, se sabe, las mujeres enamoradas son muy detallistas con esa clase de cosas.
Entonces, se escucharon dos golpecitos en la puerta de la oficina.
― Adelante ― dijo Pérez Cortina.
Era otro oficial.
― Señor, traigo una ampliación de la autopsia.
― ¿Qué dice?
― Según el informe, la muerte fue provocada por la acción de un género de nylon de color negro. Se encontraron fibras de este color en el cuello de la víctima.
― ¡La vincha! ― exclamaron a la vez Pérez Cortina y su asistente.
Allí ya no hubo más oídos para lo que Ilirio López tenía para decir. Fue llevado nuevamente a su celda y se procedió a buscar entre sus pertenencias la dichosa vincha. Una vez encontrado el objeto en cuestión, se procedió a un cotejo entre las fibras que se habían encontrado en el cuello del cadáver y entre la pelusa propia de la vincha. Encajaban en un cien por ciento. Misma fibra, mismo poliester. Faltaba buscar vestigios de la piel de Estela en el género, producidos por el roce del ahorcamiento, y ya no habría dudas.
No quedaba otra salida, entonces, que aceptar que Ilirio López, el gran pintor pop, era el autor material del crimen.
La noticia salió en todos los medios. El mundo entero ya digería, como caso cerrado, el asesinato de Estela Marina Díaz Guyero, una destacada miembro de la alta sociedad, a manos del pintor en alza, Ilirio López.
Sin embargo, y pese a las evidencias, Lara Nieves seguía sin estar convencida de por qué razón iba a matar Ilirio a su groupie. No eran cónyuges, no había dinero de por medio. Faltaba la causa. Por otra parte, Estela halagaba a Ilirio; Ilirio se dejaba halagar. Todos estos eran motivos suficientes para solicitar a su superior una nueva revisión de la escena del crimen.
Apenas llegaron a la casa de Eusebio Clodines, Lara notó que había algo desencajado. Estaba junto a Pérez Cortina y el dueño de casa cuando mostró su desconcierto:
― ¿Dónde está el espejo?
― ¿Qué espejo? ― preguntó Eusebio, él también, desconcertado.
― El que los testigos mencionaron. Los tres aseguraron que estaba aquí, en una de las paredes del salón.
― Aquí no hay ni hubo nunca ningún espejo. Los testigos deben estar equivocados.
Los detectives se miraron preguntándose con los ojos. Por su parte, Pérez Cortina quiso saber del cuadro.
― Aún está aquí. Mañana vienen a llevárselo. Acompáñenme que se los muestro nuevamente.
Lara y Pérez Cortina siguieron a Eusebio Clodines hacia una de las habitaciones. Al parecer, el cuadro ya había sido descolgado de la pared del salón en la que había estado durante la fiesta.
La habitación era, en sí, un taller. El cuadro estaba apoyado contra un rincón.
― Aquí lo tienen : “El hombre contemporáneo”.
Pérez Cortina volvió a sentir cierta especie de horror frente al cuadro. Lara, que no lo había visto en detalle, al principio trató de descifrar la imagen. La pareja pintada se le aparecía a la vez extraña y conocida. En realidad, conocida era la situación. En su mente  empezó a atar cabos y llamó a su superior a un aparte.
― Señor, esta imagen del cuadro fue pintada, de algún modo, como premonitoria. ¿Usted cree en las premoniciones del arte? ¿Cree en premoniciones?
― Creo en las casualidades.
― Ha habido ― continuó Lara, sin hacer verdadero caso de lo que le decía el detective ―  y hay premoniciones artísticas. Ha sucedido que se ha pintado o escrito o compuesto música acerca de algo que todavía no sucedió y que, de repente, después pasa. Los ejemplos son innumerables. Estoy en condiciones de afirmar que el cuadro “El hombre contemporáneo” pintado por Ilirio López es un caso de esto que digo.
― ¿Qué predice, si algo predice?
― La muerte de Estela y cómo un asesino se deshace de un cuerpo muerto.
― Continúe, que ya me gustaría entender de qué está hablando.
― Señor, nuestros testigos aseguran haber visto un espejo que no existe y, al mismo tiempo, afirman que en ese espejo no se refleja la imagen de Estela.
― ¿Esa es la premonición? ¿No ven a la occisa porque ya iba a morir? Permítame repetirle que no creo en premoniciones.
― No, señor. Déjeme aclararle: no la ven porque ella no puede reflejarse en un espejo que no existe.
― Esto se está volviendo macabro.
― Algo así. En cambio, nuestros testigos dicen que sí ven a Ilirio, bailando solo en el espejo. Pero, si no hay espejo que refleje, ¿quién podría reflejar a Ilirio? Sólo hay una persona en este mundo que podría hacerlo a la perfección.
― ¡Varidio López!
― Exactamente. Él está en el espejo, o, mejor dicho, pegado a la pared haciendo lo que mejor sabe hacer: imitar al hermano. Baila como Ilirio, como sosteniendo a Estela. Nadie se da cuenta de que es algo más que un reflejo.
― ¡Cierto! El individuo es menos que insignificante.
― Piense. Con el salón a oscuras y las luces de la bola plateada que se usa en estas fiestas, nuestros testigos bien pudieron pensar que en aquella pared había un espejo. Incluso, Varidio llevaba puesta una vincha que, me imagino, se compró a último momento al saber que Ilirio llevaría una. ¿Recuerda que los testigos hablan de una discusión entre Ilirio y Estela? ¿Recuerda también que dicen haber visto a Estela sonriendo de oreja a oreja? No es muy coherente, ¿no? O uno está enojado o no lo está.
― ¿Entonces?
― Señor, la solución ya está en nuestras manos. Recapitulo y digo cómo pienso que se fueron dando los hechos. Es sabido que Varidio estaba enamorado de Estela y que ella lo ignoraba. De hecho, la misma noche de la fiesta lo ignoró, según el mismo Varidio refiere. No quería saber nada con él. Sus ojos estaban puestos en Ilirio. Así, es de suponer que Varidio se harta de tanto ninguneo. Ahora está más que resentido. La admiración por su hermano de pronto se convierte en envidia. Entre los dos sentimientos hay un solo paso. Sus celos no podrían ser más grandes. Su hermano lo tiene todo: el éxito, el amor de una hermosa mujer. Él, esa noche, los ve bailar juntos. Se acerca con disimulo, solamente para sentirse cerca de la realidad de su hermano. Baila como él, se ríe como él. Pero sigue siendo nadie. Los que después salieron de testigos lo creen sólo un reflejo o una sombra. Sin querer, los escucha pelear por la vincha. Como sabemos, Estela insistía en que Ilirio se la sacara, Ilirio porfiaba que no. Ve, también, cómo Estela se dirige al baño y la sigue. La espera allí, cerca de la puerta, oculto en las sombras. Ella no tarda en salir. Él se ha sacado la vincha y la tiene escondida en el puño. Es claro que quiere hacerse pasar por su hermano y fingir complacerla. “¿Ves, Estela, me saqué la vincha, como vos querías?”, le habrá dicho. Pero Estela no se engaña. Pudo haberlo confundido una vez esa noche, dos es mucho. Sabe que ése que la espera no es Ilirio, sino su hermano, y lo aborrece abiertamente. Nada engaña a una mujer enamorada. Lleno de furia, Varidio la agarra a Estela, le pone la vincha a la fuerza y con ella la ahorca con todas sus ganas. Una vez muerta, piensa que lo mejor es arrojarla a la piscina para que todos crean que se ha ahogado. Pero, ¿cómo llegar a la piscina? Debe atravesar el salón, la pista de baile. Con velocidad mental, urde un plan. Se vuelve a colocar la vincha para pasar por Ilirio frente a los que se cruce en su camino y se lleva a la muerta abrazada con fuerza hasta el salón ¿Lo ve? Es la imagen del cuadro.
― Sí, pero hay que tener mucha fuerza para arrastrar un cuerpo con peso de muerto.
― Precisamente, es su misma furia y el alcohol que ha bebido esa noche, como todos los que estaban en la fiesta, lo que le da fuerza. Una fuerza sobrehumana. La fuerza de la locura. Es un hombre insignificante, sí, pero nunca débil. Durante los siguientes tres o cuatro minutos baila con el cuerpo muerto de Estela enfrente de todos. Los que lo ven, claro, al verlo con la vincha lo creen Ilirio. Varidio baila y baila, entusiasmado. De vez en cuando los brazos de Estela se le sueltan y se revolean entrechocándose con el cuerpo de Varidio. Por eso Oscar Albino, nuestro testigo, afirma haberla visto revolear los brazos. En cambio, Susana Campos Heredia y María Inés Toledo, que no han visto los brazos sueltos (obra, esto sí, de la casualidad) dicen que los dos bailaban muy apretados. Era, en realidad, la fuerza de Varidio luchando por sostener un cuerpo muerto. Como ve, es la imagen de nuestro cuadro. ¿Entiende ahora por qué yo hablaba de premonición?
― Entiendo, pero para mí no es más que una casualidad.
― Ya pasado un buen rato de fingir el baile, Varidio se empieza a cansar. Siente el terrible peso de la muerta en su cuerpo. Se la lleva al jardín y allí, donde nadie los ve, la arroja a la pileta. Luego se saca la vincha y vuelve a la fiesta, para perderse entre la gente.
El relato de Lara fue interrumpido por la entrada de un oficial que venía de la comisaría y que se acercó adonde estaba Pérez Cortina. Le hablaba entre susurros.
― ¿No concuerda o no hay vestigios? ― preguntó el detective al final de la conversación.
Cuando Pérez Cortina despidió al subordinado, Lara lo observaba con ojos inquisitivos.
― Se trata de las evidencias. Al parecer no hay vestigios de piel, que presumiríamos de la occisa, en la vincha de Ilirio López.
― Por lo tanto, es la vincha equivocada. Sugiero, señor, que se detenga a Varidio López cuanto antes y se trate de encontrar la vincha que, por otra parte, supongo, ya debe de haber arrojado a la basura.
Pérez Cortina y Lara se despidieron del dueño de casa. Mientras caminaban rumbo al auto del detective, Pérez Cortina preguntó:
― ¿Y la sonrisa?
― ¿La de Estela? Es típico de algunos ahorcados. Al hacer fuerza para que no los ahorquen, después de muertos les queda la cara marcada con una sonrisa que no es producto de reírse de felicidad, sino de hacer fuerza para que los suelten.
― La clave, entonces, estaba en la vincha.
― Y en el rebusque de cargar con un muerto haciéndole fingir que está vivo.
Varidio fue encontrado en su casa y, con él, la vincha. El muy confiado la llevaba puesta. Hasta en la soledad imitaba a su hermano. Se procedió al cotejo con el cadáver. La vincha de Varidio, efectivamente, poseía vestigios de piel. La piel de Estela. Al punto, se mandó soltar a Ilirio.
El caso se supo alrededor del mundo. Pronto la gente se empezó a interesar en la obra del criminal Varidio y, ahora, que ha salido con libertad condicional, es llevado a todas partes y festejado. De más está decir que en poco tiempo se hizo millonario. De Ilirio, claro, ya nadie se acuerda.

Eloísa Suárez nació en la ciudad de Buenos Aires en 1970. Durante varios años enseñó latín en la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Sus elecciones literarias van un poco a contrapelo de lo que se está editando actualmente y sus cuentos se pueden enmarcar dentro del género fantástico en sentido amplio, abarcando tanto el policial como los cuentos de terror. Reconoce como influencias literarias a Rodolfo Walsh, Manuel Peyrou, Poe, Chesterton y Hawthorne, por mencionar algunos.