Desencuentros en cuarta fase
José Vicente Ortuño

Nadie hubiera creído en los primeros años del siglo XXI, que las cosas humanas fueran observadas, con codicia y aviesas intenciones, por inteligencias superiores a la del ser humano. Los científicos, escépticos a la existencia de vida en otros planetas, jamás imaginaron que una raza superior, procedente del espacio, pudiera amenazar la existencia de la especie humana.
A la inmensa mayoría de los habitantes de la Tierra, sólo les preocupa sobrevivir a la guerra, al hambre y a la miseria. Para los más afortunados lo importante es cómo estirar el sueldo para llegar a fin de mes o cómo pagar la hipoteca sin tener que vender su alma al diablo. Por lo tanto, a pesar de la terrible amenaza que se cierne sobre nuestro planeta, a nadie parece importarle lo que suceda en las estrellas vecinas.
Sólo yo sé la escalofriante verdad, lo que sucedió aquella fatídica noche y cuyo recuerdo no me deja dormir. Soy incapaz de pegar ojo pensando en el destino que nos tienen reservados los alienígenas. ¿Quizás trabajar como esclavos en las minas de dilitio de Alfa Centauro? ¿Ser carne para hamburguesas en una cadena interplanetaria de comida basura? ¿Quién sabe? El primer invasor, a primera vista un hombrecillo de ojillos viciosos y apariencia inofensiva, no me dijo nada al respecto. Y se me olvidó preguntarle.
Pero estoy divagando. Es mejor que cuente todo desde el principio y de forma ordenada. No importa si nadie me cree o se me toma por un chalado conspiranoico. Es lógico, ¿quién daría crédito a quien dice haber evitado una invasión extraterrestre?
Soy estudiante universitario y, para pagarme mis pequeños vicios, los fines de semana trabajo en un videoclub. Está situado en un barrio como cualquier otro, habitado por gente trabajadora, preocupada sólo por sus propios problemas y los de su equipo de fútbol. Eso quiere decir que la mayoría de mis clientes son personas tan normales y corrientes, esas que no miramos dos veces cuando nos cruzamos con ellas. Sin embargo, hay entre ellos algunos personajes un tanto peculiares, raros, estrafalarios incluso. Y aquel día tuve la impresión de que todos ellos se habían puesto de acuerdo para alquilar películas.
Pero me vuelvo a adelantar a los hechos. Abrí la tienda a las diez de la mañana y al poco rato entró Marina la Calientapollas, una tía guarra que se divierte provocándonos con sus insinuaciones de índole sexual. La pena es que nunca pone en práctica lo que dice. Cuando se marchó yo tenía una erección capaz de levantar el mostrador sin tocarlo con las manos y, para colmo de males, la muy cerda no alquiló nada.
Media hora más tarde entró la señora Emilia, una venerable anciana que alquila películas de transexuales para levantarle la “moral” a su marido. Se llevó “Chicas cachondas con colas enormes”. No sé si se le levantará algo al pobre abuelo, pero casi seguro que el día menos pensado la palma en el intento.
Estaba intentando imaginarme la escena de los dos abuelos, cuando un tipo se asomó a por la puerta y preguntó:
—Hola, ¿tienes la última de Almodovar? Creo que se titula Regresar o algo así.
—Se titula Volver y no me queda ninguna libre —respondí con el clásico tono mecánico de dependiente aburrido.
Sobre las 10:45 vino el borracho vacilón. Sí, ese que siempre amenaza con irse sin pagar. Alquiló una película de Chuck Norris, de cuyo título prefiero no acordarme. Tras el vacile de rigor pagó y se marchó.
A los pocos minutos entró El Rastafari Apestoso y su perro Pulgoso. Por suerte se marcharon pronto y esta vez el chucho no se orinó en las estanterías. Mientras abría las puertas para que se orease el local, una chica de pechos rellenos de silicona me preguntó:
—Hola, buenos días, ¿tienes Volver?
Estaba empezando a mosquearme el interés de la gente por esa película, cuando teníamos más de mil disponibles. Imaginé que acabaría odiándola.
Pasadas las 11:00 entró La Vieja Cleptómana. Huroneó por la tienda durante un rato y, antes de marcharse, creyendo que no la había visto robar tres bolsas de M&M’s, me preguntó:
—¿Tienes ya la película Volver?
—No señora, no me quedan libres —respondí e ignoré su pequeño hurto, porque en el fondo era buena gente y devolvía las películas a tiempo.
Cerca del mediodía hizo su aparición el Niño Hiperactivo acompañado de sus padres. El mocoso era una catástrofe natural en si mismo y sus progenitores más pesados que matar un cerdo a pellizcos. La madre, como no, me preguntó si tenía Volver, el padre curioseó las estanterías hurgándose la nariz con el dedo meñique y pegando los mocos en las estanterías. Mientras tanto el niño se dedicó a cambiar de sitio las carátulas de las películas, organizándome un follón de tres pares de narices. Al fin se marcharon y me puse a arreglar el estropicio, al tiempo que ideaba cien formas de librar a la humanidad del legado genético de la criaturita. Entonces alguien dijo a mis espaldas:
—Hola, ¿te han devuelto la de Almodovar? —era una mujer madura, excesivamente maquillada y que vestía dos tallas menos de la que le correspondía.
—No, todavía no —respondí y se marchó dejando una estela de colonia de garrafón.
Cerca de las 13:00 horas entró Petra, una la parapléjica adicta al cine gore, alquiló “Caradecuero y Jason contra Freddy y la Momia” —una película que yo no vería ni aunque me pagasen por ello—. Al momento entró un tipo en calzoncillos y se puso a pasear por la tienda. Supuse que, como todos, buscaba Volver. Unos minutos después entraron dos individuos y se lo llevaron a rastras. Al marcharse, uno de ellos me preguntó:
—Disculpa, ¿tienes Volver?
Negué de forma mecánica y maldije mentalmente al director manchego.
De 14:00 a 15:00 todo estuvo bastante tranquilo y pude zamparme con calma el bocata de tortilla de patata que llevaba para comer. Durante la hora de la siesta disfruté de una atmósfera de puro ateísmo; porque no vino ni Dios.
A las 17:00 horas un atracador embozado me amenazó con un cuchillo enorme y me pidió la pasta de la caja. No me pagan por ser un héroe, así que se la di toda y añadí una bolsa de chuches.
Cuando se marchó pulsé el botón de alarma y esperé. Y esperé. Y esperé más. Media hora después, cuando el ladrón ya debía de haberse gastado mi recaudación en cerveza y putas, llegué a la conclusión de que el botón de alarma no funcionaba. Llamé a la policía y esperé. Y esperé. Y esperé más aún. Una hora después del atraco llegó el coche patrulla. Eso sí, con mucha calma.
—¡A ver, ¿por qué has tardao tanto en llamar, eh?! —dijo un madero con pinta de chulo en tono bastante agrio.
Seguro que para venir han tenido que interrumpir su partida de truc, pensé.
—Esto… es que primero pulsé el botón y… —intenté explicar.
Durante las siguientes dos horas los guardianes de la ley y el orden me interrogaron como si yo fuese el delincuente.
Cuando los policías se marchaban, uno le susurró algo al oído del otro, éste se volvió y dijo:
—Esto… por casualidad… ¿No tendrás la película Volver?
—Por casualidad no, porque no me han devuelto ninguna —respondí ya muy cansado. En ese momento odié a Pedro Almodóvar con toda mi alma y mentalmente prometí sacrificarle una cabra al dios Baal, para que haga arder su alma en el infierno por toda la eternidad.
El resto de la tarde continuó de la misma manera: como una versión actualizada de “La parada de los monstruos”. Así que, cerca de la una de la madrugada, estaba agotado. Había tenido que hacer toda la jornada yo solo —mi compañero se había pedido el día libre para asistir a una boda gay—, y deseaba más que nada cerrar y marcharme a casa.
En aquel momento entró el invasor y lo tomé por otro cliente más.
Tenía un aspecto bastante vulgar: bajito, escuálido, tenía el pelo negro y grasiento, la nariz prominente, las orejas de soplillo y la boca de roedor. La tez era pálida, casi verdosa y poseía esa mirada de pajillero vicioso que tienen los que alquilan videos porno.
—¡Humano, llévame ante tu líder! —dijo con voz muy estridente, no tan aguda como para romper una copa de cristal, pero sí lo suficiente como para dejarla bien jodida.
—¿Busca películas de ciencia ficción? —pregunté, tomándolo por un trekkie trasnochado.
—¡En nombre de la República Federal Burocrática Centauriana te ordeno que me lleves ante tu líder! —insistió muy serio.
—¿Líder? —pregunté algo falto de reflejos—. ¿Se refiere a mis jefes? —decidí seguirle la corriente como solía hacer con todos los chalados.
—¡Afirmativo terrícola! —exclamó lanzando salivillas, que esquivé con agilidad.
—Bueno, pues verá —respondí con calma—, no sé si va a poder ser. Es que son inaccesibles, yo mismo no los he visto nunca. Tiene gracia, pero ni siquiera sé si son reales. Claro que, si no tiene mucha prisa, puede volver el miércoles a media mañana; es cuando suele venir el encargado. Si viene.
Pareció contrariado. Cambió varias veces el peso de su cuerpo de un pie a otro que, por cierto, los tenía desmesuradamente grandes.
—¡Vengo a tomar posesión de este planeta! —insistió rotundo.
—¡Ah, bien, estupendo! —respondí utilizando mi sonrisa hipócrita de tratar con locos.
—Los líderes terrícolas deben firmar la rendición incondicional ahora mismo —añadió sacando de un bolsillo algo parecido a una PDA y agitándola bajo mis narices.
—Pues eso va a estar mal —continué con paciencia—. Es que hoy es sábado y todo está cerrado hasta el lunes. Como puede comprobar, no hay casi nadie en la calle. Supongo que deben de estar todos en casa flagelándose, porque el Valencia ha perdido contra el Barça.
—¡Esto no es serio! —exclamó alterado—. ¡En ningún planeta me ha sucedido nada parecido! ¡Es necesario que tus líderes firmen sin demora la rendición incondicional de la Tierra! ¡Ahora!
—Tranquilo hombre, que no pasa nada —intenté calmarlo—, ustedes vayan invadiendo y el lunes a las nueve, cuando abran las oficinas...
—¡No, eso es inaceptable! —chilló gesticulando como un niño contrariado—. La invasión está programada y…
—Mire, lo mejor será que mientras tanto busquen un sitio donde aterrizar —le expliqué lo más suavemente que pude—. Tenga en cuenta que el aparcamiento está muy mal y les va a costar mucho encontrar donde estacionar los platillos. ¡Ah, ni se les ocurra meterlos en un aparcamiento de pago! Cobran una pasta gansa y les va a salir por un huevo.
—¡No, eso es inadmisible! —exclamó adquiriendo un tono verde claro, que luego deduje que era su forma de sonrojarse—. Antes de comenzar la invasión los líderes terrestres deben firmar el formulario KX-JG38495/8C de Rendición Incondicional y el Anexo DKK339Z, de cesión de todos los derechos sobre el planeta y su satélite. Luego, mediante fax subespacial, tengo que enviarlo por triplicado al Registro de Invasiones —explicó—, que lo remitirá a la Subsecretaría de Planetas Bárbaros, donde tramitarán el expediente que se eleva al Ministerio de la Guerra, que solicitará apoyo logístico al Ministerio de Provisiones y Combustibles, y entonces…
—¡Vaya burocracia de mierda que tienen ustedes los marcianos! —lo interrumpí.
—¡No somos marcianos, sino centaurianos! —respondió tajante.
—¿Qué más da? —dije para quitarle importancia al asunto—. ¿No será usted un inspector de trabajo, verdad? Pues si viene a que lo unten lo tiene claro, porque hasta que no venga el jefe…
—¿Unten? ¿Qué es unten? —preguntó parpadeando confuso.
—No hace falta que disimule, sé que el jefe tiene untados a todos los inspectores —le respondí—, de otra forma no tendríamos este horario de mierda y esta porquería de sueldo.
El centauriano parpadeó desconcertado, nervioso e irritado; todo a la vez. No parecía comprender nada, supongo que a mi me hubiese sucedido lo mismo en su planeta.
—No entiendo tu jerga humano —dijo mientras manipulaba en su PDA—. Pero no he venido a entablar relaciones sociales con los nativos, sino a exigir la rendición del planeta. ¡Llévame ante tus líderes terrícola!
¡Y dale otra vez!, pensé, ¡qué pesado! ¿Cómo voy a deshacerme de este tío antes de la hora de cerrar? Después de medianoche era difícil que nadie pudiese echarme una mano, así que tendría que utilizar todas mis dotes de persuasión para quitármelo de encima.
Pero entonces, los avatares del destino —y del vicio—, se las apañaron para que entrase otro cliente. Los empleados le llamábamos Gordo Grasiento. Era un tío corpulento, obeso, bobo y guarro. Básicamente era un gilipollas sin cerebro y, sin embargo, uno de nuestros mejores clientes; aunque nos diese asco tocar las películas que devolvía.
—¿Te han traído ya “Corre caballito, métemela un poquito” , “¡Qué larga la tiene mi perro!” o “Mi pulpo es un cachondo”? —dijo temblando de ansiedad, lo que provocaba unas obscenas oscilaciones en sus grasientas carnes.
El extraterrestre se encaró con el Gordo y lo observó con intensidad, como quien mira una aceituna intentando descubrir si es una nueva especie de cucaracha sin patas.
—La última que hemos recibido de zoofilia es “Polvos con predigrí” —respondí.
—¡No, joder, esa ya la he visto! —replicó disgustado.
Entonces se percató de la presencia del alienígena y añadió:
—¡Joder, que tío más feo! ¡Y que orejones más ridículos!
Comenzó a reírse como un mono loco, mientras se rascaba la entrepierna con la mano metida bajo el pantalón. Otras veces se rascaba el culo de la misma forma, y no sé decir cuál de las dos cosas me daba más asco.
—Oye enano —dijo el gordo entre carcajadas—, yo te he visto en una peli. ¡Sí, tú le dabas por culo al caniche!
El centauriano, visiblemente molesto, frunció el ceño y le amenazó con el dedo índice de la mano izquierda. Pero el Gordo no paraba de reírse. Pensé que el hombrecillo se pondría a gritar de un momento a otro y su voz chirriante desataría todavía más hilaridad en el grandullón. Pero no gritó —ojalá lo hubiese hecho—, sin previo aviso, un rayo color fucsia brotó de su dedo. El haz luminoso impactó en el Gordo convirtiéndose en un aura que lo envolvió por completo durante un instante, luego desapareció con una seca implosión, cuando el aire ocupó el hueco que había dejado el cuerpo desintegrado.
Cual pistolero del lejano oeste, el alienígena —acababa de convencerme de que, en efecto, lo era—, le sopló a la punta del dedo. A pesar del dramatismo de la escena un pensamiento idiota acudió a mi mente: que si el hombrecillo se hurgaba la nariz con su dedo-desintegrador, podría volatilizarse la cabeza por accidente. Me entraron ganas de reír, pero me mordí la lengua para no provocar su ira y que me hiciese desaparecer a mí también.
—¡No me gustan los repugnantes y pervertidos zoofílicos! —afirmó contundente. Se volvió hacia mí, todavía enarbolando su mortífero apéndice—. ¡Jamás se me ocurriría abusar sexualmente de Mariano, mi adorable pulpo arturiano!
—A mi tampoco —le dije más inexpresivo que Steven Segal y Jean Claude Van Damme juntos—, son repugnantes, sí... esto... nauseabundos... repulsivos... inmundos... asquerosos… —iba a continuar con la retahíla de adjetivos, para dejar clara mi aversión hacia mis mejores clientes, pero me interrumpió con un gesto.
—¡Silencio! Me estás haciendo perder un tiempo muy valioso. Buscaré otro terrícola que me lleve ante los líderes del planeta —afirmó, convencido al fin de mi incapacidad para satisfacer su demanda.
Y el destino —esa fuerza desconocida que, según algunos, obra de forma irresistible tanto sobre los dioses, los hombres y los sucesos, y que encadena los acontecimientos con escabrosa perversidad—, hizo un nuevo movimiento.
Maruja, otra clienta, entró tambaleándose con los ojos entornados y la boca semiabierta. Llevaba el pelo grasiento y enmarañado. Vestía un ajado chándal de color rosa y calzaba unas chanclas que, al igual que su propietaria, era evidente que habían conocido mejores tiempos. Arrastrando los pies como una sonámbula pasó ante el alienígena y fue hasta el refrigerador de las bebidas. Al tercer intento consiguió agarrar el asidero y abrió la puerta. Cogió una botella de refresco de cola y, siempre con su andar vacilante, vino hacia el mostrador.
Mientras tanto el extraterrestre la examinaba con su ordenador, tricorder o lo que fuese aquel condenado aparato.
—Especie: humana. Mamífero. Hembra. Edad: treinta años terrestres… —murmuraba.
—Hola, ¿me cobras esto? —dijo la mujer con voz cansina y dejó unas monedas sobre el mostrador.
Le di el cambio, ella lo tomó y se volvió para marcharse, pero el hombrecillo se plantó ante ella.
—¡Humana, llévame ante tu líder! —le soltó a bocajarro.
La mujer, abriendo apenas los párpados hizo un esfuerzo para mirarlo, y contestó con un poco lúcido:
—¿Eh?
—¡Llévame ante tu líder! —insistió—. ¡Inmediatamente!
—¿Tú tienes un perro? —respondió Maruja—. Yo tengo uno que se llama Bobby. ¡Es más bonito! —una sonrisa bobalicona y mellada afloró en su rostro marchito.
—¿Perro? ¿Otra zoofílica? —dijo el extraterrestre desenfundando el dedo.
—¡No, quieto, por favor! —me atreví a decir, asustado por lo que podría hacernos el alienígena—. Es una yonki, una drogadicta. ¿No ves que está drogada? No sabe lo que dice. Por favor, no la desintegres.
—Mi Bobby me quiere mucho —seguía diciendo la mujer, ajena a nuestra discusión—. Es el único que me quiere. Y no me pega como hace el Manolo cuando quiere follar —la expresión alelada de su rostro se ensombreció.
El centauriano frunció el ceño y se hizo a un lado. La yonki, abrazada a la botella de refresco, salió a la noche con andar inseguro.
—¿Drogada? —preguntó mientras la observaba alejarse por la calle.
—Exacto. Eso quiere decir que toma drogas —expliqué, pero él parecía no comprender—, sustancias estimulantes, narcóticas o alucinógenas.
—¿Y para qué las toma? ¿Está enferma acaso?
—No, se supone que la gente las consume para sentirse mejor. Lo malo es que a la larga las drogas destruyen el cerebro y otros órganos. Además, los adictos casi siempre terminan muriendo de sobredosis.
—Es un comportamiento absurdo. ¿Todos los humanos se envenenan de igual forma? —preguntó.
Hacía rato que no tenía dudas sobre la identidad del hombrecillo, aunque no sabía cuales eran sus intenciones, además de invadir la Tierra, así que vi una manera de confundirlo y tal vez salir airoso del trance.
—Pues de alguna forma sí, casi todos, ya que el que no consume drogas, toma bebidas alcohólicas o fuma tabaco. También somos adictos a muchas otras cosas: fútbol, televisión, bingo, videojuegos, libros, o pornografía —hice un gesto hacia el lugar donde había desaparecido el Gordo—, como él.
—Extrañas criaturas —afirmó pensativo.
—Sí, en general somos bastante raros —aseveré—. ¿De verdad es usted un extraterrestre?
Él ignoró mi pregunta, parecía estar reflexionando. Tomó algunas notas en su tricorder, murmurando en una jerigonza que no comprendí.
—¿Entonces… vienen a invadirnos de verdad? —le pregunté. Mientras tanto él parecía estar examinando el entorno con el misterioso instrumento.
—Sois unos seres patéticos, nacidos de despojos de ADN rancio —dijo al fin con susurro apenas audible—. No tenéis una sociedad bien organizada, corrompéis vuestros cuerpos y mentes consumiendo sustancias deletéreas, y practicáis actos contra natura.
Hizo un alto para tomar aire. Torció el gesto, como si percibiese algún olor nauseabundo, y consultó de nuevo el aparato.
—Vuestra atmósfera está envenenada —afirmó abatido.
Yo me encogí de hombros. Qué podía decir, ¿acaso tengo yo la culpa de que nadie cumpla el Protocolo de Kioto?
—Vivís en el caos y el desorden —continuó—. Ignoro cómo habéis conseguido alcanzar el nivel tecnológico para construir algo más que un hacha de piedra. Supongo que tampoco lo sabrás.
Ya estaba muy cansado y sin pensar demasiado, de forma instintiva le solté:
—Sí, claro, debe ser por el “pensado y hecho”.
Me miró sin comprender.
—Sí hombre, es la capacidad que tenemos los humanos para improvisar, para hacer cualquier cosa sin planificar nada.
Su expresión pasó de la perplejidad al horror.
—Le aseguro que funciona de puta madre —añadí fingiendo despreocupación.
—¡Este planeta está habitado por orates! ¡Sois unas criaturas caóticas de mentes ofuscadas! ¡Vivís, si a eso se le puede llamar vida, en un laberinto de promiscuidad, una vorágine de incoherencia, una… una…! —gritó fuera de si, a punto de padecer un síncope.
—Pero no se ponga así, hombre… digo marciano —intenté calmarlo.
—Voy a denunciar este caso al Gran Consejo Burocrático, ¡el incompetente que redactó el primer informe sobre este planeta lo va a pagar muy caro! —proclamó muy cabreado—. ¡Esto es una enorme chapuza! ¡Así no hay quien trabaje!
—Pero entonces, ¿nos va a invadir o no? —insistí para saber a qué atenerme.
—¡Yo me voy, qué os invada otro! —abrió la puerta y salió dejándola abierta.
Se paró unos instantes en la acera, indeciso. Respiró profundamente varias veces, como calmando los nervios. Miró a ambos lados y luego elevó la vista hacia las estrellas. Levantó el tricorder y pulsó una tecla con su dedo-desintegrador. La pantalla se iluminó. Desde mi sitio detrás del mostrador vi aparecer un rostro, una versión femenina del centauriano.
—¡Transporte para uno! —le dijo el extraterrestre a la imagen.
Y una voz todavía más chirriante y desagradable que la suya, pero muy sexy, respondió:
—¡Oye guapo, ya que estás en un videoclub, pregunta si tienen la última película de Pedro Almodóvar, se titula Volver!
El alienígena comenzó a temblar y le gritó a la pantalla con todas sus fuerzas:
—¡No! ¡No quiero volver! ¡Nunca jamás volveré! ¡Sácame de este maldito planeta de una puñetera vez!
—Bueno, bueno, no te pongas así, caramba —dijo la voz—. ¡Qué mal genio, oye!
Un brillante destello de color verde me cegó un instante y, cuando recuperé la visión, el hombrecillo había desaparecido.
Desde aquella noche he pensado mucho en lo que sucedió y creo que esta vez la fortuna estuvo de nuestro lado. Quizás la próxima no tengamos tanta suerte. Es por eso que intento alertar a científicos, políticos, militares y porteros de discoteca del peligro que nos acecha desde el espacio. Pero hasta ahora sólo me han creído los dependientes de videoclub y los funcionarios de Tráfico. No somos muchos, pero sí los más preparados para hacer frente a la amenaza espacial. Hemos creado una agencia secreta. Si tú, que está leyendo esto, quieres formar parte de la élite de las fuerzas de defensa de la Tierra, acércate al videoclub más cercano a tu casa y alístate. ¡La Tierra te necesita!

José Vicente Ortuño nació en Manises (Valencia) en 1958. Sus cuentos cultivan tanto el humor como el dilema ético, el terror, el absurdo y la especulación histórica.