Ellos atraviesan las paredes

Ilustró Saurio

Ellos atraviesan las paredes
Bonnie Jo Stufflebeam

El papá de Claire ya no la reconoce. Ella siempre fue su hija, pero cuando se sientan a cenar él arroja el cuenco de chile en el piso. El cuenco es de plástico: después de las cuatro primeras veces ella aprendió la lección, pero de todos modos se rompe cuando choca contra las baldosas. Los porotos se desparraman formando un charco bajo los pies de su padre.

—No voy a comer tu veneno— dice.

—No es veneno, papá. Mirá— ella come una cucharada de su propio cuenco —¿No tenés hambre?

—No lo suficiente.

Papá se cruza de brazos, examina el resto de la mesa. Es una mesa larga con doce sillas, y frente a cada una de ellas hay cubiertos. Los fantasmas van a llegar pronto y cuando lo hagan (espera Claire) su padre va a comer. Él siempre come cuando los fantasmas están presentes.

En la cocina el tubo fluorescente titila. Desde el comedor Claire registra el titilar como un destello en el rabillo de su ojo, algo menor, pero suficiente como para volverte loca noche tras noche. Necesita reparar el tubo. Hay poco tiempo para las tareas de mantenimiento del hogar. Demasiadas otras cosas que hacer: cocinar, limpiar y tratar de convencer a papá de que tome las pastillas, cosa que él hace sólo la mitad de las veces.

Claire va a la cocina y sirve los cuencos para los fantasmas. Entre el ajedrezado de las baldosas abajo y la luz titilante arriba se siente que están en uno de esos videojuegos con la advertencia de que pueden causar convulsiones. Se apura, lleva un cuenco para cada lugar y los pone arriba de los individuales. Llena los vasos de agua con vino y las copas de vino con agua. Saca la canasta del pan del horno, la cubre con una servilleta y la pone en el medio de la mesa. Los fantasmas no van a comerse el pan, pero van a devorar la manteca, dejando manchas grasosas por todo el blanco mantel de su madre. Claire pone otro cuenco con chile frente a Papá. Él no lo toca.

Los fantasmas atraviesan las paredes, traspasando el revoque y las rosadas almohadillas del aislante del modo en el que Claire imagina en que lo hacen los espíritus. Se ven como siluetas de personas que tal vez Claire haya conocido antes, los contornos de sus cuerpos son vagamente familiares. Todos se sientan en los lugares asignados en la mesa. Mientras retiran las sillas, la madera raspa la madera. Ya hay marcas en el piso en donde hacen esto noche tras noche. Claire va a tener que hacer el piso de nuevo si es que quiere vender la casa luego de que Papá se vaya. Y las luces. Por supuesto que tiene que arreglar esas luces.

Los fantasmas comen con las bocas abiertas y una luz gris sale de atrás de sus dientes, sorprendentemente blancos en sus caras de sombras. Si Claire se animase a tocar esa luz se imagina que la quemaría. Ella nunca toca a los fantasmas.

Hablan con voces profundas, temblorosas, como la de hombres viejos, y hablan a menudo. Todas las noches las mismas conversaciones.

—Yo apenas tenía doce y este hombre vino a traernos la leche. Tenía un mechón negro en su cabello rubio y yo le pregunté qué le pasaba a su pelo. Me miró maliciosamente, siempre me miraba maliciosamente. Siempre creí que era el diablo— dice uno.

—¿Y era el diablo?— pregunta otro.

—Por supuesto que no. ¿Estás loco vos?

A Claire le es difícil ubicar de qué bocas salen las voces, ya que hablan incluso cuando las tienen llenas de comida. El chile les chorrea hasta los mentones. Afuera los perros le ladran a la puerta. A los fantasmas no le gustan los perros y no lo ocultan.

—¿Qué son esos condenados ruidos?— pregunta Papá —. ¿No puede uno cenar en paz?

Claire llena otro cuenco y lo pone afuera para sus perros. Eran de su novia, antes de que ella los abandonara y dejara todas sus cosas excepto sus libros, además de una breve nota, otra reliquia. A Papá le gustaba la novia de Claire más de lo que le gustaba Claire, solía llamarla Madeline, aunque su nombre era Anne. A él le gustaba, decía, porque era graciosa. Claire nunca había sido graciosa y sospecha que su padre ve tanto de él en ella que se confunde. Anne era una pizarra en blanco. Demasiado en blanco, resultó, ya que absorbía demasiado. No podía soportar ver a alguien como Papá irse de ese modo, y Claire nunca pensó realmente que tuviera que hacerlo.

Ahora Claire vive con su padre y cada noche cenan con fantasmas. Claire nunca los invitó. De hecho, no estaba muy segura de por qué estaban ahí. Quiere que se vayan. Cocinar para tantos es muy costoso. Ya es bastante duro cuando la mitad de lo que su padre come termina en el piso.

La verdad es que los fantasmas lo confortan a él. Cuando están ahí él parece menos confundido, menos enojado. Se come su cena hasta el último bocado. Se ríe y cuenta historias. Hace que el resto del día parezca que sólo fue una pesadilla. Claire quiere que se vayan, pero también quiere que se lleven a su padre con ellos.

Es un pensamiento horrible pero cada vez tiene más de ellos últimamente.

#

La primera vez que vinieron a cenar los fantasmas eran menos. Fue hace cuatro meses, justo antes de que Anne se fuera. Aquella noche la heladera estaba casi vacía y Claire demasiado cansada después de cumplido su turno en el cementerio – se ocupaba del mantenimiento del suelo allí, en ese paraíso silencioso – como para ir al mercado. Cocinó lo que pudo. Rollitos primavera con vermicelli y salsa de maní, spaghetti con salsa Alfredo de lata, rollos de cebolla pasados dos días de la fecha de vencimiento. Cocinó un montón de comida sin pensar; una vez que le agarró la mano no quería dejar de hacerlo. Cuando terminase tendría que servirla. Tendría que explicarle de nuevo a Papá que ahora esta era su casa, que esto era la cena. Cocinó demasiado. Así que los fantasmas vinieron a comer.

Vio al primero cuando entraba al comedor con el plato de Papá en su mano. Era sólo una forma vaga en ese entonces, una cabeza y un cuerpo amorfos hechos de una bruma negra como el humo del escape de un auto. Pero los codos que parecían estar apoyados sobre la mesa eran de una consistencia más espesa, casi sólidos. Claire podía distinguir un zumbido indefinido, como el de la estática de un televisor encendido. Luego se dio cuenta de que había más fantasmas, tres asientos estaban ocupados, y su padre parecía estar escuchando algo que ellos decían y que sólo él podía escuchar. Ella hizo lo que le salió: les trajo platos.

Luego de un par de noches sus cuerpos comenzaron a volverse tan sólidos como sus codos y Claire podía oír sus palabras como susurros. Ininteligibles pero llenas de inflexiones y significados ocultos, ella estaba segura de eso. Se esforzó en entenderlas. De tanto en tanto podía distinguir una palabra: casa, tercero, recordá. Papá, eso parecía, podía oírlos, como si fueran parte de él. Incluso cuando Claire no oía nada él respondía y los fantasmas inclinaban sus cabezas y movían los agujeros que Claire empezó a identificar como sus bocas.

Eran invitados descorteses. Hacían ruido al tomar la sopa. Trozos de comida volaban desde sus tenedores hasta el otro lado de la mesa. Claire limpiaba más tarde, cuando se iban. Los fantasmas salían también por las paredes, pero nunca atravesaban la cocina.

—Son las luces— dijo Papá —. Tenés que arreglar las malditas luces.

#

Anne siempre había arreglado las cosas rotas. Cuando las luces del cuarto de Papá se quemaron, Anne trajo la escalera desde el garaje y cambió las bombitas. Al auto de Claire le cambió el aceite, compró una nueva manguera para el lavarropas. Sabía cómo hacer esas cosas. A Claire nunca le enseñaron y ella nunca estuvo motivada para aprender por su cuenta.

—No puedo— dijo Anne la noche antes de irse —. Si nosotras no podemos arreglarlo, ¿quién va a hacerlo?

Estaban juntas en la cama, sus ropas hechas un bulto a sus pies, las frazadas caídas en el piso. Sus respiraciones se habían estabilizado y cuando lo hicieron se encontraron con un aire rancio en el cuarto. Había estado allí, innominado, por semanas. Era de esperar que Anne lo mencionara.

—Sé lo que vas a decir cuando me vaya. Que no pude manejar toda la situación con tu papá y esas cosas. Pero no es así, Claire, y creo que vos lo sabés.

—Cierto— Claire dijo, apartándose —Por supuesto que lo sé.

—Si no me hablás, si no lo intentás… ¿Cómo puedo ayudarte si no me hablás del tema?

Anne intentó tocarla, pero ella la rechazó. La cosa era así, sin importar qué. Claire quería hablar con desesperación pero se lo tragaba. Tiene que esperar, para después, para mucho después, hasta que “después” se convirtió en meses y las palabras que se tragó se endurecieron como plomo en su vientre. No había manera de sacarlas nuevamente a la luz. Si hablaba sobre su papá la pesadilla se haría realidad.

A la mañana Anne empacó las pocas cosas que guardaba aquí y se fue mientras que Claire simulaba dormir. Ni bien escuchó el clic de la puerta del frente abrazó sus rodillas y dejó que las paredes la arrullaran.

La furia vino después, aunque fue breve y pronto la reemplazó la conformidad de quien se encarga del cuidado de otra persona, tomando las cosas que pasan como vienen. Tragándoselas. Manteniéndolas adentro con soda y galletitas de agua, como hacen los enfermos.

#

Cuando Papá conoció a Anne por primera vez estaba muy furioso.

—¿Quién carajo es esta?— preguntó —¿Qué carajo quiere?

—Ella es Anne, Papá. Es mi novia— dijo Claire.

Anne le estrechó la mano, que estaba floja. Él siempre había opinado que las mujeres no deberían estrechar las manos.

—Parece un hombre— dijo Papá.

Anne no parecía un hombre. Tenía el cabello corto y eso era todo, cortado hasta las orejas, negro. Su piel era oscura, sus ojos marrones. Usaba pantalones negros y una blusa púrpura abotonada con cuello, un saco gris claro. Claire siempre pensó que parecía como salida de una pintura desteñida con la edad. Y le calzaba, porque Anne era una artista de la era digital. Diseñaba sitios web. Pero nunca dijo tener buen ojo para las combinaciones cromáticas agradables. Simplemente se veía a sí misma como una empresaria.

—Estoy muy encantada en conocerlo, Sr. Pierce— Anne retiró su mano sin dejar de mirar a Papá. Él no tuvo más remedio que sonreír.

—¿Está aquí para traerme mi almuerzo, señorita Madeline?— preguntó —Quiero un sándwich de atún con pan de centeno.

En la cocina Claire le pidió disculpas. Su padre no siempre era odioso, dijo, era la enfermedad. Trajo a la luz algo que Claire nunca había visto antes, que sólo había oído como un rumor de parte de su madre, de cómo era el temperamento de su papá antes de que ella naciera. Un temperamento que repentinamente se evaporó cuando se convirtió en padre. La madre de Claire, antes de morir, siempre hablaba de que la transformación de su padre parecía obra de Dios. Claire no creía en Dios. Anne sí. Esa era otra razón por la que Papá terminó queriéndola.

Lo que él no le dijo a Claire acerca de Anne fue que ella le recordaba a su esposa, muerta hace tres años. Ella tenía la misma risa, la misma forma de moverse por el cuarto como si siempre hubiera estado allí. Él se dio cuenta ni bien la conoció pero, a medida que pasó el tiempo, perdió la oportunidad de decirlo. Perdió su memoria de la misma manera en la que perdió a su mujer.

Cuando ella se fue, su esposa, la madre de Claire, Papá no lloró. Más bien sintió una extraña opresión en el pecho, una tensión que evitó que abrazara a Claire. Se quedó en su silla, mirando por la ventana, con un libro en la mano para poder decir que estaba ocupado si alguien trataba de hablarle. Los visitantes venían en tropel, dejaban guisos en la mesada de la cocina, si es que Claire estaba allí para dejarlos pasar. Si no, dejaban las cazuelas humeantes en los escalones delanteros para que Claire las entrara la próxima vez que viniera de visita. Esto era cuando la casa todavía era de su padre. Ahora de ninguna manera le pertenecía. Él no reconocía los cuadros colgados de las paredes, no podía poner la bolsita a rayas en el baño o la toalla celeste en el toallero. La comida en la heladera era extranjera, exótica. Todo lo que él quería era una canasta de pollo frito pero la mujer que estaba en su casa – tan familiar, parecía tan familiar – se negaba.

—Es malo para tu salud— decía ella —Vamos, Papá, comé esto.

Ella lo llamaba así, y probablemente esa era la relación que tenían, pero no era su hija. No podía reconocerla pero sabía que esta mujer, mucho más vieja que los fragmentos de Claire que él podía recordar, no le pertenecía.

Esto iba y venía. Hasta que un día fue y nunca más volvió.

#

Una noche uno de los fantasmas se disculpa.

—Perdón. Tendría que haber estado ahí cuando me necesitaste. Te fallé.

Claire había servido un nuevo tipo de sopa, de cebolla francesa, con la esperanza de que a Papá le gustase más que el chile. No mira al fantasma que está sentado en la otra punta de la mesa y es fácil de ignorar. Pero sus palabras la confunden. A veces ellos hacen eso, la confunden. Hablan como su papá. Transmiten partes suyas que él parece haber perdido.

La primera vez que se dio cuenta de que conocían tanto lo que había dentro de la mente de su padre deseó que se lo devolvieran. Ya desistió de tener esperanzas como esa. Ahora el único deseo que tiene es el que teme y se avergüenza de admitir. Llévenselo, llévenselo, por favor. Llévenselo con ustedes.

—Debería haberte dicho que todo iba a salir bien. Todas esas palabras que probablemente necesitabas oír, no te las dije— dice el fantasma.

Claire mira a Papá. Su expresión está vacía mientras se mete la sopa de cebolla francesa en su boca. No la mira, aunque ella ve que la ve con el rabillo del ojo.

—Debería haberte hecho saber que aún te amaba, aún cuando te le parecías tanto. Me recordabas a ella.

Finalmente Claire se levanta de la mesa y sin decir palabra va a su cuarto. Necesita un momento para respirar. Hubiera sido una disculpa bienvenida si hubiera salido de boca de su padre. Nunca hubiera querido escuchar algo tan personal viniendo del fantasma de una memoria. Las palabras se arrastran por su piel. Tiene escalofríos. Al borde de su cama trata de no temblar pero necesita agarrarse de la mesita de luz para estabilizar sus manos.

Ahí, en la mesita, está uno de los libros que Claire nunca va a poder leer nuevamente. Anne solía leérselo antes de ir a dormir. Es un libro acerca de la historia de las películas, pero bien podía haber sido un libro de canciones de cuna debido a cómo la voz de Anne suavizaba las palabras. Claire no puede mirarlo. Debería deshacerse de él pero no soporta tocarlo. En el reproductor de DVD hay una película que Claire no se atreve a sacar.

Sola en su cuarto, Claire puede oír las voces desde el comedor tan claras como si estuvieran con ella. Tal vez entren por la ventilación pero duda que ese sea el caso. Se tira atravesada en la cama y desabotona su camisa, se sacude para sacarse los jeans. El algodón de as sábanas contra su piel es relajante, el aire que el ventilador sopla sobre ella, aunque nunca serán tan relajantes como las manos de Anne, o las de su madre.

Eventualmente Claire va a tener que levantarse de la cama. Tendrá que volver al comedor y limpiar el desastre. Por ahora va a dejar que el cuarto se ocupe de él. Va a dejar que los fantasmas lo conforten. Cierra sus ojos y piensa en su madre, el modo en que ella tiraba para atrás sus cabellos para sacarlos de su cara. Sus dientes blanquísimos, la sonrisa poco frecuente, aunque cuando estaban solas Claire y ella era más frecuente.

Anne se parecía bastante a su madre, pero su sonrisa era para todos. Eso era lo que más le gustaba a Claire.

Claire gira y queda boca abajo contra las almohadas. Tienen olor a ropa limpia y Claire siente que recobra su aliento. Nunca más van a tener el olor a Anne. Lo quitó con los lavados. Es un paso que no creyó haber tomado y la presión en su pecho le dice que es un paso para el cual no estaba preparada. ¿Cómo puede haber hecho eso sin darse cuenta? Se acurruca contra las almohadas y se fuerza a llorar, por Anne, por su madre, por su papá, por todos los que conoce.

#

Cosas que Claire no puede tocar por temor a perderlas:

  1. El CD que le grabó a Anne pero que nunca se lo dio.

  2. Los libros, la mayoría en el estante de abajo, todos regalos.

  3. El viejo espejo de plata y el viejo cepillo de su madre.

  4. Las fundas de almohadas que nunca más va a lavar.

  5. Las recetas guardadas en una caja, escritas con la letra de su madre, una con la letra de Anne. Las instrucciones garrapateadas de su padre con las instrucciones para una “sopa secreta de tortilla”. Toda comida que nunca más pudo comer.

  6. El par sucio de ropa interior que Anne se olvidó debajo de la cama.

  7. Las vendas que Anne compró para cubrir la quemadura que Claire se hizo en la mano al cocinar.

  8. Las chucherías navideñas de su padre, sin sacar desde diciembre. Ahora es junio.

  9. El álbum de fotos de su padre, lleno de espacios en blanco.

  10. La mano de su padre.

#

Papá nunca fue muy bueno con las disculpas y con los sentimientos. Ninguno de los dos lo eran.

Aquí está Claire, en el pasado: una carta abierta en su mano. Va a la cocina, donde su madre está parada cocinando. El olor del pollo friéndose, el grasoso aroma del aceite caliente, le llega a Claire cuando pasa el umbral. Se detiene solo por un momento antes de agitar la carta en el aire.

—¡Me aceptaron!— grita.

Su madre gira, sonríe, vuelve a girar hacia la cocina —Eso es genial, querida.

Se queda sin aire, como si su excitación fuese un globo pinchado de repente. Claire permanece allí, con la carta en la mano, insegura. Arroja la carta sobre la mesa.

A pesar de su emoción inicial, luego de un semestre Claire abandona los estudios.

En reemplazo, se mete en la mayor cantidad de changas que puede hasta que termina en el puesto en el cementerio. Hacen ya quince años que Claire está allí. Sin una casa que pueda decir que es de ella, el predio del cementerio se convirtió en el lugar en el que más le gusta estar. Allí puede arreglar cosas. Cuando el pasto está muy largo, lo corta. Cuando las flores mueren, las reemplaza. Cuando encuentra a alguien llorando no se siente obligada de ninguna manera a consolarlo. Su lugar está en el fondo de sus vidas, seguro.

Ser el centro de la vida de Anne la ponía incómoda. Siempre se sentía en ascuas, sus piernas estaban rígidas, su espalda contracturada. Anne trataba de hacerle masajes para sacarle los nudos pero no servía de nada, porque cuando las manos de Anne abandonaban su piel los nudos volvían. No sabía cómo explicar esto, cómo decirle a Anne que no era su culpa.

Claire no recuerda haber visto jamás a sus padres besarse. No puede recordarse a ella besando a Anne. Ahora, en su cuarto, no recuerda los labios de Anne.

#

A Claire no la sorprendió cuando el doctor la llamó y le dijo que iba a tener que poner a alguien que cuidase a su padre. Él estaba olvidándose de cosas; había empezado cuando su madre había enfermado y se empeoró después del funeral. Cositas. Cuando Claire llamaba él le contaba siempre la misma historia durante treinta minutos. Se olvidaba dónde puso su billetera. Claire se convirtió en la custodia de las tarjetas de crédito de su padre ya que él no podía llevar control de los pagos. Él escribía mal los cheques.

Y luego se olvidó dónde estaba. Preguntaba por su madre, muerta hace muchísimo. Las primeras personas de las que se olvidó eran insignificantes: actores, políticos, primos que nunca visitaba. Luego fueron el cartero, su sobrino. Finalmente fue Claire, como los doctores le habían advertido.

—¿Dónde está mi nenita?— preguntaba y ella le explicaba. Y le explicaba otra vez. Al principio era temporal; eventualmente recordaba —Claire— decía, apretando la mano de ella —Volviste. Me encanta cuando venís de visita.

—Por supuesto, Papá— Claire decía —No te preocupes, no voy a dejar de visitarte.

El recuerdo de la madre de ella, por el contrario, le costó más perderlo. Aunque también iba y venía, parecía que la tenía presente más a menudo. La recordaba, pero era su ausencia lo que no podía explicarse. Preguntaba todo el tiempo por ella, en aquel entonces, antes de que todo se fuera.

Estos días él no le pregunta nada a ella. Claire envidia su ignorancia.

Claire no se mudó inmediatamente. Al principio contrató personas que se quedaran con él las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Luego el dinero se agotó, los ahorros se secaron, las tarjetas se excedieron. El Seguro Social y Medicaid sólo pagaban la mitad del cuidado y Claire no ganaba lo suficiente para pagar el resto. Así que dejó de alquilar su departamento y se mudó a lo de su padre.

Anne llegó después, cuando Claire hizo una venta de jardín. Se deshizo de las cosas viejas de Papá, antigüedades que él había dejado deteriorarse en el garaje, una bicicleta a la que le faltaba una rueda, las ropas que él ya no usaba – en aquel momento la mayor parte del tiempo se ponía su bata azul favorita y pijamas a cuadros. Anne no estaba realmente interesada en la mercadería, pero compró la bicicleta para hablar con Claire. Arreglaron que ella iba a pasar a buscarla más tarde, cuando no estuvieran yendo al negocio. Vivía en el vecindario, explicó. Claire pensó que Anne hablaba demasiado. Era una característica que iba a terminar amando.

Ahora ella extraña la voz. El silencio llena el aire vacío. Excepto cuando los fantasmas vienen y se lo llevan, y no hay consuelo con lo que dicen, porque se lo robaron a Papá.

#

Las historias que los fantasmas cuentas le son familiares a Claire. Cada noche en la cena se siente nostálgica con cada bocado de chile, y no es la comida, aunque eso también viene de un recuerdo, de un recuerdo seguro, de un recuerdo de los años del limbo, con una olla de cocina y tres latas de porotos. A ella le gusta la nostalgia de las papilas gustativas. Lo que cae de las bocas de los fantasmas, eso le gusta menos.

Papá le contó algunas de las historias que los fantasmas adoptaron, y su madre le contó otras. El resto son nuevas para ella, pero le suenan con la voz de su padre, esa lenta forma de contar historias en la que cada personaje es sospechoso y probablemente loco. Ella odia oír las palabras de su padre en tantas bocas grises. Odia no ser capaz de mirarlo cuando ella responde. Él encuentra entretenidos a los fantasmas; las historias son nuevas para él.

La tarde de la disculpa, cuando Claire regresa al comedor, encuentra a su padre aún allí, sin sus invitados.

—Es tiempo de partir— dice él.

—Okay— dice Claire. Avanza para ayudarlo, rodea el brazo de él con su brazo —Ahora vamos a la cama, Papá.

—No— él liberó de un tirón su brazo. Ella cree saber lo que viene a continuación, que él va a hacer un berrinche, que le va a decir que lo deje solo, que le va a decir que lo lleve a donde pertenece.

Pero no lo hace. En su lugar mira a la pared, al punto por donde los fantasmas se van. Claire también mira para ahí. Uno de los fantasmas está aún de este lado de la pared, extendiendo un brazo gris —Es tiempo de partir.

Su papá le da una palmada a la mesa —Ya vuelvo— dice. Inmediatamente Claire sabe que esto es mentira. No puede explicar ahora cómo lo sabe pero ahí está, el conocimiento. Su padre se va a ir y no va a volver.

Lleva a su padre de la mano. La sombra lo consume, su brazo, su hombro. Tira su cuerpo hacia adelante y juntos, él y el fantasma, atraviesan la pared. A través del revoque Claire puede escuchar la voz de su padre. —Esas malditas luces. Espero que ella se acuerde.

Una vez que se fue, Claire no se puede mover. Se queda mirando el punto donde estaba él. Fue repentino, piensa, mucho más de lo que había imaginado. No está muy segura, tiene que considerar lo que pasó, si es que tiene tiempo de reponerse de esto. Si ella es capaz de pasar todo esto sin nadie al que pueda considerar “de ella”. Cruza sus brazos sobre su pecho. El cuarto está frio. Afuera los perros aúllan y ella los deja entrar. Hay una especie de consuelo vago en su pelaje. Lamen el olor a cebolla de su mano y ella los deja.

Una vez que se calmaron, va a la cocina, pone la sopa en un recipiente plástico, pone al recipiente en la heladera. Enjuaga los platos y carga el lavavajillas. Se para sobre la mesada y trata de sacar la tapa del aplique de luz. El costado se rompe en sus manos y un pedazo de vidrio se parte en el piso ajedrezado. Como un peón, piensa, demasiado chico para ser significativo. De regreso al piso ella mueve el vidrio de casilla en casilla. Las astillas se clavan en las palmas de sus manos. Un casillero a la vez lleva el vidrio hasta el borde de la cocina, luego más allá, hasta el comedor. Piensa que sería buena idea levantarlo, tirarlo, pero no lo hace. Cruza sus piernas en donde está y espera ver si la luz deja de titilar, si su padre finalmente va a regresar.

#

En cuanto a Anne, hay un teléfono y un número. Claire todavía lo recuerda, después de todo.

—La prioridad numero uno— dice Anne ni bien Claire la deja entrar —es esa luz.

Claire ya ha tirado a la basura el vidrio del piso. Ya cocinó unas enchiladas de tomatillo como cena para ambas. Puso la mesa para dos.

—Okay— responde Claire.

Realmente, eso era lo único que se necesitaba decir.


Bonnie Jo Stufflebeam vive en Fort Worth, Texas, EE.UU. donde coordina el Art & Words Collaborative Show. Cuentos y poemas suyos aparecieron en diferentes revistas y antologías como The Toast, Clarkesworld, Lightspeed, SmokeLong Quarterly, Hobart y Goblin Fruit. Para más información, visiten su sitio personal.