Ilustró Saurio
Por fin el ansiado fin de semana largo había llegado. Jubilosos y eufóricos, mi señora y yo habíamos planificado lo siguiente:
Yo iba a comenzar dos cuentos, redactar un poema y acometer el proemio de mi futuro ensayo “Me sale solo: una estética de la corrección”. Presa de entusiasmo, pensaba también ordenar y clasificar alfabéticamente -por temas, autores, épocas y periodos históricos- todos los libros de la biblioteca. Pensaba asimismo cambiar las tres lamparitas quemadas del palier, arreglar la puerta descabalada del lavadero y enderezar la falleba de la alacena. “Si me queda tiempo”, pensé, “voy a leer los libros apartados que están en la repisita”. Libros que, por tratarse de amigos, eran de perentoria lectura y rápida opinión. Sobre todo, Desesperario, Des - velado sueño y Tino y des – tino. Colegí que, dada su extensión, el ensayo ¿Utopía del fin o fin de la utopía? no alcanzaría a leerlo.
Por su parte, mi señora se había impuesto retomar la escritura de su opúsculo “El uso de la diéresis en Quevedo”, guardar la ropa de invierno en lo alto del placard, encarpetar cronológicamente sus apuntes de latín de la época de la facultad, y acomodar en la baulera, en cajas de cartón prolijamente precintadas, la colección completa de la revista Chabela que le había regalado su madre.
El sábado a la mañana fuimos al supermercado e hicimos abundante copio de alimentos no perecederos. Después yo fui a comprar las lamparitas. Cuando volví, mi señora tenía lista la comida. Fue un almuerzo productivo. Hablamos del ocio y del uso que los griegos hacían del ocio, pero la ingesta desmedida de los productos no perecederos y, por qué no decirlo, las profusas libaciones, reclamaron imperiosamente una siestita.
A las ocho de la noche, abotargados y lentos, nos levantamos. Trabajados por la culpa, yo comencé a leer desesperadamente Desesperario y mi señora, a guardar la ropa en el placard. A las ocho y media interrumpimos para cenar.
Durante la cena hablamos de las grandes religiones monoteístas, de cómo en todas ellas había un día de descanso para honra de Dios y solaz del espíritu. Concluimos que un descanso no vendría mal y prendimos el televisor.
Ahora bien, en el cuento “El sur”, Borges dice que a la realidad le gustan las simetrías. Es cierto porque ese día y todos los demás días de este largo fin de semana íbamos a ver televisión desde el alba al crepúsculo y todas las películas iban a ser iguales y todas más o menos así:
Un sicópata travestido, con una hoja de afeitar en la boca y un palo de béisbol en la mano, persigue por el ascensor de la gran tienda a una joven mujer, bella, embarazada y pertinaz, que después de comprar las agujetas para el árbol de Navidad vuelve a entrar a la gran tienda pues ha olvidado la bolsa de malvaviscos para el hijito de Daisy, su mejor amiga. Todos se han ido. La joven embarazada queda encerrada en la tienda. Perseguida por el travestido se encierra en el baño. El sicópata la va a cortar la garganta con la yilé, pero antes le va a dar un palazo. Desesperada, la joven embarazada toma el rollo de papel higiénico y, utilizando el tubo de cartón a guisa de cerbatana, le introduce una agujeta de colores, sopla y se la clava en el ojo al travestido en el momento en que entra Forrester, el teniente, quien ha sido alertado por Daisy. Mientras la joven da a luz en la tienda a los gritos de “Puja, puja” que propala el teniente, el sargento le saca la peluca al sicópata y el travestido resulta ser el fiscal de distrito.
El lunes, el largo fin de semana iba llegando a su fin. Una sensación extraña, algo oculto en el crepúsculo, me produjo cierta desazón. No quise dejarme ganar por la tristeza y entonces le dije a mi señora:
—¿Qué te parece, vieja, si prendemos el televisor?