Ilustró Saurio
Publicado originalmente en Clarín, 27 de enero de 1994
En mil novecientos sesenta, en Angel Gallardo y Vera, yo tenía un estudio fotográfico. Ostentaba el pretencioso nombre de "Foto Montmartre" y allí, con una destartalada cámara de galería de fin de siglo (el pasado), yo sacaba novias, comuniones, retratos y carnets. Pero un día, a la media mañana, vino un matrimonio con un bebé. Apenas oí el carrillón de la puerta vidriera, urgido por la necesidad de pagar el alquiler, arrojé las fotos carnet que estaba revelando dentro de la cubeta del baño interruptor y, en la oscuridad, subí corriendo las escaleras del laboratorio. "Un cliente", me dije. "Solo es esto y nada más".
En el estudio estaba el matrimonio. La mujer era impresionantemente gorda; el marido, impresionantemente flaco. El bebé era normal. "Venimos a que le saque.una foto al nene", dijo la gorda. El marido asintió. "Bien", dije yo y corrí a buscar la Leica y el flash. "¿No me lo saca con eso?", dijo la gorda señalando la vetusta cámara de galería. "No", dije yo. "El nene se mueve. El flash lo inmoviliza". Ya preparado, le dije al marido: "Ahora, señor, usted va a tomar al chico en sus brazos y le va a hacer fiestas". El marido me miró. Tenía el rostro de la desolación. "Usted le hace fiestas, lo mueve, le hace cosquillas, se ríe." Además del rostro deja desolación, el marido tenía el rostro de la melancolía. "No", dijo la mujer empezando a agitar al nene. "Él no es de esos. ¡Saque!" "Sí", dijo el marido, "yo no soy de esos".
Ahora que "los demás" se van de vacaciones, pienso que yo "no soy de esos". Pienso en millones de personas que, a la misma hora, encimados', apiñados, arremolinados, toman sol, caminan con paso cansino y, en bermudas, miran vidrieras con pulóveres, apuestan en el casino y comen mariscos. Yo no soy de esos, pero debo admitir que las vacaciones son esperadas por los demás con ansiedad y con sensualidad. Y si, como dijo alguien, la sensualidad es producto de la ausencia, de esa ausencia nace la fantasía.
Un taxista me dijo que envidiaba a su amigo el Beto, taxista como él, que iba a ir primero a Cancún y después a Mar del Plata, mientras él, cocinado de calor, con los pies como empanadas y la espalda hecha pelota, tenía que aguantarse catorce horas ahí, mientras allá, en la fresca Mar del Plata, el Beto estaría gozando del sexo explícito, en las rocas, con alguna bacana rayada, o en Cancún, donde hay palmeras y noches de plenilunio, con una diplomática nórdica que decidió tirar la chancleta y le paga todo.
Pensé en los duros oficios terrestres. Pensé que por suerte yo no soy de esos. Me quedo en casa, tranquilito, fresquito, conversando con los porteros, y me digo y me repito: "¡Qué lindo que es quedarse en enero! Tengo a Buenas Aires toda para mí. No hay gente, no hay coches, se puede estacionar".
Sin embargo, la otra noche, mientras hablaba con don Sabino, el portero de enfrente del supermercado, y comentaba cuánto lugar había ahora para estacionar, un terror unánime me invadió. Don Sabino estaba como siempre sentado a la puerta, con la silla dada vuelta, la pavita en el suelo, los pantalones arremangados, diciendo que para mejor estaba lindo. Yo agregué que "la noche era una bendición de tan fresca". En realidad, hacía un calor insoportable y de los enormes tachos de basura del supermercado de enfrente salía un olor nauseabundo. Entonces, de pronto, recordé al Beto, recordé las noches de plenilunio, recordé al flaco aquel de mil novecientos sesenta y recordé con espanto que yo no tengo coche ni tengo cochera, ni sé manejar.