A las seis

Ilustró Saurio

Reportaje a Isidoro Blaisten
Nora Domínguez

Publicado originalmente en Primer Plano, suplemento de Página 12, el 29 de enero de 1995

La voz primera de Isidoro Blaisten, la del teléfono, la del acuerdo para la entrevista, suena potente, rugosa. La segunda, la de la charla, sorpresivamente baja. El escritor, antes fotógrafo y librero fracasado, se prometió allá por el año 59 vivir en la Torre Morea de la calle Talcahuano y finalmente lo logró. También quiso, como un personaje de Edgar Alan Poe, tener un encuadernador que fuera a su casa: todos los libros que le gustan están encuadernados en tapas rojas o verdes, algunas con cuero marroquí que muestra con infantil agrado. Aunque dice haber tenido una vida atípica, agitada, tal vez lo que él ve como rareza se pueda definir en la frase "fue un hombre que cumplió sus sueños". Algunos.
Un día, de chico, dibujó con tinta roja sobre un pedazo de tela un mapa copiado de un libro que lo maravillaba. Ese fue su pacto de sangre con la literatura. Sin embargo, confiesa que nunca sé sintió escritor, que debería haber sido el idiota de la familia, pintor o poeta, pero jamás político. Las historias que inventa no lo dejan en paz, lo sacan del mundo, lo aíslan. Como un maniático orfebre esculpe sus textos sobre cuadernos de tapas de hule. La literatura lo absorbe cuando lee, cuando hace esquemas que se le van de las manos, cuando pasa a máquina y se divierte, cuando encuaderna los libros y acaricia sus tapas, cuando la vida lo sorprende construyendo para él, como un regalo, situaciones que él ya había escrito. Una magia que no deja de fascinarlo, tanto como pintar para sí, hablar de los lectores o elaborar todo tipo de teorías.

¿Cómo es el proceso de producción de un cuento?

Los cuentos pueden surgir de cualquier cosa, de algo baladí. Yo solía sacar fotos en la Plaza Francia. Iba con Orlando Barone. El hablaba con las señoras, les decía "ahí está el artista melancólico, en ese banco"; era yo, con mi vieja Leika. Las sacábamos sin compromiso de compra. Un día Barone no fue y había que entregar unas fotos, que equivalían a un mes de pensión. Estaba tan confuso y difuso que en lugar de apretar el botón del ascensor apreté el timbre del departamento de al lado, salió la mucama con cofia y ahí se me ocurrió "Victorcito el hombre oblicuo". Así nació. Además yo creo en la preexistencia del texto: es una teoría mía aunque, no es una teoría nueva. Cada escritor tiene la suya. En Carroza y reina, en el cuento de ese nombre, hablo de dos maestros fileteros. Yo conocía a dos. Un día encontré a uno y le dije "Mirá, te puse en mi cuento", y él me contó que había pintado justamente esa carroza. En "Cerrado por melancolía" yo describo un acuario, y cuando ya había cerrado la librería un amigo me cuenta que fue a buscarme y salió comprando unos pescaditos. Esas coincidencias me resultan mágicas, fascinantes.

Más allá de estos efectos insospechados o anticipaciones, ¿cómo trabaja el material a narrar?

En mi último libro, Al acecho —que ya entregué pero que sigo corrigiendo—, hablo de una planta muy especial, desmesurada, y esa planta me cambió la estructura del cuento. Hice algo que no hay que hacer: yo les digo a mis alumnos que no escriban de aquello que no saben. Trabajo por acumulación y decantación. Yo acumulo, acumulo, acumulo y voy decantando, decantando, decantando. Todos te preguntan para cuándo la novela y no para cuándo el poema; en una sociedad donde todo el mundo se desvive por adelgazar los libros tienen que ser cada vez más gordos. Mi modelo es la poesía. Borges me dijo una vez que si algo suena bien, está bien: "Así como habla la gente, así es la gente". El uso del lenguaje coloquial es tremendamente difícil. ¡Hay que tener un oído! Ahí donde te equivocás, toda la estructura del cuento se derrumba, se cae lo verosímil, la gente dice "no le creo".

¿Este material lo acumula en forma de apuntes, notas, esquemas?

Toda mi vida quise tener un estudio para trabajar. Después de hondas vicisitudes lo logré y desde ese día me fui a escribir al café, mesa 15 de día y mesa 40 de noche, porque tiene dos lámparas contra un espejo. Voy todos los días al café y escribo en unos cuadernitos de hule. Ese es material acumulado, después lo paso a máquina, aunque a veces no se usa. Eso forma parte de la teoría del iceberg de Hemingway: hay dos tercios del iceberg que deben permanecer para que el iceberg flote, lo que se ve es un tercio; esos dos tercios que no se ven son todo el material que no se ha usado. Yo no puedo escribir sobre algo que no conozco y, cuando no lo conozco, leo lo necesario. A veces para poner una mera insinuación leo, me informo. Las grandes cosas se hacen de pequeños detalles: para mí es fundamental saberlo todo, aunque al final no figure. Por eso soy tan lento; por eso, quizá, publiqué tan poco. Pero, bueno, tampoco da garantía de nada, puedo estar muchísimo tiempo con un cuento.

¿Necesita prever los cuentos en su totalidad de antemano?

Trabajo con esquemas pero después, como dicen las viejas, el cuento hace su vida, la trama se va imponiendo, personajes que eran secundarios se convierten en principales. Yo vivía perpetuamente asombrado porque tenía la clara idea de estar haciendo una cosa y salía otra. Creo que uno no es el dueño del cuento, que de alguna manera va haciendo su vida y que en un cuento hay un único y solo final posible, el natural.

¿Cómo va armando un libro? ¿Los cuentos deben responder a alguna unidad? ¿Cuándo considera que está listo?

Es muy complicado. La unidad del libro es un misterio. En Al acecho son todos cuentos con asesinos; no me lo propuse, salieron así. En ocho cuentos hay cinco con asesinos, asesinos virtuales, asesinos en potencia, los que pueden llegar a la consumación del crimen y los que no. Creo que tiene que ver con el país. Yo no entiendo nada de política, pero creo que ese lugar común es una metáfora del país. No me lo propuse. Por algo se llama Al acecho.

En Carroza y reina la unidad parece estar dada por una reflexión sobre la escritura.

Creo que es mi mejor libro. No el que más se vendió. Ahora Al acecho, como pasa siempre, con los albores del alba me parece genial y cuando llega el crepúsculo me parece una porquería. Bioy decía que la vanidad trae mala suerte. En la vida puede existir, te puede ir bien; pero en la literatura no. Esa gran señora de la magia, la literatura, apenitas le podés tocar el ruedo y basta.

¿Trabaja de noche?

No, descubrí la mañana, ahora que no tomo alcohol. Me di cuenta de que a la mañana trabajás mejor, la mente está más descansada.

Hay un grupo de textos con personajes urbanos, marginales de clase media, que se embarcan en empresas vanas o sociedades insensatas —como en "La felicidad" o "Los tarmas" o "Ultima empresa"— y construyen la posibilidad de ser felices alrededor de la práctica del rebusque.

Es totalmente autobiográfico. Casi todos los cuentos lo son. A los tarmas los conocí; "Ultima empresa" es un poco más irreal.

Si escribe únicamente sobre aquello que conoce, ¿hay que deducir que sus personajes están basados en modelos reales?

Yo creo que sí. Hay un artículo de Roland Barthes, "Proust y los nombres", donde explica cómo los personajes se van mezclando, juntando, haciendo de distintas caras. Una máscara formada por distintos rostros. Los nombres, además, tienen mucha' importancia. En este último libro están las cinco psicólogas separadas y los nombres los voy sacando de la realidad, de sus modelos. Son la realidad, no podemos escapar a lo que somos, como dice esa canción de Sandra Mihanovich, "Soy lo que soy", y como dice el tango: "Pero hay algo que te vende, yo no sé si es la mirada, la manera de sentarte...". Yo creo que en la literatura uno siempre muestra la hilacha; puede ser un hilo de oro, un hilo de plata, un cabo de hilo sisal.

¿A qué se refiere? ¿A un modo de escribir, al estilo?

En el estilo se ve al hombre. Uno puede entrever al hombre, al escritor de carne y hueso detrás del narrador, cómo es. Hemingway decía que Proust es Proust, Joyce es Joyce. Para Borges su vida fueron los libros, toda su literatura está referida a los libros, él era un libro.

¿Su vida no estuvo sumergida en libros?

No, lamentablemente no. Soy muy bruto, no tengo estudio, hubiera querido hacer la facultad. Empecé ahora a estudiar latín. ¡Cómo despotrican los estudiantes porque tienen que estudiar latín y griego, y yo daría mi vida por saber latín! Mis personajes son más reales. Como dice Piglia, cada escritor tiene su teoría literaria, yo tengo la mía.

¿En qué consiste esta teoría?

Mi ars poética consiste en que me gustaría escribir cosas que les hubieran gustado a Barthes y a los muchachos de San Juan y Boedo. Soy un pretencioso, pero quisiera eso; de ahí a que lo logre...

Usted dijo que "todos somos hijos literarios de alguien". ¿Cuáles serían para usted estos padres?

Todos somos hijos de lo que hemos leído, de todo lo que nos ha tocado el corazón, de todo lo que nos ha hecho vibrar y sentir, pero hay una selección natural. Cuando era dueño de una librería tenía todos los libros y me ponía a leer porque no entraba nadie a comprar. ¿Qué hacía que yo a Carpentier no lo leyera y sí a Joyce y a Proust? Tenía un amigo de boliche que decía "la mujer elige al hombre que la va a elegir", y yo creo que los libros eligen a aquellos lectores que los van a elegir. Esos procesos misteriosos no se pueden explicar. ¿Por qué Onetti sí y otros no, por qué Maiakovski sí y Juan Ramón Jiménez no?

Está hablando de preferencias literarias, ¿qué sucede con el diálogo con otra escritura como material, como referencia?

En mi caso hay muchos poetas, y también Borges y Roberto Arlt. Aunque Borges es intransferible, Borges no deja discípulos, todos los discípulos que puede dejar son parodias. Arlt deja malos discípulos, porque con ese famoso cuentito de que no sabía escribir... Lo que sucede es que se van haciendo leyendas y falsas dicotomías en la literatura argentina: Borges o Puig, Borges o Arlt. A mí me fascina la ambigüedad. No me gusta en los seres humanos, pero sí en la literatura. Pero para evitar la ambigüedad que nos incomoda, que nos llena de angustias, se acude a dicotomías que no son reales, son artificiosas.

¿Es decir que las clasificaciones, las etiquetas le molestan?

Mientras uno es un desconocido y está en la secta, vaya y pase; luego se pasa de la secta a la tribu y todavía va. Pero si ya tenés éxito, si vendés, ya no servís.

¿Desde qué zona cultural se valora así?

Desde alguna crítica. Esto no pasa con los lectores. ¿Por qué tengo que pensar que si alguien vendió mucho es malo? Vender o no para mí no tiene ninguna importancia, lo único que desearía es que me salieran bien los cuentitos. Pero vamos a ver qué dice el juez supremo.

¿Quién es el juez supremo?

El lector. El buen lector, así como en la Biblia está el buen pastor. Hay un cuento que se llama "Al acecho", que publiqué en La Nación que para mí tenía un final prístino y cristalino, sin embargo todos los intelectuales lo leyeron al revés. El lector común es aquel que no está viciado de intelectualismo, que puede leer con felicidad, que puede ser un lector hedonista y que lee sin miedo. Después está el otro lector, el que tiene miedo de nombrar a tal o cual escritor sin la bendición de los demás.

¿En el momento de la escritura esta idea de lector no funciona como una presión, como una sumisión muy fuerte?

El momento en que escribo es el único momento en que puedo ejercer la libertad. Si no es para pegarse un tiro. Yo pienso que por lo menos me tiene que gustar a mí, si no no le va a gustar a nadie. Ese momento es un ámbito sagrado y sacrosanto, un ámbito de libertad y una de las formas de la felicidad. Cuando escribo vivo una doble vida, estoy como fuera del mundo, no me importa nada. Nunca me sentí un escritor. Empecé a publicar tarde: Sucedió en la lluvia apareció cuando tenía treinta y siete años. Ahora, en momentos de pesadumbre, siento el valor y la necesidad de la literatura, de escribirla o leerla. Un día estaba con el poeta Mario Jorge de Lellis, estábamos acodados sobre una mesa (parecíamos el cuadro de Picasso) y viene un señor con un sombrero tipo hongo, severísimo, que nos mira durante unos segundos con un desprecio displicente y una atención muy concentrada y se fue. Mario me dice: "Inspector de angustiados". Yo creo que mis lectores son inspectores de angustiados porque se fijan en todo. Son lectores preocupados. Es muy importante poder ver la literatura como felicidad, porque algunos libros son un suplicio, por más éxito que tengan. Yo no creo en esa cosa de elite de que los que no están dentro del círculo son una porquería, o los que dicen "para nosotros el arte es una mera ficción representativa". No: hay un emisor y un receptor y yo creo en el lector, en ese polimorfo perverso, hinchapelotas, inspector de angustiados, al cual hay que darle placer aunque sufra.

Nora Domínguez es Doctora en Letras (UBA). Fue Directora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, Ftad. de Filosofía y Letras (UBA), y profesora Asociada Regular de Teoría y Análisis Literario I, Cátedra A y B (UBA). Dictó seminarios de doctorado y maestria en la Universidad de Buenos Aires, la Universidad Nacional de Rosario, la Universidad Nacional de Córdoba, la Universite de Toulouse Mirail y la Universidad de Chile. En el 2008 ganó una Guggenheim Fellowship y una Beca para Académicos para GEMMA (Master en Estudios de las Mujeres y Género. Erasmus Mundus, Comisión Europea. Universidades de Granada y de Oviedo). Publicó, entre otros libros, De donde vienen los niños. Maternidad y escritura en la cultura argentina (Beatriz Viterbo Editora, 2007).