Retrato de un albañil adolescente & Telones
zurcidos para títeres con himen. Arturo Carrera y Emeterio
Cerro. Último Reino, Buenos Aires, 1988
Por C. E. Feiling
CARRERA ENTREPRENDE CEMENTERIO PERRO HACIA GAUCHERIAS GAUCHERIES DADAFEISMOS
GIRONDINOS TAN FRANCESES AY TAN MORBOGALICOS QUE REPITEN REMEDAN REPICAN EL
CUESCO DE JARRY SO JARRING DEAR CON MUEQUITAS MUESQUITAS MIS MUERTAS
MUÑEMOSQUITAS HASTA DEJAR AL PUBLICO HECHO PULVICO DE ESTROFAS ABURRIDAS
A BURRADAS SOECES.
¿A quién le hace gracia?
La pregunta es siempre pertinente cuando se trata de un
chiste (y no
veo de qué otro modo interpretar este libro de Carrera y Cerro). Por
supuesto, muchas veces la mera formulación de esa pregunta implica
confesar que uno carece de sentido del humor.
Mea culpa, entonces.
A mi no me hace
nada de gracia; es más, me provoca un poco de
vergüenza ajena imaginar a dos personas devanándose los sesos para
acuñar el siguiente "afuerismo": "El coraje es una
hipocresía que escapa a toda enagua o combinación", o
riéndose a carcajadas mientras componen una tirada como: "el
titirí sanjónfluvial harapintoespiral obliterado sibilino
gá-/ rrullo momio/ el titirí ventiscoso rizado capón franjo
boscaje alcanfor ignoto/ escintín...".
Claro que uno tiene sus prejuicios; el mogolismo autoinducido de Tzara
jamás me pareció interesante y tampoco, una vez pasada la
adolescencia, pude encontrar en el surrealismo mayor valor que el de haber
dirigido la atención de los lectores hacia figuras como William Beckford
(por otra parte, para no citar a precursores como Alphonse Allais, Apollinaire
ya había hecho todo lo valioso mucho antes de Bréton y su
seguidores stalinistas). No quisiera, sin embargo, dar la impresión de
estar siquiera comparando la irreverente actividad de Tzara o Bréton con
estos textos de Carrera y Cerro: más de sesenta años, si somos
benévolos, separan los alaridos de las vanguardias europeas de sus
epígonos argentinos. Más de sesenta años, un Océano
Atlántico y libros como
Veinte poemas para ser leídos en el
tranvía.
Si todavía hay algún lector interesado en los chistes
dadaístas, o en averiguar con quiénes se encuentran C & C para
tomar un café en el centro (los autores nos proveen una lista completa de
sus amistades "literarias"), se encontrará con dos textos que
comparten al anacrónico carácter de
manifiesto. Si el
mencionado lector tiene el coraje y el tiempo suficiente, además del
gusto estragado, como para
terminar realmente el libro, podrá
enterarse de toda una serie de novedades artísticas: el valor del teatro
de títeres, qué es el arte cúnico, cuán prisioneros
estamos de la estétrica, de qué se compone la literartura, etc.
(Me pregunto si C & C han sido asesorados por cierto popular animador
televisivo; Raúl Portal ciertamente comparte con ellos la afición
por tan ingeniosos juegos de palabras.)
Es difícil saber qué puede haber movido a Arturo Carrera, el
poeta de
Arturo y yo, uno de los mejores libros de los últimos
años, a entrar en asociación ilícita con Emeterio Cerro
para escribir
Retrato... y
Telones... Más difícil
aun resulta comprender por qué Severo Sarduy (que tampoco se luce mucho)
les escribió un laudatorio prólogo. ¿Será el agujero
de ozono?
(Babel 8, Buenos Aires, marzo de 1989, pág.
36)
El test. Una defensa de Emeterio Cerro
Por César Aira
La parición de un nuevo libro de Emeterio Cerro,
Los teros del
Danubio, en el que seguramente ha de encarnizarse la burla y el silencio que se
han venido alternando contra este autor, es una buena ocasión para decir
dos palabras sobre él. No con intención polémica ni para
convencer a nadie (sería inútil o contraproducente), sino para
tratar de definir lo que representa Emeterio Cerro para nosotros, o mejor: lo
que
es un escritor genial para sus contemporáneos.
¿Qué son estos libritos sin pie ni cabeza que todo el mundo se
apresura a descartar como glosolalias taradas y que hacen pensar siempre en el
traje nuevo del emperador y en el snobismo pueril de los incapaces? Antes que
todo lo demás, son un test. Una piedra de toque o prueba de fuego que
revela a la gente que cree que la literatura puede ser una actividad inocua, o
un deber escolar bien hecho, o un instrumento de prestigio; a los que creen que
puede no ser un extremismo; que se puede ser artista y seguir perteneciendo a la
sociedad, e incluso gozar de lo mejor de dos mundos. Que se puede ser un gran
artista y no sufrir escarnios (¡qué vivos!). La prueba funciona con
un automatismo de chip. El que no ama a Emeterio Cerro no ama a la literatura,
así de simple es. Por supuesto que amar a la literatura no es
obligatorio, ni siquiera aconsejable. Pero los que se ríen de Emeterio
Cerro
en nombre de la literatura cometen un gran error.
¿Qué es para ellos entonces la literatura? ¿Algo
presentable, serio, que pueda gustarle a las señoras? ¿Nabokov,
Marguerite Yorcenar, Octavio Paz? Si es así, hay que decirles que
están equivocados. Y no es un equívoco que pueda disiparse con
esfuerzo y buena voulntad. La literatura es algo incomprensible. Eso es
absoluto. Pero no se trata de un incomprensible hermético,
esotérico, o en general "fino". Lo incomprensible debe ser el
escritor, no la obra. Incomprensible por no ajustarse a la etiqueta social del
lenguaje, como un payaso en un velorio. Y sobre todo, incomprensible no para los
demás, sino para uno mismo. Emeterio es el gran obús en el
corazón de la elite, la que siempre está pensando: eso es
escandalosos para los demás, es incomprensible para los demás,
¡qué suerte que yo estoy del lado bueno! Pues bien: no.
están del lado malo. Es a ellos justamente a los que la verdadera
literatura transforma en "los demás", a los que escandaliza y
descoloca. Hay que ir a la profunda y desalentadora verdad de lo obvio: lo
incomprensible es lo que yo no comprendo. Es cierto que con el tiempo se
hará comprensible, pero lo que importa es su calidad de presente. el
abuso de la historia nos está confundiendo horriblemente; a Raymond
Roussel no lo comprendían sus contemporáneos, pero lo comprendemos
nosotros ochenta años después; de inmediato hacemos un
pequeño pase mágico y nos creemos los contemporáneos de
Roussel,
pero comprendiéndolo, fraternales, iluminados,
conspirativos, justos. Y es falso, porque la condición para ser
contemporáneo de Roussel es no comprenderlo. Roussel en su época
pasó por un loco y un estafador y un equívoco y un esnobismo: eso
no puede borrarlo ningún ejercicio de buena conciencia porque es lo que
pasó. Lo más que se pudo hacer en su momento, y hubo varios que lo
hicieron, fue reconocer que Roussel, después de todo, era la literatura.
La Historia es un parque de diversiones de piedra, inmóvil y fatal. Creer
otra cosa es como creer en los extraterrestres. Se podrá objetar que con
este criterio cualquier galimatías petardista tiene más derecho a
la eternidad que el trabajo honesto de tantos escritores que se ajustan al gusto
y las expectativas de los lectores. Pues bien: ¡sí! Así es,
créase o no. ¿Quién dijo que la literatura era una
profesión para bienpensantes?
(Babel 18, agosto de 1990, pág. 41)
El cencerro y las vacas. Reflexiones de un bienpensante
Por C. E. Feiling
El peligro de sentir un odio irracional hacia la irracionalidad debe ser
evitado, es cierto. Perder la compostura (o, si se prefiere llamarla de otro
modo, la impostura de cortesía) frente a los defensores del sinsentido es
entregarse al pecado de Carnap y los positivistas lógicos: suponer que
carecen de significado todas las proposiciones que no son ni verdaderas
a
priori ni pueden ser verificadas en la experiencia. El odio irracional
siempre se equivoca, como puede comprobar quienquiera reflexione sobre el
sentido de la proposición "Carecen de significado todas las
proposiciones que etcétera". Porque, de acuerdo con su propio
significado, dicha proposición carece de significado.
Alguien afirma: "Lo que hace Fulano ni siquiera es literatura".
Otro le retruca: "Fulano es un excelente escritor". Puede que, en el
deprimido panorama cultural argentino, eso sea como pelearse por un baño
de Constitución. De todas formas, como difícilmente esas
proposiciones constituyan juicios analíticos
a priori, y tampoco
tratan de un asunto meteorológico, que se pueda verificar apelando a la
empiria (¿está lloviendo?), sólo resta sentarse a discutir.
Y hacerlo con pasión que no descuide la cortesía: el mundo es
demasiado miserable como para empeorarlo comportándose groseramente.
Si el lector, hermano o hermana hipócrita, puede disculparme por esta
vez que naufrague en la primera persona, diré que cierto autor que admiro
(esto es sinceridad, no
captatio benevolentiae: temo que será
malinterpretada), ha sostenido hace poco los méritos de alguien a quien
yo vacilaría en calificar de "escritor". Según
César Aira, las personas que abominan de Emeterio Cerro
en nombre
de la literatura cometen una grave equivocación, porque lo que
caracteriza al escritor genial es ser incomprensible para sus
contemporáneos, no ajustarse al gusto y las expectativas de los lectores.
Aira compara a Cerro con Raymond Roussel (el símil es bueno: pocos libros
peor escritos que
Impresiones de África, el proyecto descabellado
de un ingeniero paranoico), y moteja de bienpensantes a quienes no comprenden
que Cerro es la literatura del futuro.
Es una lástima que Aira haya elegido el mote erróneo. Uno
preferiría, aspira a ser tildado de "reaccionario" en lugar de
bienpensante, pero qué se le va a hacer. En esta vida ningún deseo
se cumple, y para colmo no hay otra.
Independientemente de esta decepción, sin embargo, cabe reconstruir el
argumento de Aira para polemizar con él. Lo importante es el escritor, no
su obra. El escritor tiene el deber de escandalizar a sus contemporáneos.
El buen escritor es aquel a quien sólo comprenderán en el futuro.
Por lo tanto, quienes abominan de x (un contemporáneo escandaloso), no
son sino bienpensantes que únicamente aceptan como literatura una serie
de nombres sobre
los que hay consenso, pacto de damas y caballeros para
otorgar un reconocimiento casi póstumo, o póstumo a secas.
Presentado así, el argumento recupera su aura de
dejá vu.
Dejando de lado la primera premisa, que nada contribuye a la
conclusión y es de un romanticismo tardío e incurable, lo que el
argumento explicita es una (variante de la) teoría institucional del
arte. Por fortuna para este pobre escriba, Richard Wollheim ha pensado una
refutación de dicha teoría (v. "The Institutional Theory of
Art", en
Art and its Objects, Cambridge, 1980). Lo esencial de la
refutación es comprender que, según los institucionalistas, (y
perdón por este atentado a la lengua), aquello que hace de un objeto
candidato a la apreciación estética es que una persona o grupo de
personas, de rol activo en ciertas instituciones sociales, le hayan otorgado el
status de candidato a la apreciación estética. La
teoría es atractiva porque parece proporcionar una definición del
arte. Sin embargo, basta con reparar en que el
status de candidato a la
apreciación estética puede ser conferido con algún motivo o
sin él. Que sea conferido sin motivo viola dos intuiciones que tenemos:
que hay un vínculo entre ser una obra de arte y ser una
buena obra
de arte, y que hay algo importante en el
status de obra de arte. En
cambio, si el
status es conferido por alguna razón, entonces esa
razón es necesaria para que algo sea una obra de arte, y reconocerla es
el paso previo a conferirle a un objeto el
status de obra de arte. La
refutación que Wollheim hace de los institucionalistas los enfrenta a un
dilema. O la teoría no es una teoría institucional del
arte
o no es una teoría
institucional del arte.
Un detalle del argumento de Aira que excede el núcleo de la
teoría institucional (y lo pone a él en el incómodo rol de
profeta) es concebir a la historia de la literatura como una carrera de postas:
x no es comprendido por sus contemporáneos sino por los
contemporáneos de y, que a su vez no es comprendido por sus
contemporáneos sino por los contemporáneos de z, que a su vez...
Contra esto, los bienpensantes opinan que la historia de la literatura es un
poquito más complicada, y que la crítica literaria no consiste en
colgarle cencerros a una vaca para que otras la sigan. Los bienpensantes
además reconocen que todo crítico debería tener enmarcadas
en su estudio las "Lines to a Reviewer", de Shelley:
"(...) Of
your antipathy/ If I am the Narcissus, you are free/ To pine into a sound with
hating me". De tu antipatía/ si yo soy el Narciso, no te impido/
volverte por odiarme en un sonido.