James Joyce era un artista. El mismo lo ha dicho. El suyo era un caso de Ars gratia Artista. Solía manifestar que continuaría con su misión artística incluso en el caso de que le impusieran por ella una pena tan larga como la eternidad misma. Esto parece ser una profesión de fe en el Infierno, y por ende de creencia en el Cielo y en Dios.
Un título mejor para este artículo podría ser: "¿Estaba loco Joyce?" (firmado: Hamlet, Príncipe de Dinamarca). Pero hay un motivo para el presente título.
Algunos pensadores -todos Irlandeses, todos Católicos, algunos no laicos- confiesan que pueden percibir cierta semejanza entre Joyce y Satanás. Verdad, semejanzas las hay. Ambos tenían más de un nombre, Stephen Dedalus uno, Lucifer el otro; este último nombre, que significa "Quien trae la luz", ¡motivaría luego la irónica glosa "Príncipe de las Tinieblas"! Ambos comenzaron bien, al cuidado de maestros irreprochables, ambos eran sumamente orgullosos, ambos tuvieron una caída. Pero difieren en un punto importante y crucial. Satanás nunca negó la existencia del Todopoderoso; más bien reconocía Su existencia, y meramente le disputaba la supremacía. Joyce afirmaba que no hay Dios, cosa que intentaba probar emitiendo una serie de blasfemias y obscenidades sin caerse muerto instantáneamente por ello.
Una persona cierta vez me dijo que detestaba las blasfemias, aunque por motivos puramente racionales. Si no hay Dios, blasfemar es estúpido e innecesario. Si lo hay, es peligroso.
Anatole France lo explica mejor. cuenta cómo, una mañana, cierto conocido agnóstico visitó a uno de sus amigos, Católico devoto. El Católico devoto estaba borracho y prorrumpió en una sarta de blasfemias aterradoras. Pálido y muerto de miedo, el agnóstico salió corriendo de la casa. Días más tarde, una tercera persona le reprochó su inconsecuencia.
"Ha estado diciendo por años que no hay Dios. ¿Por qué se asusta si alguien insulta a ese Dios que usted dice que no existe?"
"Sigo pensando que no hay Dios. Pero mi amigo piensa que lo hay. Suponga que un rayo hubiera bajado del cielo para matarlo. ¿Cómo iba a saber yo que no me mataría a mí también? ¿No estaba yo parado junto a él?"
Otra blasfemia, quizá -dudar de la puntería del Todopoderoso. En todo caso, lo cierto es que un verdadero blasfemo debe ser creyente.
¿Cuál es la posición del artista en Irlanda?
Inmediatamente después de que los editores me pidieran que reuniese el material para este número de Envoy, me dirigía a la Scotch House de Dublín para beber una botella de cerveza y pensar un poco a solas. Antes de que ningún pensamiento medianamente aceptable se me hubiese ocurrido, un hombre -un perfecto extraño- se me acercó copa en mano y se detuvo a mi lado: llamándome por mi apellido, me dijo que le asombraba ver a una persona como yo bebiendo en un Pub.
En la pantalla de mi radar-de-bares brilló la palabra "VIVIDOR". Me puse en guardia
"¿Y dónde se piensa que debería beber?", le pregunté. "¿En un hotel, pagando el triple?"
"Ah, no", dijo. "No quise decir eso. Pero yo cada vez que tengo ganas de emborracharme, lo hago en los coches. ¿Qué toma?"
Le dije que tomaría uno grande, ya que estaba seguro de que su misteriosa respuesta llevaba implícita una larga explicación.
"No necesito decirle que son todos unos hijos de puta", fue su anticipada exégesis.
Luego me contó todo. en una época su padre tenía un Pub y Almacén cerca de una gran terminal de trenes en Dublín. Cada año el Ferrocarril sacaba una licitación para el aprovisionamiento de los coches comedores, y cada año su padre conseguía el contrato. (El narrador dijo que suponía que esto era por la proximidad territorial del Pub, que evitaba los costos de transporte).
Los coches-comedores (llamados de aquí en adelante "los coches") estaban normalmente estacionados en vías apartadas. Su padre los cargaba de tiempo en tiempo con vituallas costosas - huevos, lonjas de tocino, pavo frío y whiskey. Estos coches, en sus vías alejadas y repletos de tan fabulosa mercancía, estaban provistos de cerraduras especiales. Su padre tenía la llave, y nadie más en el mundo poseía la autoridad de abrir las puertas hasta que el coche fuera parte de un tren. Pero mi informante se había ocupado, me dijo, de tener él también una llave.
"En esa época", confesó, "me emborrachaba en los coches una vez por semana".
Aquí deben ser indicadas dos peculiaridades del Servicio Ferroviario Irlandés. La primera es la inhabilidad crónica de "planear" los trenes por anticipado, i.e. de estimar el tráfico de pasajeros correctamente. Semana tras semana se calcula que un tren de larga distancia lleva cinco vagones y un coche.
Perpetuamente, 150 pasajeros de más arriban a la estación en forma inesperada. Esto significa que el coche debe ser desenganchado, un vagón de pasajeros puesto en su lugar y el tren iniciar su marcha sin comida ni bebida a bordo.
La segunda peculiaridad -no exclusivamente Irlandesa - es que el personal a cargo de las máquinas de remolque es incapaz de dejar los vagones estacionados donde están. A toda costa deben ser cambiados de lugar.
Tal era la situación que mi amigo de la Scotch House describía. Los coches cargados jamás iban a ninguna parte, hablando en términos de larga distancia. Eso le parecía bien. Pero constantemente los estaban cambiando de lugar. Cosa, me dijo, que era un escándalo imperdonable y un gasto innecesario para el contribuyente.
Cuando tenía la urgencia de emborracharse, su rutina era sencilla. Usando su llave secreta, entraba secretamente a un coche estacionado y ya cargado, se dirigía a la despensa, tomaba una jarra de agua, un vaso y una botella de whiskey; con este acopio de materiales y utensilios se encerraba en el baño.
Piensen en ese gesto. Por lo que al mundo entero respecta, el coche estaba completamente vacío. Tenía una cerradura especial y poco común. Este hombre, sin embargo, se volvía a encerrar herméticamente una vez que ya estaba adentro del coche cerrado.
Llega el alba -y las máquinas de remolque. Divisan, como a la liebre el sabueso, el coche-comedor vacío, mudo, inmóvil, desierto. De modo que lo enganchan y lo llevan a otra vía apartada junto al Cruce de Liffey. Después de cinco horas es descubierto (por "esos hijos de puta", i.e. otros maquinistas) y remolcado hasta unas yardas antes de la estación Westland Row.
Muchas horas más tarde lo enganchan a la cola del Expreso Wexford, para luego desengancharlo airadamente a causa del inesperado arribo de un exceso de pasajeros.
"¿Y usted estaba sentado en el baño tomando whiskey todo el tiempo?", pregunté.
"Desde luego que sí", contestó. "¿Para qué diablos se piensa que son los baños de los trenes? ¡Y mojándome los pantalones con mi propio whiskey por culpa de los sacudones de esos maquinistas hijos de puta!"
Su resentimiento era enorme. Nótese que el whiskey no era en realidad suyo, que él era esa cosa tan singular, una persona no-autorizada.
"¿Cuánto dura una borrachera en los coches?", pregunté.
"Ah, eso depende de muchas cosa", dijo. "Como usted sabe, jamás uso reloj". (Exhibe una muñeca peluda y sin mangas como prueba). "¿Le conté alguna vez de cuando me emborraché en el túnel?"
No me había contado - por la sencilla razón de que jamás lo había visto antes.
"Una vez", me dijo, "estuve borracho tres días seguidos. los hijos de puta me llevaron del Cruce de Liffey hasta Hazelhatch. Otros me arrastraron hasta Hartcourt Street. Me estaba emborrachando de lo lindo, pero siempre me cuido, por el bien de mi salud, de que una borrachera no dure más de un día y una noche. Sé que afuera es de noche cuando se pone oscuro. Si hay luz, es de día. ¿Me entiende?"
"Creo que sí".
"Bueno, yo andaba por la tercera botella cuando llegaron otros maquinistas - estaba bastante oscuro, sería alrededor de las ocho -, y no se les ocurrió mejor cosa que llevarme al túnel de Liffey, bajo el Parque Phoenix, y dejarme allí. Como usted sabe, jamás uso reloj. Si hay luz, es de día. Si está oscuro, es de noche. Ahí estaba yo, en el túnel, abriendo botella tras botella en la oscuridad, pensando que la noche se estaba haciendo muy larga, clavado ahí, en el túnel. Estaba casi listo para ver crecer los rabanitos desde abajo cuando me sacaron del túnel y me llevaron a Kingsbridge. Tuve que quedarme en cama una semana. ¿Alguna vez vio hijos de puta más grandes?"
"Nunca".
"Esa fue la primera y última vez que me emborraché en un túnel".
¿Gracioso? ¿Pero no es así la situación del artista en Irlanda? ¿Sentado totalmente vestido, encerrado por dentro en el baño de un coche ya cerrado donde no tiene ningún derecho a estar, bebiéndose con resentimiento el whiskey de otra gente, movido de aquí para allá por maquinistas anónimos, todo esto mientras fastidiosamente protege su puerta con la simple palabra OCUPADO?
Pienso que esta imagen le cabe a Joyce: especialmente en tanto manifiesta una característica muy irlandesa - el resentimiento que el transgresor abriga por quien cumple con todas las normas.
Un amigo mío se encontró por casualidad, durante una cena, sentado junta a un sabio bastante conocido que aparece en el Ulises. (No diré su nombre, ya que todavía vive). Mi amigo, para conversar de algo, mencionó a Joyce. El sabio dijo que Irlanda debía estar profundamente agradecida al autor de Nombres y lugares irlandeses. Mi amigo le explicó detalladamente que se estaba refiriendo a otro Joyce. El sabio se hizo el desentendido, pero finalmente confesó que algo había oído del otro Joyce. Lo vinculaba con ciertos libros pornográficos, publicados en París.
"Pero usted es un personaje de uno de esos libros", le hizo notar mi amigo con poco tino.
Las dos horas siguientes, desatendidos el vino y los cigarros, transcurrieron en medio de las airadas protestas del sabio, que sostenía que él no era un personaje de ficción, sino un hombre de carne y hueso; es más, que estaba vivo y que incluso había publicado varios libros.
Este hecho también puede resultar gracioso, pero su curiosidad reside en lo siguiente: Joyce se pasó la vida tratando de transformarse en un personaje de ficción. Joyce creó, de un modo narcisista, al intemporal Stephen. Tras haber comenzado por introducir personajes reales en sus libros, logró la magnífica inversión de convertirlos en legendarios y ficticios. Es algo ridículo. Miles de personas creen que alguna vez hubo un hombre llamado Sherlock Holmes.
Joyce llevó su rebelión más allá de la de Satanás.
Dos personajes que confiesan haber tomado a Santo Tomás de Aquino como su punto de partida: Joyce y Maritain.
En el Finnegans Wake, Joyce parece inclinado a aceptar la teoría de Vico acerca de la inevitable y recurrente evolución humana -teocracia: aristocracia: democracia: caos.
"A. E." se refirió al caos de la mente de Joyce.
Eso fue un error, parque la mente de Joyce era muy ordenada. Al componer sus libros usaba lápices de colores para no extraviarse. Todas sus obras, sin excluir el Finnegans Wake, están cortadas por un rígido molde clásico. Su comportamiento moral y familiar era imposible. Pareciera que merece tanto como George Moore el chiste que hacían acerca de este último - nunca las besaba, pero después sí lo contaba.
¿Qué era lo anormal en Joyce? En Clongowes asimiló su dosis de casuística jesuita. ¿Por qué la sustituyó por su caosuística hecha en casa?
Me parece que Joyce, por detrás del cortinado de lujuria y blasfemia, era un verdadero y temeroso Católico Irlandés, que se rebeló no tanto contra la Iglesia como contra sus casi-cismáticas excentricidades Irlandesas, su pretensión de que hay un solo Mandamiento, la vulgaridad de sus edificios, la chatura y estupidez de muchos de sus ministros. Su revuelta, en sí misma noble, lo absorbió por completo. No podía ver el árbol a causa del bosque. Pero pienso que sus intenciones eran buenas. Al fin y al cabo, todos tenemos buenas intenciones.
¡Qué es el Finnegans Wake? ¿Un tratado acerca de la incomunicación nocturna de la mente? ¿O un ejemplo de silencio y doble sentido? No creo que el contenido de este número nos ayude a muchos a contestar tales preguntas.
Cierto comentarista trata de establecer que Joyce era en realidad un Irlandés revolucionario y romántico, un admirador de De Valera, alguien que sinceramente deseaba que en su vejez lo convocaran a Dublín para otorgarle un D. Litt. de nuestra Universidad Nacional, infestada de curas. Esto es posible, aunque sea porque explica las ridículas afectaciones "estéticas" de su juventud, que incluyeron el sentir la necesidad de comportarse groseramente con su madre moribunda. La idea, entonces, es que había un corazón de oro latiendo bajo el chaleco artificial. Amén.
El número de personas que fueron invitadas a colaborar en este número ha sido, forzosamente, limitado. Pero es curioso que ninguna de ellas haya mencionado la que fue la mejor característica de Joyce: su capacidad para el humor. El humor, ese mucamo del miedo y la tristeza, aflora constantemente en todas las obras de Joyce. Joyce lo utiliza del mismo modo que Shakespeare pero en forma menos rígida, para atemperara el miedo de los que creen, de los que genuinamente piensan que van a estar en el Infierno o el Cielo pronto, posiblemente muy pronto. A fuerza de carcajadas logra aliviar esa sensación de condena eterna que es la herencia del Catolicismo Irlandés. El verdadero humor necesita de un sentimiento semejante como fondo: Rabelais es divertido, pero lo suyo cansa. Le falta tragedia.
Quizá la verdadera fascinación que produce Joyce reside en su distancia, su ambigüedad (¿su poligüedad?), su manera de tomarnos el pelo, sus deshonestidades, su habilidad técnica, la atracción que ejerce sobre los Norteamericanos. Su obra es un jardín donde algunos de nosotros podemos jugar. Este número de Envoy meramente intenta ser una parcela del jardín.
Pero al final Joyce seguirá en su túnel, sordo a todo.