[los dos primeros capítulos salieron en los números 3 y 4]

3

A Clarisa Téjez no le había gustado nada la actitud de aquel oficial con cara de lunático que se había precipitado sobre el pobre de Visio. Ni que en ese momento paseara sus ojos vigilantes por cada uno de los presentes. Ni que manoseara con tanta excitación su cachiporra. Tampoco la situación en la que estaba metida. No se la había buscado, además. ¿Por qué siempre le pasaba lo mismo? Encontrarse en circunstancias no pedidas. Como cuando se quedó encerrada en un colectivo que comenzaba a incendiarse... Y ahora estaba en manos de la Policía (eso era lo que más le preocupaba, las manos, o los manotazos), porque inoportunamente se le daba por ir a la Facultad el día en que Daniel Sirva se... ¿mataba?

Clarisa no creía en accidentes. Tampoco en existencias proclives a accidentarse. Más bien tenía la certeza de que el sujeto elegía constantemente su destino. La idea, si uno se atenía al significado originario de la palabra "destino", escondía una paradoja. Pero Clarisa no era la única que se deslumbraba con esa trampa del pensamiento. Y el logro de tal teoría era que uno es dueño de sus propias acciones, las controla; cosa que deja a sus seguidores mucho más tranquilos que el sentirse a disposición de entes abstractos. No hay propensión a accidentarse, sino malas elecciones.

Por lo tanto, Clarisa había hecho una mala (pésima) elección al ir a la facultad ese día y a esa hora. ¿No había sido ella, acaso, la que había propuesto la fecha y la hora del recuperatorio del parcial? Y encima, hoy mismo había decidido, repentinamente, salir antes, cuando recién tenía que encontrarse con sus alumnos a las cinco. Todo por su maldita obsesión de serva vs. ancilla. Era justo conceder que la pregunta venía de una alumna tanto o más obsesiva, pero ¿a qué hacerse cargo, si lo más probable era que esa misma alumna hoy ni se acordara de lo que la obsesionaba la clase anterior? Todo, incluso las señales que le ordenaban quedarse en casa. indicaba que uno era dueño de sus elecciones. Señales. Como el haber dejado la hornalla encendida. O, una vez acomodada en el último asiento del 132, ¿le parecía o, como una ráfaga, se le había venido a la mente la cara de Daniel Sirva? Así, inmotivadamente. Porque apenas lo conocía y lo que ahora recordaba era la ocasión en que ambos se habían encontrado, involuntariamente, en la biblioteca y él le daba charla. "Un baboso", había pensado entonces. Pero después supo que todo el mundo en Clásicas creía (más bien afirmaba) que pateaba para el otro lado. Incluso se rumoreaba que cierta vez, mientras estaba ayudando al hijo del almacenero a hacer sus tareas, el muy cerdo le había descripto en detalle distintas técnicas masturbatorias. En fin, siempre que surgía el nombre de Daniel Sirva todo el mundo, hasta gente con la que ella apenas había cruzado palabra, sacaba a colación alguna anécdota desagradable en cuanto a la persona del que ahora yacía a unos metros, desangrado. "Desagradable". ¿No era esa la palabra que había utilizado la profesora Prieri para calificarlo? Pero Clarisa no lo habría llamado así. Aquella mirada torva que se adivinaba detrás de sus anteojos hablaba de resentimiento. Sí, eso era. "Resentido".

Clarisa tuvo la tentación de escudriñar el cadáver con la vista, pero su curiosidad se detuvo en el rostro de Ulises Dudot. Otro cadáver, pero vivo. Aunque él todavía no se daba por enterado. Tenía una única expresión para todas las circunstancias: mezcla de susto e indiferencia, que no reflejaba sus pensamientos. Como el día en que ella le había confesado su atracción por él. Entonces, aquella expresión enigmática confundió a Clarisa. Difícil saber en qué estaba pensando su compañero. Eso, si es que pensaba en algo. Pero ella no iba a quedarse con la duda.

- ¿Te gusto o no te gusto? — le preguntó en esa ocasión.

- Y...no sé — contestó él, temblequeando y rojo como un tomate.

Decepcionante. Mejor dicho, patético. Sobre todo después de habérselo imaginado en las posturas eróticas más audaces y estrambóticas.

Y ahora, frente a la muerte, ¿en qué pensaba?

- A las ocho nos esperan René y los otros — dijo Ulises inesperadamente.

Pregunta contestada.

- Sí, Ulises — le contestó Vicky — Pero van a tener que esperar o irse. Ya son casi las seis y, al paso que vamos, tenemos para rato. Suerte si no nos llevan a declarar y, encima, tenemos que pasar la noche en vela y en cana.

- Je, je — se rió Ulises, estúpidamente.

- ¿Hablan de la reunión de fin de año? - intervino Beatriz Espuma.

- No — la corrigió Vicky - De la lista para la junta departamental.

Se refería a la agrupación que representaba a los estudiantes en las reuniones de junta donde se debatían cuestiones tales como qué materias se cursaban cada año, quién daba qué materia, etc. Clarisa no sabía muy bien cómo había ido a parar ahí, porque las cuestiones burocráticas la sacaban de quicio. O mejor sí, sí sabía. Tenía la ilusión de mejorar las cosas. Pero ya se estaba arrepintiendo, porque empezaba a sospechar que algunos de sus compañeros de lista no tenían las mismas intenciones. Se tomó un tiempo para observar a Beatriz. Estaba toda de rosa, como de costumbre. Pantalones de jean rosas, remera rosa, zapatillas rosas y zoquetitos rosas. Incluso la mochila era rosa (¿cómo diablos se las habría ingeniado para conseguir una de ese color?). Por eso Vicky la había bautizado la "Pantera Rosa". Pink Panter, para ser fieles al inglés. PP, en adelante.

- ¿Cómo le pusieron al final? — intervino, a su vez, Darío Sensi — Digo, el nombre de la lista.

- REZONGANTES — respondió Vicky.

Beatriz hizo un gesto burlón.

- Fue lo mejor que encontramos — explicó Vicky.

- Hubo cosas peores como LOS SIETE LOCOS CONTRA TEBAS — dijo Clarisa, a la que todavía le daban arcadas de sólo pronunciar el nombre.

- ¿A quién se le ocurrió eso? — preguntó PP.

- A Marcelo.

- ¿Ese zángano está en la lista? — se indignó PP.

- No se la iba a perder. La política es su fuerte. Está en su naturaleza.

- Sí, y también ser un prepotente y un mentiroso — protestó PP, casi echando espuma por la boca para hacer honor a su apellido. Hizo una pausa esperando que alguien la objetara.

- REZONGANTES, je, je — dijo Ulises.

PP lo miró con gesto crítico.

- ¿Y para qué se van a reunir?

- Es que tenemos que armar propuestas para el año que viene — mintió Vicky con fastidio, en parte porque le molestaba que alguien hurgara en lo que no era asunto suyo, en parte porque no se la bancaba a PP.

- Bueno, si es así, déjenme que les diga que es urgente que haya más oferta horaria para los latines y los griegos. Porque los que tenemos que trabajar...ya saben, a veces no podemos cursar regularmente porque te ponen un horario a la mañana o si no se te superponen las materias — se ofuscó PP. Y después, resignada — Pero si tienen en la lista a ese vago de Marcelo, que no trabaja y al que los papitos le pagan todo. Porque, ¿sabían que tiene tres departamentos para él solito?

Lo sabían. PP continuó.

- ¿Un tipo así se va a poner en mi lugar? Antes, vienen los marcianos a la facu.

Clarisa pensó que ya habían venido. Bastaba con reparar en la presencia de PP. O, sin ir más lejos, en la de Ulises. O en ese cana que los seguía observando con vista extraviada.

- La oferta de horarios es una de nuestras prioridades — dijo Vicky, pasando por alto los comentarios de PP.

- Y yo que los voté sin saber que estaba él — siguió PP, pasando por alto, a su vez, lo dicho por Vicky - Deberían sacarlo de la lista. Me siento estafada.

- Yo también trabajo, je, je — acotó Ulises, en un intento frustrado por calmar los ánimos.

- Fuera de acá, perro asqueroso — gritó PP.

Este epíteto no iba dirigido a Ulises, sino al bachicho que, habiéndose despertado, desperezado, bostezado y levantado, ahora descargaba su libido animal en la pierna regordeta de PP.

El profesor Hidalgo frunció la nariz, como si estuviera oliendo excremento, ante el espectáculo del pobre animal necesitado de afecto que se agitaba frenético, babeaba y jadeaba con la lengua afuera. Esa clase de cosas sólo podían ocurrir en la universidad pública.

µ

El comisario Peyrou, la oficial López y Orione tomaron el ascensor del ala izquierda hasta el tercer piso. Luego hicieron el camino de herradura que conducía al otro flanco del edificio e hicieron el resto del trayecto por escalera. No bien hechos unos diez escalones, a Peyrou le empezaron a doler las rodillas. Le pesaba, en el cuerpo, una incipiente barriga producto de su naturaleza sedentaria; en el ánimo, la cercanía de los cuarenta. Para colmo, en el tercer piso, le obstaculizó el camino un gato medio sarnoso, que la oficial López se apuró en espantar.

En el tramo final se encontraron con un hombre viejo que barría tranquilamente el piso. Les daba la espalda y parecía no haberse percatado de la presencia de otras personas. Era canoso y vestía un guardapolvos azul. A unos metros de él yacían desparramados por el piso diversos utensilios de limpieza: escobas, escobillones, palas, un enorme tacho de basura. Peyrou, que para entonces había logrado dejar atrás la escalera, asoció el ruido que habían escuchado en el patio con el tiradero que ahora tenía delante de sí. Había un olor a amoníaco en el aire.

La oficial López se dirigió al anciano. El viejo no contestó.

- Oiga, usted, ¿qué no ve que le estoy hablando? - insistió la oficial con su voz de pito.

El viejo se dio vuelta y la observó con ojos hostiles. Pero, al ver que el encargado de intendencia venía con la mujer, su expresión se tornó favorable. Enseguida interrogó a Orione con la mirada. ¿Quiénes eran esas dos personas que parecían tener especial interés en su trabajo? Lejos de disipar sus dudas, Orione tomó la misma postura intimidante de la oficial, como si él también fuese policía. Ni siquiera se molestó en informar que ese anciano de espalda considerablemente arqueada era el encargado de la limpieza y que, además, era sordo. Por su parte, el viejo comprendió que algo raro estaría pasando ya que, si sus ojos no lo engañaban (lo cual era optimista de su parte, considerando que padecía de cataratas), la mujer que tenía enfrente era una uniformada y el regordete que la seguía parecía ser un policía también. Dadas así las cosas, se apresuró a endulzar sus rasgos.

- ¿Sí? — le dijo amablemente a la oficial.

- Documentos — ordenó la oficial.

- ¿Qué? — dijo el viejo formando con la palma de la mano una cavidad por encima y alrededor de la oreja e inclinándose.

- "DO -CU -MEN -TOS" dije. ¿Es sordo?

El viejo extrajo del bolsillo trasero de su pantalón una billetera. Dentro había una libreta de enrolamiento rotosa que acercó a la oficial con pulso tembleque. Ivone leyó: Luis Sordelli. Debajo figuraba la foto borrosa de un jovencito. Una especie de Leonardo Di Caprio de los años treinta. Con gran esfuerzo de imaginación, Ivone intentó asociar aquél bombón con el estropajo que tenía ahora enfrente. En su cara se formó una mueca despectiva.

Cuando el comisario recibió la libreta de enrolamiento de manos de su subalterna, no pudo evitar hacer, a su vez, la comparación. El tiempo es cruel, pensó. Y se tocó la cintura, que le empezaba a doler por el ejercicio de alpinismo obligado. Se dirigió a Orione.

- Tenía entendido que el edificio había sido registrado por completo — dijo con tono de reproche.

- Así fue, señor comisario.

- ¿Cómo explica entonces que esta persona esté acá como si nada?

- Señor comisario, yo mismo revisé todas las instalaciones.

- No como debía. Este sector no fue inspeccionado como se debe.

Orione rebuscó en su memoria. Al fin dijo.

- Claro que sí. Lo que pasa es que cuando llegué al descanso que acabamos de pasar no oí ningún ruido, así que pensé que no habría nadie.

- Alguien había. A propósito ¿A dónde da esa puerta de chapa?

- A la terraza, señor comisario.

Peyrou se revolvió en su interior. Luego dijo con sarcasmo.

- Disculpe que le haga una pregunta.

- Las que quiera, señor comisario.

- Como bien sabe, hay un hombre muerto en el patio. ¿De dónde pudo haber caído?

- También pudo haber saltado, señor comisario — sugirió Orione.

- Lo que fuera. A lo que voy es que no tenía muchas opciones. Están las ventanas. Pero si se fija bien, el cuerpo está frente al ascensor. Lo que significa que debe de haber caído en línea recta, o mejor dicho "tiene que", por la gravedad. No sé si oyó hablar de Newton.

- Por supuesto, señor comisario. El de la manzana.

- Así es. El hecho es que no hay ventanas por encima del ascensor en ninguno de los pisos, sino que las ventanas están a los costados. Desde el ascensor hasta la terraza sólo hay pared.

- Cierto. Nunca lo había notado, señor comisario.

- Por eso estoy acá. Para ver lo que otros no ven. Y como el occiso no pudo haber caído en diagonal desde alguna de aquellas ventanas, salvo que se tratara de algún superhéroe (en cuyo caso hoy no lo tendríamos muerto como lo tenemos) ¿qué podemos concluir?

- Que indudablemente, señor comisario, tiene que haber caído de la terraza.

- Entonces, ¿cómo pudo dejar de revisar la terraza? Si alguien es responsable de la muerte de ese estudiante, es muy probable que todavía estuviera en la terraza. Y más probable aún que usted, con su descuido, lo haya dejado escapar.

- Lo siento muchísimo, señor comisario.

- Aprenda para la próxima. Además, ¿no sabía que el encargado de limpieza tenía que estar en el edificio.

- Lo olvidé. Verá, es que apenas le prestamos atención a Sordelli. Más bien le escapamos — y agregó, acercándosele a la oreja — Es insufrible.

El comisario empezó a pensar que el insufrible era Orione. Además ese gesto inútil de hablarle al oído, cuando Sordelli era incapaz de oír con voz normal. Evidentemente Orione era un negligente. La negligencia de Orione, sin embargo, no descartaba el que el viejo supiera algo.

- Soy el comisario Peyrou — le dijo al viejo, extendiéndole una mano amiga.

- Mucho gusto, Luis Sordelli, para servirle.

- ¿Cuánto hace que está acá? — dijo el comisario con voz audible.

- Un rato largo.

- ¿Cuánto?

- Dos horas. Por ahí más — respondió Sordelli vagamente.

- Ya veo. Estuvo solo o acompañado.

- No, solito mi alma.

- ¿Vio pasar a alguien?

- No.

- ¿Qué estaba haciendo acá?

- Limpiando, hijo. ¿Qué otra cosa? Si usted supiera lo roñosos que son en esta universidad — se quejó el viejo.

- ¿No hay huelga? — preguntó el comisario, un tanto molesto. No le gustaba ni medio que lo llamaran "hijo".

- Sí. Pero igual me puse a limpiar. Vea usted. Es por los gatos. No soporto las meadas y el enchastre de comida.

El comisario compartió su asco por los gatos.

- ¿Desde qué hora está limpiando?.

- Subí a eso de las tres menos veinte. Vi las meadas. Entonces fui a buscar las cosas de limpieza. Volví a eso de las tres menos cinco. Y ahí estaba el mal nacido del gato que había comido y hecho sus porquerías. Lo saqué a las patadas y entonces me puse a limpiar.

En ese momento intervino la oficial.

- Señor, yo dudaría del testimonio de este hombre. No es posible que no se haya enterado hasta ahora de lo que está pasando en el patio — hablaba en voz muy baja, ya que todavía no se daba por enterada de que el viejo era sordo. Peyrou la amonestó con la mirada.

Pero el viejo alcanzó a escuchar la última palabra y malinterpretó lo que había dicho la oficial.

- El patio. Eso sí que es una cochinada. ¿Sabía que los muy cerdos fuman marihuana cuando empieza a oscurecer. Lo sé porque ¿quién se cree, hijo, que limpia todas las colillas?

- Era de esperarse, tratándose de estos zurdos — dijo la oficial por lo bajo. El comisario alcanzó a oírla.

- Oficial, le agradecería que se guardara sus comentarios — dijo Peyrou, doblemente fastidioso porque por segunda vez lo llamaban hijo. Y luego, en voz alta a Sordelli.

- Me refiero a que hay un estudiante muerto en el patio. ¿Oyó? MUER-TO.

El viejo se le quedó mirando. Al fin dijo:

- Y sí. supongo que de aspirar esa porquería uno queda muerto. No hay dudas. El nieto de un conocido...

El comisario trató de pararlo, pero el anciano ya había iniciado su cruzada verbal contra las drogas y los narcotraficantes y la corrupción en que estaba sumida la sociedad.

- La cosa es que el pobrecito terminó agarrándose el SIDA, que le dicen. ¿Sabe, hijo?

El comisario no lo sabía. O sí, alguna idea tenía. O ya a esta altura estaba tan mareado que dudada de lo que sabía y de lo que no. De lo que sí estaba seguro era de que sería inútil preguntarle al viejo si había oído algo. De todas formas lo intentó.

- Oí unos chistidos — contestó el viejo para sorpresa de Peyrou.

- ¿Cómo? — preguntó el comisario interesadísimo.

- Sí. Me pareció que venían de la terraza, pero yo estaba muy ocupado para fijarme. Además no estaba seguro de que fuera en el edificio. Capaz que era más allá. Vaya uno a saber. Chistaron varias veces.

- Como cuántas.

- Tres, si la memoria no me falla.

- ¿Qué más?

Como si hubiese olvidado lo que había dicho antes, Sordelli recomenzó su letanía.

- Así es, hijo. Esta vez los cretinos me dejaron todo el piso sucio de comida de gato. Y si viera usted las meadas que se mandan esos animales repugnantes. Ni qué decir las cagadas.

El comisario no quería seguir oyendo más sobre las costumbres de los felinos. Decidió finalizar el interrogatorio. Además, su garganta estaba destruida de tanto gritar.

- Oficial acompáñeme. Debemos hacer una revisión de la terraza — y luego a Orione - ¿Tiene llave?

- No. Nunca la cerramos con llave.

- ¿Por?

- No tiene sentido. Nadie puede llegar a la terraza si no es por acá.

- ¿Qué tiene que ver eso?

- No le tenemos miedo a los ladrones de afuera, sino a los de adentro. Si se roban algo, siempre sabemos quién es. Y cuándo.

- Ah, ¿sí?

- Después de las elecciones. Cuando pierden, hay que ver cómo descargan la bronca. Se llevan expedientes, computadoras y hasta los vasitos para el café.

- Ya veo. Bien, llévese al encargado de la limpieza y reúnanse con los otros testigos en el patio.

- Vayan por la escalera — ordenó la oficial — Los ascensores están inutilizados.

- ¿Cómo? — preguntó Sordelli.

- La ES-CA-LE-RA — bufó la oficial.

Orione y Sordelli fueron bajando lentamente, mientras Peyrou y la oficial se dirigían hacia la puertita de chapa. La abrieron y salieron a la terraza. El lugar era amplio y estaba cubierto de pintura plateada, seguramente para mitigar el calentamiento producido por los rayos del sol. En el centro, un tanque de agua parecía un plato volador que algún marciano hubiera dejado abandonado. Peyrou se horrorizó. Era obvio que el que había construido aquella cosa no tenía el menor buen gusto. Sobre todo porque no hacía juego con el edificio que, aunque ahora albergaba universitarios, antes había sido un molino. Un molino característico. De él quedaban huellas. Huellas que se iban borrando a medida que alguien, de criterio insolente, decidía que había que remodelar argumentando necesidades de infraestructura. Un tanque espantoso por aquí, unas rejas estilo presidiario por allá. O las paredes de ladrillos que improvisaban nuevas aulas cada vez que el ingreso de estudiantes rebasaba las estadísticas previstas.

Pero, aparte de su oportunidad estética el tanque presentaba una opción interesante para la investigación. Sencillamente porque si alguien había matado al pobre infeliz del patio, cabía la posibilidad de que estuviera escondido en ese adefesio. El comisario le hizo un gesto a la oficial señalándole el adefesio. La oficial López, arma en mano, subió la escalerilla del tanque y procedió a registrarlo. Se sentía Holly Hunter en Copycat. Por un largo rato no se supo nada de ella.

- Limpio — sentenció cuando emergió al rato, mientras devolvía el arma a su estuche.

Peyrou puso en duda este comentario al contemplar las telarañas que la oficial traía pegadas a su cabello teñido. Pero no le hizo ninguna observación y se dedicó a revisar el piso.

Cerca de la cornisa, distinguió un objeto brillante. Resultó ser un fragmento de un material traslúcido. No pensó que fuera de importancia, pero igual le ordenó a la oficial que lo guardara como evidencia. La oficial se puso los guantes descartables, tomó el pedacito de vidrio y lo guardó en una bolsita ziploc. Luego continuaron revisando, pero no encontraron nada más que valiera la pena. Eso sí, por aquí y por allí había manchas de excremento, probablemente de gato.

Peyrou se asomó por la cornisa. Desde allí se veía el interior de las oficinas del ala de enfrente y, en los pisos inferiores, las aulas. Abajo, como muñequitos playmobil, los testigos o sospechosos, sentados en los bancos de material, parecían estar dialogando, mientras formaban un pentágono perfecto. Un perro hacía pipí en el cantero central. El principal estaba de pie, vigilando la escena.

- Acá no hay nada más — dijo al fin.

La oficial no pensaba lo mismo, mientras miraba con asco las cagadas. Cuando dejaron atrás la terraza, preguntó al comisario.

- ¿Hipótesis?

- No muchas: accidente, suicidio u homicidio.

- Eso mismo pensaba yo. Fíjese que el otro día alquilé un policial muy bueno...

Comenzaron el descenso. El comisario tuvo que soportar la historia de cómo un tipo llamado Jean-Claude Van Damme se había enterado de que su hermano gemelo había muerto al caer de un edificio. Todos habían pensado que se trataba de un suicidio, pero al final Jean-Claude descubría que lo habían matado. ¡Y lo atlético y musculoso que era Jean-Claude! Todas cosas que al comisario le importaban un rábano.

Al llegar a la planta baja, oyeron unos grititos de histeria que provenían del patio.

µ

El principal inspeccionaba a Visio con sus temibles ojos negros mientras acariciaba su machete. No le gustaba ni medio cómo había procedido el comisario con el sospechoso. Justo que Virgile ya fantaseaba en cómo él y el Coronel iban a hacer cantar a ese pajarito bolche en la sala de interrogatorios. Esa forma de pararlo en seco, cuando era evidente que el pelilargo piojoso que ahora lo miraba con cara de infeliz tenía toda la pinta de haber reventado al otro zurdo, había sido humillante. Y encima a él, al principal, lo venía a zarandear como a un oficialucho cualquiera. A él, al mismísimo nieto del mismísimo coronel Virgile. ¿Qué pensaría su abuelo si supiera cómo se trataba en la Policía a un miembro del ejército? Porque, aunque el principal no había podido ingresar a las fuerzas armadas, no carecía por ello del olfato para detectar zurdos subversivos que era innato de la milicia. Era, por linaje, un militar. Justamente él no se iba a tragar las evasivas del tal Visio. ¿Que estaba solo en el patio cuando la víctima había caído de la terraza? Era inconcebible. Cierto que el edificio estaba bastante desierto para ser un día de semana. Por la huelga, según el de intendencia. ¡Cuándo no! Los zurdos siempre encontraban alguna excusa para no trabajar. En fin, podía aceptar, con reservas, lo de que estuviera solo como válido. Pero estaba también toda aquella parrafada de los gritos. Era obvio que con esa historia había intentado confundir al comisario y, sospechaba Virgile, se había salido con la suya el muy zurdo.

Por otra parte, al principal nunca le había terminado de convencer el comisario. Cuando Peyrou se hizo cargo de la jefatura, años atrás, se rumoreaban muchas cosas acerca de él. Que había estado en Inglaterra, aunque nadie sabía por qué ni para qué. Que en su despacho había hecho colocar dos bibliotecas y había plagado las paredes con cuadros con mariposas pintadas. Todo esto se sabía por lo que chusmeaba el principal de entonces, el único autorizado a entrar en el despacho del comisario. Pero el poco contacto que habían tenido con el comisario les había bastado para formarse una opinión de él.

Los oficiales se reían de los modales refinados del nuevo comisario.

- ¿Viste cómo toma café? — le había dicho el cabo Benítez una tarde en que patrullaban por el barrio. Y luego se hacía el que bebía de una tacita imaginaria, al tiempo que levantaba el dedo meñique y fruncía la boquita.

Virgile se estremeció de asco.

- Salí. Parecés uno de esos payasos que hacen morisquetas en la calle Florida - comentó.

- ¿Payasos? ¿Qué payasos?

- Esos maricas que se embadurnan la cara con crema y les rompen las pelotas a los que pasan.

Benítez rebuscó en su memoria. Al fin infirió:

- ¿Mimos?

- Maricones, es lo mismo — sentenció Virgile.

- Maricones — repitió Benítez maquinalmente — Pero el comisario Peyrou no se queda atrás.

Y largó una risotada al darse cuenta de la ocurrencia. Pero Virgile no lo siguió. No sólo porque no había entendido el chiste, sino también porque no quería faltarle el respeto a un superior. No quería y no debía. Que lo hiciera Benítez, allá él. Sin embargo, no pasó por alto el comentario del cabo de que el cuerpo de Policía, en un futuro no muy lejano, se llenaría de pervertidos, empezando por sus superiores.

Más tarde supo, por otro cabo, que Peyrou no había hecho la carrera de policía, sino que había sido nombrado a dedo por sus conocimientos de criminología.

- La gente tiegne miegdo de que sega un infigtgado — le había dicho el cabo Almada, que debido a su sordera parcial, tenía una pronunciación horrorosa. Durante un operativo, le explotó una granada a un metro. Como consecuencia, le quedó la boca a la miseria y marcaba fuertemente las "s" y hacía aspiraciones en los lugares más insólitos. Eso sin mencionar el medio año que permaneció en el hospital a causa de las quemaduras. Pero ni aún así abandonó su profesión.

- ¿Un filtrado? — preguntó Virgile - ¿Acaso el comisario se pica?

- ¿Eh?

- Que si se pica — gritó Virgile - O esnifea. Snif, snif — y acompaño la onomatopeya con gestos inequívocos.

Almada cayó.

- No, no. INfigtgado. Ya sabég, uno de esos bugchones de la DEgA — insinuó el cabo, haciéndose entender cada vez menos, por el temblor. Se meaba encima ante la sola idea de que el nuevo comisario descubriera y, posteriormente, delatara sus humildes arreglitos.

Virgile asintió con un gesto de la mandíbula, pero su mente estaba lejos. ¿Un "buchón de heladera"? ¿Qué carajo sería eso? ¿Y por qué todos en la comisaría estaban cagados hasta las patas?

Pero los ánimos de todos se calmaron cuando el juez Osvaldo Chantrili se dio una vuelta un día por la jefatura.

- ¿Qué lo trae por acá? — preguntó el cabo Almada, zalamero y gangoso.

- Un auto, ¿qué va a ser, gil de goma? — se rió el cabo Benítez, guarango. Y luego agregó, serio y por lo bajo:

- ¿Hay algún trabajito?

- Tranquilos, muchachos, que vengo de visita nomás — los sosegó el juez — Vengo a ver a mi hermanito.

Así fue como se enteraron de que el nuevo comisario era el hermanastro del juez. Eso los tranquilizó.

A todos, menos a Virgile, a quien lo había aguijoneado el bichito de la sospecha. Además, el juez no lo había hecho nunca partícipe de sus negocios. Pero eso no lo sabía nadie.

Así que mantuvo su recelo velado hasta que llegó el día en que fue nombrado principal. Cuando se hizo cargo de su nueva función, el principal anterior, un gordinflón entrado en años que enseñaba sus dientes amarillentos cada vez que alguno lo felicitaba por su reciente jubilación, le entregó la llave del despacho del comisario. Debía tenerla para ocupar el lugar del jefe en caso de que éste se ausentase. Virgile también sonrío, pero para sus adentros. Ahora el despacho del comisario dejaría de ser un secreto.

Pero no le faltó oportunidad de conocer el sitio, porque a los diez minutos Peyrou lo mandó llamar.

- Tenemos el dato de que Yuyito está parando en un tugurio del Abasto. Esta es la dirección — le dijo el comisario extendiéndole un papelito escrito.

Virgile observaba de reojo el recinto. Era más o menos como se lo habían descripto. Allí estaban las dos bibliotecas llenas de libros. En las paredes había algo que le parecieron pinturas. Debía aprovechar la primera oportunidad que tuviera para ingresar y revisar (mejor dicho, inspeccionar) todo.

El comisario fue concluyente.

- Quiero que dirija el operativo. Elija a los mejores hombres. Y, por supuesto, lo quiero vivo — acentúo Peyrou.

Pero de hecho el operativo fue un completo desastre. En el aguantadero encontraron a un viejo borracho que apenas podía articular palabra. Se veía a las claras que, de ser quien fuera (eso en el caso de que aquel pobre viejo pudiera ser alguien o algo), el que ahora les largaba un aliento a vino tetra no guardaba el menor parecido con Yuyito. Y no sólo por la descripción que habían logrado de él en esos años (en la que se incluía el dato de que el buscado dealer rondaba los treinta), sino también porque, se sabía, Yuyito era muy selecto en sus vicios. Para él estaba excluido cualquier tipo de bebida alcohólica. En fin, que por más que patearon al viejo en todos los lugares imaginables (y los inimaginables también) no lograron sacar nada en limpio.

El flamante principal volvió derrotado. El comisario, ya no tan flamante, lo reprendió y salió a almorzar.

Virgile aprovechó la hora que le quedaba libre hasta que volviera su superior para llevar a cabo la inspección que tenía ganas de hacer desde hacía tanto tiempo. Con las manos agarradas atrás de la espalda recorrió la habitación, examinando los cuadros con mariposas como si se encontrase en una sala de exposición. Era obvio que, tratándose de Virgile, quien nunca había estado ni estaría nunca en una exposición de cuadros, ese movimiento de ir y venir era instintivo. Porque, a pesar de toda su inhumanidad, en Virgile se depositaban generaciones y generaciones de seres humanos. Y no todos habían sido como él. Es que en el principal, los genes más propensos a desarrollar cualidades destructivas, estaban todos juntos.

Por eso disfrutaba ahora que había descubierto que los cuadros con pinturas no eran tales. Se trataba de ejemplares de mariposas, de variados colores y tamaños, que estaban pinchadas al paspartú con alfileres. ¿Les habría dolido? ¿O, como bichos que eran, no habían sentido nada? El principal consideró la posibilidad de incluir en sus interrogatorios futuros, entre los métodos para hacer cantar a un sospechoso, el de pincharlo con alfileres.

Virgile concluyó que su jefe era un pervertido de las mariposas.

Pero eso no lo satisfizo, tenía que haber algo más. Decidió seguir a su jefe.

Le habían llamado la atención muy especialmente esas huidas del comisario pretextando algún asunto personal. Y le habían llamado la atención porque siempre ocurrían a mitad de semana a las dos de la tarde en punto. No fallaba. Cada jueves, el reloj de pared que estaba en la recepción daba dos gong y el comisario salía con prisa, alegando que tenía que hacerse unos análisis en la clínica, o que tenía un trámite importantísimo que había olvidado hacer, o que "otra vez" se había dejado a Rodolfo, su fox terrier, encerrado en el patio.

Dadas así las cosas, Virgile esperó, acechante, a que llegara el próximo jueves. Pero la espera se prolongó más de lo previsto, porque durante las dos semanas siguientes el comisario no fue a la jefatura, debido a una gripe que lo tuvo a mal traer. Por eso, una vez que Peyrou se reincorporó a su trabajo, y, llegado el día en cuestión, el principal no aguardó las excusas del comisario, sino que se acomodó en su patrullero a las dos menos cinco. Dejó el estacionamiento y avanzó hasta Directorio. Allí, cruzó de acera, hacia la derecha, dando marcha hacia atrás, y se ocultó a la zaga de un camión de verduras, desde donde podía vigilar la puerta de la jefatura.

Según lo previsto, Peyrou dejó la comisaría a las dos en punto. Pero, según lo no previsto, en vez de utilizar su auto particular, el comisario decidió caminar para hacer un poco de ejercicio. El principal contempló esta caminata con desconcierto, porque esto alteraba en modo considerable sus planes y porque recelaba que el comisario lo viera.

Afortunadamente para el principal, cuando Peyrou llegó a Directorio, no cruzó la calle, sino que dobló hacia la izquierda y continuó caminando por la avenida. Cuando Virgile se aseguró de que el comisario no cambiaría el rumbo y, una vez que éste había llegado a mitad de calle, el principal puso en marcha el motor y avanzó muy lentamente por la avenida, a veinte por hora.

Y así, durante un buen rato, los vecinos los iban viendo pasar: el uno a pata; el otro en el auto. Prácticamente hasta el último ratón del barrio se dio cuenta de que aquel hombre sumamente bien vestido y de andar distraído estaba siendo seguido bastante de cerca por un patrullero. Pero, tal vez porque no fuera un ratón (o porque había dejado de ser un ratón de biblioteca) el comisario caminaba absorto, inconsciente de que su segundo lo estaba persiguiendo. Así continuó hasta que llegó a la puerta de la Facultad de Filosofía y Letras, donde ingresó.

A diez metros de ahí, unos ojos negros temibles y unas manos regordetas, no menos temibles, tomaban nota de lo que veían.

µ

4

Cuando Peyrou llegó al patio, se encontró con una escena que no olvidaría. Ni en esta vida, ni en la que vendría después. Eso, claro está, si es que hay vida después de la muerte. Como sea. El hecho es que no encontró a los testigos sentaditos y tranquilos en los bancos del patio, como había esperado según la visión que había tenido de ellos desde las alturas de la terraza y como conviene a un interrogatorio. Tampoco el principal Virgile se hallaba en su puesto de guardia, tal como lo había dejado. Muy lejos de eso, los primeros corrían alrededor de uno de los bancos, como en una danza aborigen; el segundo se encontraba en un rincón del patio, expulsando las papas fritas de su almuerzo. La oficial López se apresuró a auxiliarlo, alcanzándole una de las bolsitas ziploc para que usara de recipiente. Al apartar su mirada de esa visión nauseabunda, dirigió la vista hacia el fondo del patio.

Una jovencita de alrededor de veinte años estaba llenando un balde con agua del grifo. Y parecía que ya había terminado, porque enseguida tomó el balde por la manija y salió a las corridas hacia el lugar donde los otros danzaban frenéticos, dejando la canilla abierta.

- ¡Abran cancha! — gritó desaforada.

Al llegar al banco en cuestión, los danzantes desalojaron la zona con una celeridad digna de verse. Sobre todo si se consideraba a los viejos. Y, cosa curiosa, esta vez Sordelli no tuvo inconvenientes con su oído, porque fue uno de los primeros en retirarse. Entonces se escucharon unos gritos histéricos, que Peyrou reconoció como los mismos que había percibido desde las escaleras.

- ¿Qué?....¿Qué me vas a hacer, rayada? — se trataba de otra veinteañera. vestida de rosa desde las sandalias hasta la vincha que sujetaba su pelo cortado a la francesa. De una de sus piernas emergía, como un enorme chichón, una cosa con forma de perro. En realidad no es que sólo tenía forma de perro, sino que era un perro y se estaba agitando en un frenesí de lujuria. El mismo perro que Peyrou había visto desperezándose minutos antes. ¿Cómo era posible que las cosas cambiasen con tanta velocidad?

Y seguían haciéndolo, porque la del balde ahora exclamaba.

- ¡Chito! Así es como se desenganchan — dicho lo cual, procedió a dar el baldazo, mientras la chica de rosa se atajaba inútilmente de la ducha escocesa que estaba a punto de recibir.

Y más cambios, porque ahora tanto la chica de rosa como el chucho estaban inmóviles. La del balde empezó a dar gritos de júbilo.

- ¿Qué te dije? Se calmó — dijo con autosuficiencia - Ahora, ¿puede alguien ayudarme a desatarlo?

El pelilargo que había interrogado y que respondía al nombre de Visio se dio por aludido y entre los dos empezaron a tironear del pobre animal. El bachicho se puso a gemir como un descosido. Fue entonces que Peyrou, recordando a su querido Rodolfo y cómo éste sufría cuando la perrita de la vecina estaba en celo, reaccionó.

- ¿Qué hacen?

Los dos que estaban atormentando al chucho dejaron a su presa y se le quedaron viendo al comisario. El chico reflejaba temor en sus ojos y la sensación de haber sido pescado in fraganti; la chica, por el contrario, tenía una mueca de desfachatez. Ella fue la que habló.

- Estábamos tratando de liberar a nuestra compañera de ese perro.

- Ya vi. ¿Cuál es su nombre?

- Victoria Warren.

La oficial López intervino.

- Es la que hizo la denuncia, señor — dijo, mientras agitaba en una mano la bolsita ziploc con el contenido del almuerzo del principal - Una insolente.

A su lado, Virgile parecía todavía descompuesto. Aquél furor sexual había sido demasiado. Cierto que muchas veces había visto, sentado cómodamente en el sofá, el Discovery Chanel, pero, llegado el momento del apareamiento, se había retirado subrepticiamente a su habitación, a fin de evitar esas escenas truculentas.

El comisario hizo caso omiso de las opiniones de la oficial.

- Bien, Victoria Warren...

- Vicky, para los amigos — lo corrigió ella con ojos seductores.

- Bien, Vicky. Ejem...¿podría explicarme, si es tan amable, qué es lo que estuvo pasando durante mi ausencia?

Otra vez intervino la oficial.

- Pero, señor. El principal Virgile estaba a cargo. Sin duda él le dará un informe detallado, mientras yo le pongo las esposas a esta agitadora — dijo, y estaba tan indignada que parte del contenido de la bolsita ziploc se derramó en el piso.

El comisario respiró hondo y contó hasta diez para cargarse de paciencia. No era fácil tratar con la oficial López.

- Oficial, le agradezco su sentido del deber, pero antes de proceder quiero informarme de lo que está pasando. En cuanto al principal, dudo de que en su actual condición pueda desempeñar su función con eficacia.

En efecto, Virgile estaba pálido como la hierba y no articulaba palabra. Aunque eso de articular palabra no era una característica muy suya que digamos.

- Pero, señor... — protestó la oficial, sin darse cuenta de que la bolsita ziploc se iba vaciando mientras salpicaba sus zapatones.

- Nada, oficial. No quiero escucharla más — vociferó el comisario - Y haga el favor de tirar esa cosa en algún cesto de basura.

La oficial se quedó en el molde e hizo lo que su superior le ordenaba, al tiempo que Sordelli puteaba para sus adentros porque no otro sino él tendría que limpiar más tarde ese tiradero además del que el principal había hecho en un rincón de patio.

Peyrou se dirigió nuevamente a Vicky.

- Bien, estoy esperando su explicación.

- Y se la voy a dar. No me apure — le dijo ella.

- Tenemos a una jovencita y a un perro mojados, atados en abrazo fraternal.

Así era, porque el método de Vicky no había surtido efecto.

- ¿Qué le puedo decir? Si hay un responsable, ésa sin duda es mi tía Clota — le espetó la muchacha por toda respuesta.

El comisario pensó que estaba a punto de volverse loco.

- ¿Qué tiene que ver su tía Clota con todo esto?

- Verá. Es criadora de perros. Terriers, sobre todo.

- Ah, ¿de verás? — preguntó el comisario interesadísimo, porque sentía especial predilección por la raza en cuestión. De hecho, su perro, Rodolfo, provenía de uno de los criaderos más prestigiosos del país. Pero tanto la oficial como el principal hicieron una mueca de disgusto. Ambos consideraban que él único perro que merecía la pena de ser considerado era el ovejero alemán, que, como todos sabemos, la Policía utiliza muy especialmente. Se podría decir que casi no hay cabo que no adore a estos animalitos; aunque no es seguro que tales perros sientan lo mismo, cuando deben someterse a un entrenamiento de palos y cadenazos. Con todo, no tienen por qué quejarse. Sus congéneres destinados al área de narcóticos viven estresados y no pasan los tres años de vida. Pero esto lo desconocía la tía Clota, abocada como estaba a los terriers.

- Sí. Mi tía adora a los perros. Yo, personalmente, prefiero los gatos. En fin, la cosa es que cada vez que tiene que hacer una cruza, deja lleno un balde de agua (preferentemente helada) por si los perros quedan enganchados durante el coito. Si esto ocurre y, la verdad que ocurre con frecuencia, mi tía, con ayuda de un peón, procede a echarle el agua fría en los huevos al macho. Inmediatamente, el bicho afloja.

- ¿Entonces? — preguntó el comisario, intrigado.

- Entonces se separan y sanseacabó la historia.

- Me refería a usted y lo que estaba haciendo con ese balde — dijo Peyrou, mientras seguía con la vista al principal que ahora corría a vomitar al rincón, que ya se le había vuelto costumbre.

- Bueno, conociendo los métodos de mi tía, se me ocurrió, en la desesperación, que esto podría funcionar. Aunque, por supuesto, no es el mismo caso.

- Ya lo creo — dijo el comisario, que estaba a punto de pellizcarse él mismo para comprobar si estaba o no bajo los efluvios del sueño. Para completar la cosa, el chucho largó su contenido seminal sobre la pierna de PP, justo en el momento en que Virgile, ya recuperado, regresaba, lo que provocó que el principal tuviera otra arcada y no le diera tiempo de volver a su rincón favorito. El perro corrió a esconderse tras las piernas de Ulises.

- Bueno, al menos se soltó — fue todo el comentario que hizo Vicky a su compañera, que, de no haber tenido los pantalones puestos en el momento de la eyaculación, se habría desmayado del asco.

Peyrou ya se estaba pellizcando cuando se oyeron golpes en el portón que daba a la calle. Orione corrió a ver de quién se trataba. Era el equipo de forenses que venían a retirar el cuerpo del occiso a fin de llevárselo a la Morgue para la autopsia que le iba a practicar Beltrán.

- Bueno, pero apresúrense — les dijo el comisario, que ya estaba teniendo unas ganas grandísimas de irse de ese lugar.

Los forenses procedieron con toda celeridad. Sin embargo, hubo inconvenientes. Ya estaba bajando el sol (si tenemos en cuenta que ya era verano en Buenos Aires, según los datos, esto significa que serían alrededor de las siete y media de la tarde), por lo que comenzaba a escasear la luz. A eso se sumó el que el cadáver iniciaba su proceso de rigor mortis. Así que hubo que forcejear mucho. Pero, finalmente, lograron retirar al occiso del lugar del hecho.

Mientras los expertos forcejeaban materialmente, PP también forcejeaba anímicamente.

- Exijo volver a mi casa a cambiarme. Estoy toda pringosa.

Al comisario no le parecía bien dejar que un testigo se fuera así como así, si bien comprendía las razones de la chica. Sus vestidos estaban en un estado lamentable. Pero, por otro lado, uno de sus subalternos también necesitaba un cambio de ropa. Y él mismo estaba extrañando un refrigerio.

Dadas así las cosas, ordenó a Orione que se volviera a sus casa. Lo mismo intentó hacer con el encargado de la limpieza, que había terminado de pasar procenex a las vomitadas. Pero no fue necesario, porque se fue por su cuenta profiriendo insultos. Peyrou se quedó desconcertado, pero enseguida se recuperó y mandó a la oficial que pusiera el precinto con la leyenda ÁREA DEL CRIMEN donde correspondiera. A Virgile, que parecía sentirse mejor, le dijo que distribuyera a los testigos que quedaban entre el patrullero y su auto particular.

Seguirían el interrogatorio en la comisaría.

µ

- A propósito, ¿alguien avisó a los familiares del occiso? — preguntó el comisario.

µ

Marta Sirva estaba separada desde hacía veinte años, meses antes de que su único hijo cumpliera los tres. El padre de la criatura había sido un vividor que, tras fugarse con una vedette de cuarta categoría, nunca más volvió a ver a su hijo. De más está decir que Marta tampoco vio un centavo de ese atorrante. Pero eso no le importó demasiado. La huida del marido, más que una desgracia, había resultado un hecho afortunado para ella. No sólo se había sacado de encima un estorbo que la estaba dejando con los pocos ahorros provenientes de la herencia de su familia, sino también porque la había dejado libre para pescar algún desprevenido que la mantuviera. Así Marta alimentaba las noches, mientras trataba de conciliar el sueño, pensando en cómo sería el galán que la sacaría de sus apuros económicos. Mientras, el niño crecía y, a causa de su miopía no detectada, se llevaba por delante cuantos objetos se le interponían en su camino de gateos. Tanto era el batifondo que armaba el pequeño Daniel, que la madre decidió un día, por consejo del pediatra, al que le había costado convencerla de que su hijo no era un espástico incipiente, llevarlo al oculista.

Allí, en la sala de espera del consultorio del doctor Ibáñez, famoso especialista en ojos, conoció al que sería su actual amante. Fredy, como lo llamaba ella en la intimidad, era robusto, por aquel entonces no había perdido todo su cabello, y, lo que era más importante, era un exitoso financiero. Pero una desventaja opacaba todas estas virtudes. El pobre hombre tenía mujer e hijos. Y digo "pobre", porque Marta enseguida se aseguró de sacar provecho de esta circunstancia.

Así, Daniel y su madre pronto encontraron un nuevo lugar para vivir. Un costoso décimo piso en Libertador, desde el cual se divisaban las canchas de golf y, algo más alejado, el Río de la Plata perdiéndose en la nada. Río contaminado con los desechos de las fábricas, filiales extranjeras cuyo advenimiento al país Fredy había impulsado en su beneficio, y que lucía cada día más gris. Pero de esto Marta no tenía la menor conciencia. Es que, desde las alturas del poder y del estatus - y de su fantástico balcón terraza - no se distinguían la suciedad y ni los excrementos que boyaban en las aguas parduscas.

Por eso, cuando caía el sol, le gustaba sentarse en la reposera y, desde allí, con la seguridad de su balcón, ver pasar los veleros que, en la lejanía, parecían barquitos de papel. Hoy era miércoles y gracias se podía ver uno que otro. Los fines de semana eran más numerosos y Marta, que, por razones de fuerza mayor, debía permanecer separada temporalmente de su novio, trataba de adivinar en cuál de ellos iba su Fredy, acompañado de su familia. Entonces, cuando veía un velero que, por su tamaño y mástil, se parecía al "Tornado" — Marta paseaba en él los lunes -, tomaba los prismáticos y enfocaba su objetivo. Entonces hubiera deseado tener un telescopio para poder ver a los ocupantes. Nada le daba más curiosidad que el saber cómo era la esposa de Fredy. Se la imaginaba gorda, aburrida y cansada de la vida. Todo lo contrario de ella. ¿Y si no? ¿Y si era una mujer cariñosa, solícita y preocupada del bienestar de su familia. Todo lo contrario de... Pero aquí es donde las preocupaciones de Marta, que eran pocas e, invariablemente, las mismas, se trocaban por regodeos de su propia vida. Porque ella tenía su Porsche y su renta y podía darse todos los lujos que quería gracias al tonto de su novio. Así que qué le importaba a ella la vida de la otra. Además su hijo, mal que mal, había encontrado en Fredy una especie de padre.

Si alguna vez se hubiera molestado en preguntarle a su querido qué opinión le merecía su paternidad adquirida, se habría espantado. Porque Fredy odiaba que aquel hermafrodita anteojudo y desgarbado, con retraso mental y modales de vendedora de perfumes, lo llamara "papi" cada vez que se le diera la gana. Ya lo había incomodado la actitud feminoide del pequeño Daniel, cuando se sentaba en sus rodillas y le acariciaba la espalda y le pedía que le hiciera "ico", "ico". Pero ahora, que hacía rato que había alcanzado la mayoría de edad, el hecho de que Daniel insistiera con este comportamiento le resultaba más que sospechoso. Sobre todo cuando, para halagarlo, le decía:

- ¡Qué buen bronceado tenés hoy!

Pero cualquier cosa con tal de que la bruja de Marta no lo delatara con su mujer. La "bruja", por cierto, a diferencia de su mujer, conservaba unas caderas suculentas y todavía lograba que su piripipí se mantuviera erecto durante tres cuartos de hora. Pero, bien mirado, eso no valía los miles de dólares que gastaba mensualmente en ella y el idiota de su hijo, que, encima, se le había dado por estudiar una carrera no rentable. Licenciatura en Lenguas Clásicas y Mípalo. Además, había otra razón de peso. Hacía dos años había conocido a un apetitoso bomboncito de veintitrés años, ojos verdes. Medio boquifloja, como le gustaban, y que, en la cama, cabalgaba como los dioses.

Y las cosas se estaban complicando últimamente, porque el bomboncito cada vez le demandaba más tiempo de la semana y sus encuentros se superponían, a menudo, con el tiempo que hacía veinte años le pertenecía a la bruja. Ya se le estaban agotando las excusas y, pensaba, Marta terminaría por sospechar. ¿Qué pasaría si lo pescaba in fraganti, dormido, balbuciendo el nombre de la otra? Sería el final de todo. Su mujer se enteraría, le pediría el divorcio y, como la mitad de los bienes estaban a nombre de su cónyuge, su pérdida sería considerable. Pero él no podía permitir que esto pasara. Por eso se había adelantado a los hechos y tenía contratados a dos hombres, ex servicios. Ellos en principio le aconsejaban deshacerse de ella, pero como todavía no encontraba un factor de peligro objetivo, les ordenó que simplemente la vigilaran, por ver si encontraban algo con que extorsionarla. Algún amante, tal vez.

Pasados los meses, nada había que incriminara a Marta a los ojos de Fredy. Sí, las preguntas de ella se habían vuelto más insistentes e incisivas.

- La bruja está limpia — fue la sentencia de uno de sus hombres.

- Pucha digo — dijo Fredy y los citó para verse ese mismo día y ultimar los detalles para el operativo "Marta". Para eso saldrían a navegar.

Y así estaban, ese miércoles, inconscientes de que su objetivo estaba a unos escasos trescientos metros, tomando los últimos rayos de sol en su reposera, intrigada por aquel velero que se asemejaba tanto al "Tornado", cuando sonó el teléfono en la sala. Al rato salió la muchacha al balcón, inalámbrico en mano.

- ¿Quién es? Creo haberte dicho clarito que no quería que me molestaran — le dijo Marta, fastidiada.

- Señora, es la Policía.

- ¿Y a mí qué?

- Es algo del Daniel.

Marta le arrebató el teléfono. Más que temerosa estaba extrañada. Su hijo nunca había tenido problemas con la Policía. Aunque ya eran numerosas las veces en que Rebagliati, el dueño de la panadería, la había amenazado con denunciar a su vástago por paidófilo. El muy cretino había malinterpretado a Daniel, cuando éste le había pedido al menor de los Rebagliati que le mostrara su flauta. Con esos resentidos no había nada que hacer.

- Aló — dijo.

- ¿Hablo con la señora de Sirva? — le preguntó una voz de mujer, que, por el acento, parecía ser del mismo pago que su empleada.

- La misma.

- Soy la oficial López, de la Policía.

- ¿Qué desea, señorita?

- Su hijo tuvo un accidente — largó la oficial, a boca de jarro.

Marta se quedó muda. Su cara estaba tan pálida que la muchacha corrió a buscarle la pastilla para la presión.

Como la señora de Sirva tardaba en contestar, la oficial se impacientó.

- Usted es la madre de Daniel Sirva, estudiante, metro ochenta, cabello negro, anteojos, ¿no?

- Así es. ¿Qué le pasó a mi bebé? — chilló Marta.

- Tengo que darle una mala noticia...

Los gritos de Marta se escucharon hasta el campo de golf. la muchacha intentó hacerle tragar la pastilla de la presión, pero Marta se negó. Con mucho esfuerzo logró llevarla a la rastra a su habitación y la dejó llorando en su cama. Más tarde probó calmarla con un té de boldo, pero taza, plato y contenido terminaron estrellados contra el empapelado. Finalmente, aceptó los sedantes que acostumbraba durante las noches para vencer el insomnio.

Pero ni siquiera la muerte de su hijo podía vencer a una leona como Marta. Apenas estuvo repuesta, tomó el teléfono y llamó a Fredy a su celular. El muy estúpido lo había dejado apagado. Como fuera. No necesitaba a ese bueno para nada. Ella solita iría a la comisaría y averiguaría qué le había ocurrido a su bebé.

- Pobrecito el Daniel, era tan bueno — dijo la muchacha, una vez que Marta cerró la puerta de entrada.

µ

5

El interrogatorio continuó, como el comisario lo había dispuesto, en la jefatura. Pero, para hacer más rápida la tarea, se distribuyó a los testigos en distintas oficinas y el interrogatorio quedó a cargo de distintos oficiales. El principal Virgile le haría el interrogatorio al profesor Hidalgo; la oficial López, a Victoria Warren; el cabo Benítez, a Beatriz Espuma; el cabo Almada, a Ulises Dudot; y, finalmente, el comisario, a Clarisa Téjez y a Darío Sensi.

Así el profesor Hidalgo se encontró esposado en una oficina sombría, repleta de fotos de un anciano vestido de militar. Probablemente algún pariente, se dijo el profesor, que, por otra parte, estaba indignadísimo del trato del que estaba siendo objeto por parte de las autoridades.

- No comprendo cuál es la razón para que se me tenga esposado — le dijo al principal, apenas éste franqueo el umbral de su despacho.

- Usted está detenido como sospechoso por la muerte de Daniel Sirva y, por ley N° 4444444444, etc., etc., debe permanecer esposado durante el interrogatorio.

- Eso es una locura. Exijo ver a mi abogado — protestó el profesor.

Virgile le alcanzó el teléfono.

- Bueno, si eso es lo que quiere. Llámelo.

El profesor empezó a sentir alivio. Después de todo, el energúmeno que tenía enfrente empezaba a razonar. Hizo un movimiento instintivo con las manos, pero enseguida recordó que estaba temporalmente imposibilitado.

- Si me quita las esposas, le estaré enteramente agradecido — le dijo al principal, intentando ser irónico.

- Eso no. Por ley N° 4444444444, etc., etc., debe permanecer esposado durante el interrogatorio.

- ¿Pero cómo voy a llamar a mi abogado si no puedo utilizar mis manos? — preguntó el profesor, que no podía aceptar las cosas ilógicas.

- Ése es problema suyo.

El profesor reaccionó con orgulloso.

- Y suyo también. En cuanto salga de esta comisaría, voy a denunciarlo por abuso de autoridad.

Virgile no le contestó. En cambio, lo miraba con frialdad. Sin embargo, sus ojos fríos no reflejaban fielmente el fervor que corría por sus venas. Porque el principal estaba verdaderamente eufórico. Tenía en sus manos a un auténtico profesor. Un profesor zurdo y, más que seguro, puto. Por fin le habían llegado a él y a su pequeño Coronel la hora de hacer justicia. ¡Qué orgullo para su abuelo!

Pero se equivocaba, porque el profesor Hidalgo no tenía tendencias de izquierda. De hecho, detestaba a los zurdos pelilargos tanto como Virgile. Por otra parte, era sumamente religioso y enemigo de cualquier disturbio. En Clásicas se rumoreaba que Hidalgo pertenecía a una secta de nacionalistas, de corte católico y que todavía soñaba con un golpe de estado.

En una palabra, tanto Virgile como Hidalgo eran animales de un mismo criadero. Quizá, por eso, no se reconocían.

- ¿Por qué no llama usted por mí? — insistió el profesor.

- No me está permitido, por ley N° 4444444444, etc., etc.

- Pero esa es la ley que ya mencionó.

- Ah, ¿sí? No me había dado cuenta. Gracias por hacérmelo notar — dijo Virgile.

- ¿Está tomándome el pelo?

- No, todavía... Va a llamar o no.

- Dadas así las cosas, no. Pero usted ya va a tener noticias mías más tarde — dijo Hidalgo, con pedantería.

- Bien. Entonces empezamos con el interrogatorio.

- Empezamos.

Y, extrayendo su cachiporra, le dijo al profesor:

- Le presento al Coronel.

µ

Entre tanto, Marta, al volante de su Porsche, daba bocinazos en la esquina de Coronel Díaz y Santa Fe. Hacía rato que las luces rojas de los semáforos le importaban un bledo. Y medio bledo, los gritos de los automovilistas de sexo masculino. "Andálaválosplaaa", la alentaban, cada vez que ella se les cruzaba irreflexivamente.

Apenas llegara a la comisaría, exigiría explicaciones de por qué su hijo estaba muerto. Muerto. Muerto. Se lo decía una y otra vez para convencerse de su dolor. Porque en realidad no sentía ninguna pena por la pérdida y no sabía por qué. Nunca se había llevado bien con Daniel, pero eso no explicaba la frialdad del momento. Como fuera. Si ella misma no se creía su luto, bien se lo haría creer a otros. Y sobre todo a la Policía y al culpable de que Daniel ya no estuviera en este mundo. Muerto. Muerto.

Ya vería, quienquiera que fuera, la denuncia que le iba a poner al que había truncado la vida de su hijo, su único hijo. Porque de que tendría que haber un culpable no tenía duda Marta. Y el juicio penal que se iba a comer, el desgraciado. Millones le sacaría. Y si no lo había, ya encontraría Marta la manera de hallar alguien a quien culpar. Muerto. Muerto.

Hasta, quien dice, se podría sacar de encima a Fredy. Ya se estaba poniendo viejo y hay que ver la panza que le había salido y casi no le quedaba un pelo en la cabeza. Una vez rica, ¿qué necesidad había de seguir teniéndole el muerto a Fredy? Muerto. Muerto.

Además ella seguía siendo muy atractiva. La mirada aviesa del hijo del portero, cada vez que ella esperaba el ascensor, eran prueba suficiente de que sus pompis todavía tenían efecto. No le resultaría muy trabajoso conseguir un nuevo amante, que tuviera la mitad de edad que ella. Ahora que lo recordaba, ninguno de los amigos de su hijo habían reparado en su figura. Pero eso no la desmoralizaría. Muerto. Muerto.

Pero primero tenía que conseguirse un buen abogado. El mejor. ¿P. Culeo Liberena estaría disponible? Aunque, hasta donde ella sabía, sólo lo había visto actuar como abogado defensor. Qué importaba. Por la plata baila el mono, dicen. P. Culeo Liberena sería. Sí. Muerto. Muerto.

Se repetía, mientras apuraba el acelerador a riesgo de ser detenida por un agente de Policía.

¿Le convendría pagarle en pesos o en dólares? En fin, su chequera haría el resto. Muerto. Muerto.

µ

A unos cuantos metros de ella, montados sobre un descapotable rojo, los dos hombres que la seguían, no se preguntaban lo mismo. Que su jefe les pagara en pesos o en dólares los tenía sin cuidado. Porque tenían un trabajo que cumplir y lo primero era el trabajo. Que resultaba más difícil de lo que habían creído.

Se habían vestido, según pensaban, lo más disimuladamente posible: camisas hawaianas, bermudas de colores brillantes y ojotas. para rematar el atuendo, anteojos de sol ahumados, pañuelos con dibujos arabescos en la cabeza, usados de vincha, y sendas cámaras de fotos colgadas del cuello. ¿Quién sospecharía de estos dos turistas?

- Si la loca ésa sigue corriendo así, no la alcanzo ni borracho — dijo, el del volante.

- Lo que pasa es que sos un huevón — le dijo el otro - Acelerá y dejate de huevear.

- Pero si está cruzando en rojo

- ¿Y qué? Vos hacé lo mismo.

El del volante hizo caso. No le convenía discutir con Ramón. Cuando se enojaba, era capaz de liquidar a su propia madre.

Sin embargo, como ya estaban yendo a ciento veinte en plena avenida, tuvo que intervenir:

- Nos va a parar la cana. Y yo sin los documentos en regla.

- Jodete vos, por bolita.

- ¿Qué decís vos? Si tu madre te parió chileno.

Había que ver estos cordilleranos, lo agrandados que se ponían. Por un momento temió lo que su compañero podía hacerle, pero Ramón no le contestó. A esa velocidad atravesaron el barrio de Palermo sin sobresaltos. Salvo un botellazo de Quilmes que les arrojaron desde un camión de reparto. Pero cuando tomaron por Rivadavia, un coche de la Policía salió de la nada, con su sirena a todo volumen, y comenzó a seguir al Porsche de Marta.

- Ahí los tenés. ¿Qué te dije yo? — protestó el del volante.

- Callate y seguí con lo tuyo.

- Pero...

- Que te calles, te digo. Están tan ocupados con la loca esa que ni nos vieron.

Así continuaron dos cuadras. Marta, indiferente a los intentos del patrullero por imponer su autoridad; el patrullero, a la cola, intentando, vanamente, imponer su autoridad; los falsos turistas, prudentemente rezagados, pero lo suficientemente cerca como para no perder a su presa. Repentinamente, la susodicha presa viró abruptamente a la derecha. Lo mismo hizo el patrullero, pero sin éxito, porque casi se llevó puesto a un chico en patines que no escuchó los sirenazos ni los bocinazos porque estaba escuchando un walkman. Así que no tuvo más remedio que frenar.

El agente que iba dentro del auto ya estaba puteando al de los patines por idiota, cuando recibió un impacto en su espalda. Es que con el frenazo, no les había dado tiempo a los dos hombres a hacer lo propio, de modo que se estrellaron contra el guardabarros.

- Pero, ¿qué carajo? — dijo y miró por el espejo retrovisor. Acoplado a la parte trasera del vehículo, había un descapotable con dos tipos extrañamente vestidos dentro. El agente palpó su cadera, a ver si su arma estaba en su lugar, se bajó del patrullero y se encaminó hacia el descapotable. Al llegar junto al del volante, observó en detalle a los dos que lo habían atropellado.

- Documentos — dijo, vagamente.

Los dos le entregaron los documentos, aunque el del volante parecía algo renuente. El agente echó un vistazo a la documentación. Luego rompió el silencio.

- Me van a tener que acompañar. Esperen acá.

Dicho lo cual, se fue hasta el patrullero. Tomó su celular y llamó a la central. Informó del accidente que había tenido en Rivadavia y Medrano.

- Necesito remolque. Para mí y dos detenidos.

La telefonista preguntó algo en voz tan alta, que los dos hombre la escucharon. El agente los miró y armó una carpita con su mano para no ser percibido. Aunque no tuvo éxito, porque Ramón tenía buen oído.

- Exceso de velocidad, falso pasaporte y exhibición impúdica.

Otra vez la telefonista dio voces.

- Afirmativo. Dos maricas.

µ

En el vestíbulo de la jefatura de Policía, la oficial López alternaba la atención de llamados telefónicos con las preguntas que le hacía a Vicky. Esto de estar obligada a seguir haciendo de telefonista la fastidiaba un poco. Era su primer interrogatorio y deseaba hacerlo con la mayor eficiencia posible. Estaba muy emocionada. Así, dedicó media hora a tomar nota de las señas particulares y costumbres de la interrogada.

- Pero, todo esto ya me lo preguntó por teléfono cuando le informé de la muerte de Daniel — protestaba cada tanto Vicky.

- Cuando hizo la denuncia, querrá decir. Y no importa, hay un procedimiento que seguir. No se pueden saltear las etapas del procedimiento.

Cuando terminó con los datos personales, empezó a adentrarse en los detalles que tenían que ver con el occiso. Para eso utilizaba un modelo de interrogatorio que el comisario había elaborado, después de ver los métodos neandertales de Virgile. A fin de que sus otros subalternos no se contagiaran del ímpetu primitivo, lo había hecho distribuir con la orden de que se tenía que utilizar en cada interrogatorio.

- Trato con la víctima — dijo la oficial, mientras encendía la grabadora.

- Muy poco. Estudiábamos en distintas cátedras. Pero solíamos hablar seguido en la biblioteca.

La oficial tomó nota. No tenía ni idea de qué significaría "cátedra", que le sonaba a algo de geometría, pero se abstuvo de preguntarle a la interrogada. Lo más probable era que se estuviera a la forma de las aulas. Más tarde, le serviría de excusa para acercarse al principal, preguntándole qué significaba.

- Coartada.

Vicky reflexionó unos instantes. Aparentemente, con su lenguaje entrecortado, la oficial le estaba pidiendo que le dijera dónde estaba en el momento en que su compañero había muerto.

- Cuando Daniel fue empujado (porque estoy convencida de que lo mataron) ...

- No me interesan sus hipótesis. Trabajo sola — la cortó la oficial con sequedad.

- Está bien. A esa hora, digo, yo iba camino de la facultad.

La oficial la observó con desconfianza.

- ¿Cómo sabe la hora en que murió la víctima?

- Me expresé mal. Quise decir "en el momento en que" Daniel murió.

- No, no. Yo escuché bien. Usted dijo "hora" — remarcó la oficial, que tenía muchísimas ganas de encontrar a un sospechoso en su primer interrogatorio y, en consecuencia, quedar pero requetebién frente al principal.

- Usé la palabra metafóricamente — tartamudeó Vicky.

- "Metafóricamente" — anotó la oficial. Otra palabra que tendría que ser consultada con el principal.

Vicky se estaba poniendo nerviosa.

- Mire. De todos modos, sé la hora. No es ningún secreto.

- "Secreto" — siguió diciendo la oficial, a medida que escribía.

- Antes que ustedes llegaran, el chico del bar nos lo contó todo.

- "Todo"

- Fue a eso de las tres.

- "Tres".

La oficial tomó una birome roja y subrayó esta parte del interrogatorio. Al lado colocó una "S" para dar a entender que esta parte de la declaración estaba calificada de "sospechosa".

- Bueno. continuemos con lo de la coartada. Decía que a la hora en que la víctima murió ...

- Iba camino de la facultad.

- Estaba caminando — dijo la oficial.

- No, no. Quise decir que estaba yendo para la facultad. Viajaba en colectivo, no caminando — se apresuró a aclarar Vicky.

- ¿Viajaba sola o acompañada?

- Sola.

"Sin testigos", anotó la oficial. Y a continuación, en rojo, "sin coartada". Le quedaba un último ítem del formulario de interrogatorios.

- ¿Cuándo fue la última vez que vio a la víctima?

- ¡Uh! Hará como quince días. ¿No es mucho tiempo?

- No. Cuénteme.

- Fue en la biblioteca de filología. Yo había ido a buscar material para un trabajo que iba a exponer en un simposio. Entonces lo vi sentado a la mesita de madera con un libro en las manos. Estaba de espaldas. Ahí nomás se dio vuelta y me miró por encima de los anteojos, sobrador, como es (perdón era) él. Nos saludamos.

La oficial escribía "filología". Lo que decía la interrogada estaba lleno de palabras complicadas. Así que dejó de anotar y confió en la grabadora. Después trataría de entender, con la ayuda del principal. lo importante era que la tal Victoria se había encontrado a la víctima.

- ¿Estaban solos? — preguntó.

- También estaba Darío.

- ¿Quién es Darío?

- El bibliotecario.

- ¿De qué era el libro?

- Eso mismo me pregunté yo, porque estaba escrito en alemán. Entonces le pregunté: "¿Qué lees?". Y el dijo: "Buena literatura sobre perros". "¿Estás haciendo algún trabajo sobre el tema, por casualidad?", pregunté yo, con sarcasmo. "No, más bien tiene que ver con Pavlov". Lo miré haciéndole el dos de oro con los ojos. "Quiero decir", aclaró él, "que es algo que no está relacionado con los estudios clásicos. Estoy haciendo un curso de entrenamiento para ovejeros alemanes y aprovecho mis conocimientos de alemán para aprender las órdenes en la lengua nativa en que han sido pensadas Por ejemplo..." Entonces se puso a hacerme una serie de mímicas para mostrarme a qué palabras respondían los perros. Un mandaparte.

A la oficial le encantó saber que a la víctima le gustaban los ovejeros alemanes como a ella. Eran los mejores perros para la captura de criminales. Sintió algo de compasión por el pobrecito.

- Terminamos — dijo la oficial, apagando el grabador.

µ

6

El honorable coronel Virgile se hallaba cómodamente repantigado en su sillón vibrador, mientras seguía con fruición el canal Venus. Le agradaba muy especialmente en las puestas de sol, que en general coincidían con su necesidad de desahogar sus más bajos instintos. En esos momentos, su sillón vibrador era su amigo confidente. Y gracias a él, previo uso de los botones de cambio de velocidad del control remoto adosado a su respaldo, su vicio solitario era más placentero.

"A ésta le falta comer más", pensó, cuando una rubia musculosa apareció en el televisor. Pero pronto se desdijo mentalmente de su comentario, porque la cámara se había acercado tanto que los pezones siliconados de la rubia ocupaban toda la pantalla. De todos modos, le faltaba algo. Las mujeres, se decía a menudo el coronel, ya no venían como antes. Y él prefería las de antes: más gorditas y caderonas. Cierto que eran más propensas al colesterol, pero al menos uno tenía de donde agarrarse.

Aunque el coronel no tenía sus manos agarradas de las caderas de nadie, precisamente. Sin embargo, se conformaba con fantasear con la mujer de sus sueños, que se parecía, no casualmente, a una mujer policía, o con sus pálidas emulaciones que aparecían en el canal porno. Y, cerca del orgasmo, solía aumentar la velocidad de su sillón vibrador. Justo en estos menesteres estaba, porque, a falta de la mujer de sus sueños, una pelirroja regordeta lo había puesto calentón. Más ahora que ella acercaba peligrosamente su lengua puntiaguda a los pezones siliconados de la rubia. Justo en esos menesteres estaba, decía, cuando sonó el teléfono.

El coronel se malhumoró un poco. Naturalmente, un ruido inesperado e insistente venía a desconcentrarlo. Dejó que sonara la campanilla y esperó a que quienquiera que lo llamaba en un momento tan inoportuno se cansara. Y así resultó, porque, luego de veinte campanillazos, el aparato se llamó a silencio. Entonces el coronel renovó su actividad con nuevos bríos. Pero poco le duró, porque los timbrazos volvieron a la carga.

Este ritual se repitió. Era ya evidente, para el coronel, que tendría que interrumpir y contestar el teléfono. Malhumorado ya del todo, se levantó del sillón y descolgó el tubo.

- ¿Quién es? — ladró.

- ¿Dónde estabas que no atendías?

El coronel reconoció la voz de su hija, histérica y aguda hasta volverse loco. Debía haber imaginado que era ella quien lo sacaba de su único momento de éxtasis del día. Tan parecida a la difunta señora de Virgile era. Pero ella, en vida, había sido aún peor. No le había dejado prácticamente ningún momento de éxtasis, la muy frígida. En fin, si hubiera sabido, no se hubiera tomado la molestia de atender.

- En el baño.

- Es que te demoraste tanto, papito. Ya estaba por mandarte una ambulancia.

- ¿Queeé? ¿Para qué querría yo una ambulancia? Estoy perfectamente — gruñó el Coronel, que, además, detestaba que su hija lo siguiera llamando papito, como si todavía tuviera cinco años. Y lo más indigno era que pusiera voz de hacer pucheros como una nena de cinco años, cuando tenía...¿cuántos? ¿Sesenta?

- Es por tu salud, papito.

- Que salud ni salud. Estoy perfectamente. Algunos achaques. Pero, bueno, ¿quién no los tiene? — dijo el coronel, sarcástico. Pero su hija no captó el mensaje.

- Esto me recuerda que la semana que viene es tu cumpleaños. Hay que festejarlo en familia.

- Gracias, me arreglo bien solo.

- No seas tan rezongón, papito. Tendrías que estar contento de haber llegado en buen estado a los ochenta y ocho.

- Eso ni lo repitas.

El coronel era muy cuidadoso de no revelar su verdadera edad. Antes muerto.

- Y bien, ¿a qué se debe tu llamada?, si no es para fastidiarme con mi cumpleaños — dijo el coronel, que ahora lamentaba sus borracheras con los veteranos del liceo. Porque, si el año anterior no hubiera conducido bebido, no habría sido embestido por un colectivo en plena avenida, con peligro de perder la vida. Aquella semana de inconsciencia en el Hospital Militar le había dado a su hija la oportunidad de revolver entre sus documentos y encontrar, para su desgracia, su libreta de enrolamiento en la que constaba su fecha de nacimiento.

- Se trata de tu nietito.

- ¿Qué le pasa a esa alimaña ahora? — bufó el coronel.

- No hables así de mi chiquitín.

El coronel puso en duda el calificativo, a menos, claro estaba, que su hija se estuviera refiriendo al tamaño del cerebro de su nieto.

- Todavía no volvió de la comisaría.

- ¿Y qué? Estará retrasado.

- Es que siempre me llama para avisarme si llega más tarde.

- Llamá a la jefatura.

- Es lo que estoy haciendo desde hace dos horas, pero me atiende una señorita diciendo que la característica es inexistente.

- Habrás discado mal. Ya te recomendé que usaras anteojos — se burló el coronel, vengándose por lo de la ambulancia.

- No estoy para bromas. Me preocupa tu nieto.

- ¿Y qué puedo hacer yo?

- Ir a la comisaría a buscarlo.

- ¿A estas horas? Pero si ya tengo puesto el pijama — bufó el coronel.

- Entonces, cambiate. Se trata de la vida de mi hijo, de tu nieto.

El coronel hubiera mandado al demonio a su hija de muy buena gana. Pero sabía lo insistente que era y que cualquier insulto no haría mella en esa cabeza hueca. Además, tenía un estímulo para cambiarse. En la jefatura estaba aquella oficial que lo tenía a mal traer: la oficial López. Gordita y caderona como le gustaban a él.

- Está bien, voy.

Colgó el auricular, se puso un traje que había comprado la semana pasada y se cubrió de perfume. Tenía que impactar a esa gatita.

µ

Al cabo Benítez le habían informado que se tenía que quedar después de hora para hacer un interrogatorio. Para lo cual, y por falta de espacio, le habían designado la piecita de limpieza, en la que habían dispuesto una mesita de fórmica y dos bancos de cocina. Allí sentado, rodeado de escobillones, baldes, trapos de piso y olor a lavandina esperaba con poco entusiasmo a la persona que le habían designado para el interrogatorio. Tampoco era que esto le hubiera ocurrido en el momento más oportuno, porque era su cumpleaños y en casa lo esperaban para festejarlo. Aunque, estaba seguro, su mujer no iba a festejárselo como él quisiera.

Pero su entusiasmo aumentó cuando, súbitamente, apareció en la puerta del cuartito, conducida por otro cabo, un bomboncito vestido de rosa. El cabo tuvo una erección instantánea.

Sin embargo, no hubiesen compartido los gustos de Benítez ninguno de los compañeros de Beatriz Espuma, que, por lo demás, la encontraban retacona y grasuna.

- A estos sarnosos habría que llevarlos a la perrera — dijo ella, apenas se sentó.

- ¿Cómo dice? — preguntó el cabo, sintiéndose aludido.

- Los perros. Mire como me dejaron la ropa — dicho lo cual, ella se levantó y dio una vueltecita para que su interlocutor viera su desgracia. Pero, muy por el contrario, los ojos achinados del cabo Benítez se concentraron en un culo enorme y en un tatuaje que la interrogada tenía a la altura de la cintura. ¡Con lo que lo calentaban a él esos cachivaches! Sin ir más lejos, la semana pasada le había pedido a su mujer que se hiciera uno, al cual pedido ella respondió con un "¡degenerado!". Y encima esta minita que venía a provocarlo.

- Siéntese.

- Está bien, me siento. Pero le digo que, ¿oficial?...

- Cabo Benítez.

- Cabo, le digo que me habían dicho que aquí podría limpiarme y cambiarme de ropa.

- Y podrá hacerlo después del interrogatorio.

El cabo estaba sudando. Ya se la imaginaba desnuda, solamente vestida con el tatuaje. Era claro que la minita lo quería seducir. Otra erección. Pero se contuvo.

- Nombre completo y profesión.

- Beatriz Nélida Espuma, estudiante — dicho lo cual, ella se agitó la remera, refrescando su transpiración con el movimiento. El cuartito donde estaba era caluroso.

El cabo siguió con otras preguntas de rutina, a las que la interrogada contestó. La tal Beatriz tenía una forma de modular muy vehemente, acompañando los movimientos de los labios con contorsiones insinuantes de la lengua. La guacha se la estaba buscando.

- Bien. Trato con la víctima.

- Éramos buenos compañeros de latín, en la cátedra de Hidalgo.

- ¿Quién es Hidalgo?

- Nuestro profesor. También lo están interrogando porque estaba en la facultad cuando pasó lo de Daniel.

El cabo recordó que entre el grupo de detenidos que había bajado del auto del comisario venía un flaquito de cara huesuda, con pinta de nariz parada. También, si no recordaba mal, le había tocado a Virgile interrogarlo. Con los métodos del principal, al infeliz ya se le iría lo vanidoso de la jeta. Mientras, lo que el cabo no se le iba era la erección.

- ¿Cuándo vio al occiso por última vez?

- Ayer. Nos cruzamos en la puerta de la facultad.

- ¿Hablaron?

- No, nos saludamos nada más.

- Para terminar, ¿usted estaba en el edificio cuando su compañero cayó de la terraza?

- No. Mirá, ¿te puedo tutear?

El cabo asintió con un movimiento de cabeza. Ya no había duda de que la turrita quería fiesta.

- Bueno, yo salí de la estación de subte. Emilio Mitre, ¿viste? La que está en el Parque.

- ¿A qué hora?

- Las tres menos diez, creo. Caminé hasta la facultad y, cuando llegué, me fui directo al ascensor del patio. Pero cuando llego al segundo piso, ahí me avivo recién de que me había equivocado de ascensor, porque ése llega nada más que hasta el segundo, en cambio los de enfrente llevan al cuarto, que es adonde yo iba.

- ¿A dónde?

- A la biblioteca. Pero el caso es que nunca llegué porque cuando se abrieron las puertas del ascensor en la planta baja me encontré ahí nomás con el muerto. Fue horrible.

El cabo Benítez ni se inmutó. Veía fiambres a diario.

- ¿Tiene algún testigo que corrobore su coartada?.

- No. Pero, cuando el perro me ensució en las puertas mismas de la facultad, serían las tres pasadas.

- Me refería a alguien que hable.

- Bueno, no. No vi a nadie. Salvo al de intendencia.

Anotó: Espuma. Temporalmente sin coartada. Confrontar con el encargado de intendencia.

- Ahora, ¿podría darme algo para limpiarme?

- Voy a ver. Espere acá, señorita.

Benítez fue a buscar a la oficial López para que una mujer se encargara del asunto, pero estaba ocupada en el vestíbulo haciéndole un interrogatorio a otra testigo. Tendría que arreglárselas solo. En el baño había lo necesario para que la chica se limpiara. Ahora, la ropa, a no ser que se disfrazara de oficial.

El cabo emprendió el regreso al cuartito, a fin de trasladar a la chica al baño. Pero cuando llegó, se encontró con que Beatriz estaba en corpiño y había comenzado ya con la limpieza de su remera, ayudada por un trapo rejilla.

Benítez, como un autómata al que le estuvieran diciendo qué hacer, echó llave a la puerta. Beatriz, al oír el ruido de la cerradura, se dio vuelta. La expresión del cabo ya no era la misma. Beatriz quiso gritar, pero no tuvo tiempo. Llevado por el mismo impulso del perro de hacía una hora atrás, el cabo se abalanzó sobre algo más que una pierna.

µ

Ramón y el Boliviano habría querido estar en los zapatos del cabo, de haber sabido que en la ciudad se estaban ejerciendo prácticas tan afines a sus tendencias animales. Pero la ciudad no estaba siendo muy complaciente con ellos desde el momento en que eran llevados a la jefatura de distrito por un agente ansioso por cumplir con su deber, por el cargo de exceso de velocidad, exhibición impúdica y, lo que era mucho peor, si es que no habían oído mal, bajo sospecha de homosexualidad. Y eran optimistas, porque el agente, más que sospechar, estaba segurísimo de estar ante una pareja de gays. Lo que sí sospechaba era que esos dos que llevaba esposados en la parte trasera del patrullero muy probablemente estuvieran bajo los efectos de alguna sustancia que el especialista determinaría.

A Ramón lo tenían indiferente todos esos cargos. Ya había estado en cana dos veces, una de las cuales por violación de un menor. Así que no le tenía miedo a las rejas y mucho menos a perder el invicto, porque eso no podría suceder dos veces. Además, estaba seguro de que apenas hiciera la llamada correspondiente, estaría afuera en menos de lo que cantara un gallo.

No compartía esta seguridad el Boliviano. Por varias razones. En primer lugar, nunca había ido en cana. En segundo lugar, les tenía miedo a los canas. En tercer lugar, el que lo tomaran por puto profetizaba un futuro incierto para su culo. Y, aunque no le convenía demostrarlo, estaba disgustado con Ramón. ¿De dónde había sacado que esos disfraces eran de turista? Encima, el asunto de la documentación. Apenas descubrieran que él no era quien decía ser, sería enviado a Bolivia de una patada en el lugar del futuro incierto.

Cuando llegaron a la comisaría, el Boliviano vio en la calle a dos agentes. Evidentemente los estaban esperando, porque de inmediato los condujeron a los golpes al vestíbulo, donde dos mujeres conversaban detrás de un mostrador. Una estaba uniformada, rondaba los cuarenta y era propiamente un bagallo; la otra era una chica vestida de civil, con unos jeans que le marcaban la cola.

- Acá le traigo a esos dos — le dijo a la mujer de uniforme el agente que los había arrestado.

La mujer pareció turbada. Era evidente que las circunstancias la sobrepasaban.

- ¿Quién se va a hacer cargo? — preguntó a los vientos. Pero los vientos estaban mudos.

- El principal, supongo — dijo el agente.

- El principal está ocupado. Todos estamos ocupados, Compiani.

El agente Compiani tuvo hacerse cargo, a pesar de que no le correspondía pasar por encima del principal. Lo sacaba de quicio tener que alterar el procedimiento. Pero esto estaba ocurriendo tan seguido, que ya podría llamarle costumbre. Era hora de que se cagara en el procedimiento. Y la hora había llegado. Depositó a los dos hombres en una celda de dos por uno. Ya cerraba la reja, cuando Ramón le espetó:

- Tengo derecho a una llamada, ¿sabés vos?

- Y a un abogado — agregó el Boliviano.

Compiani escupió una risita y le echó llave a la reja. A él le iban a venir a contar del procedimiento.

- Ese hijo de puta — dijo Ramón entre dientes.

- Hijo de puta, pero "huevón" — le dijo el Boliviano, mientras extraía de entre el calzoncillo el celular.

Ramón largó una ritosada. Al final, el Boliviano resultó más vivo de lo que parecía. Le sacó de la mano el celular y marcó el número del jefe. Esperó, pero no tuvo suerte.

- Fuera de servicio — gruñó.

El Boliviano metió otra vez la mano en el calzoncillo y esta vez sacó un boleto con un número escrito al dorso.

- Probá con éste.

Así hizo Ramón. Esta vez lo atendió la voz de su jefe y lo informó del estado en que estaban.

µ

- ¡Estos cabezas! — rugió Fredy cuando apagó su celular.

La morocha que le estaba haciendo fricciones en el miembro, le dijo, mientras hacía más tenaces los movimientos para contrarrestar la flaccidez:

- Tranquilo, cariño. Cuidáte la presión.

Pero Fredy ya no estaba para mimos. Apartó las manos estimulantes de su compañera, se levantó de la cama y procedió a vestirse.

- Pero, ¿adónde vas, cariño?

- A sacar a esos idiotas de la comisaría.

- Voy con vos — dijo la morocha, que estaba con espíritu aventurero.

A Fredy no le parecía muy buena idea, pero no estaba de humor para discutir.

µ

Compiani caminó por el pasillo hasta la cocina. Había pasado todo el día en la calle y necesitaba tomarse un vaso de lo que fuera. Pero, al llegar a la puerta de la cocina, unos sonidos inexplicables lo obligaron a detenerse. Escuchó. Por un lado, una voz que no le era desconocida gorgoteaba y siseaba; por otro, una voz de pito, adelantaba y retrasaba las palabras, cortando las frases en lugares inusuales. No pasó ni un minuto antes de que Compiani estuviera seguro de quiénes provenían esas voces. El primero era indudablemente el cabo Almada; el segundo, indudablemente una especie de tartamudo.

- ¿Nombge? — preguntaba ahora Almada.

- Dud..dot. Ulis...Ulises Dudot — se trabucó el otro.

Almada siguió con la rutina de los datos personales.

- ¿Para qué son estas preguntas? — de repente, el tartamudo había dejado de ser tal y tenía un tono de indignación.

- Paga la ficha.

- ¿La ficha? ¡Ah! No, yo no pago ninguna ficha — protestó Dudot.

- Son datos impogtantes.

Pero Dudot ya no lo escuchaba.

- Encima que te traen a la fuerza, tenés que pagar.

- ¿Pagag? Nadie me dijo nada de pagag — dijo Almada.

Evidentemente, era algo que tenía que consultar con algún otro de los oficiales.

- Ehpege acá. Ya vengo.

Al dejar la cocina, el cabo Almada se topó con Compiani.

- ¿Cómo va?

El otro murmuró un saludo, aliviado porque la estupidez de Almada no le había permitido darse cuenta de que un agente se había rebajado a escuchar detrás de las puertas.

- Yo acá, de integgogatogio. Un ehtudiante de... — Almada leyó en su bloc de notas - Lenguah Glásicas. Y eso, ¿con qué se come?

- A la vinagreta, creo.

Almada se fue riendo por el pasillo.

- A la vinaggeta, sí señog — repetía.

El agente entró en la cocina. Frente a la mesa había un chico tan corpulento que casi no se podía ver la silla en la que estaba sentado. Compiani emitió un escueto saludo; pero el chico se limitó a observarlo con su mejor cara de idiota.

- ¿Qué? ¿No te enseñaron a saludar?

El chico no respondió. En fin, no era deber del agente lidiar con retrasados mentales. Además, su único interés era tomar algo fresco. Pero recordó que la heladera estaba descompuesta. Tendría que conformarse con agua de la canilla, nomás. Se dirigió a la pileta, pero, apenas caminó unos pasos, una monstruosidad salió de abajo de la mesa y le saltó encima. Se trataba de un perro que el agente procedió a sacarse a empujones.

- Se me pegó, je, je — dijo el chico.

- Veo — dijo el agente lacónicamente y procedió a llenar un vaso con agua. Se tomó dos y luego tres. Compiani estaba fastidioso. Hacía demasiado calor, incluso en la cocina que era el lugar más fresco de la comisaría. Por otra parte, lo tenía desconcertado que hubiera tantos civiles dispersos en su refugio de trabajo. Sobre todo, porque se había pasado el día en contacto con civiles y estaba harto de ellos.

- ¿Qué hacés acá? — le preguntó al chico de cara de idiota.

- No sé.

- Por algo debe ser.

- ¿Qué sé yo? Llego a la facultad y me encuentro con todo ese lío.

- ¿Qué lío?

- El chico ese que se mató.

- ¿Quién?

- Daniel Sirva, un compañero.

El agente estaba interesadísimo. Por fin pasaba algo fuera de lo común. ¡Y él ni enterado!

- ¿Lo conocías?

- Poco. Casi ni cruzábamos palabra.

- ¿Cómo se mató?

- Parece que se tiró de la terraza, dicen.

- ¿Se tiró o lo tiraron?

El chico se encogió de hombros.

- ¿Sabés a qué hora fue?

- A eso de las tres, creo. Un poco antes de que yo llegara. Si no recuerdo mal, eran como las tres cuando me baje del subte. Esteeehh... Emilio Mitre se llama la estación. Y vine para la facultad, claro está. Pero no soy de los que andan mirando el reloj a cada rato.

- ¿Cuándo lo viste por última vez ? Quiero decir, al tal Sirva.

- Ahí, tirado en el patio.

Compiani respiró largamente y bufó.

- Antes de morir.

- ¡Ah! Ni me acuerdo. Verdaderamente.

El agente sentía más calor que antes. Se tocó la frente. Al parecer, tenía unas líneas de temperatura. Buscó en el bolsillo trasero de su pantalón donde solía guardar las bayaspirinas. Pero sólo extrajo una tira llena de agujeros.

- ¿Tenés una aspirina? — le preguntó al chico.

- No, ¿por qué? ¿Tiene fiebre? Yo nunca tengo fiebre, ¿sabe? — dijo Ulises - Bah, sí. Una vez me dio, cuando estaba en la playa. Me metí en el mar a la noche y al otro día me dio fiebre, je, je.

A Compiani le empezaba a doler la cabeza. Necesitaba un paliativo, pronto. Y, seguramente no lo iba a tener en la cocina. Menos con un infradotado contándole anécdotas sin sentido. Tenía que irse a otro lado. Benítez sería mejor compañía. En ese momento llegó Almada.

- No tenés que pagag nada — le dijo a Ulises. Y después a Compiani - Hay que veg lo malhumogado que está el comisagio.

- Sabés dónde está Benítez — le preguntó el cabo.

- Haciendo integgogatogios en la salita de limpieza.

- ¿Él también?

- Falta de pegsonal.

El agente Compiani dejó la cocina con la cabeza a la miseria.

µ

7

Las manías de Peyrou solían sobrepasar sus propios límites. Se fastidiaba con innumerable cantidad de detalles. Sobre todo detestaba que le invadieran su privacidad. Por ejemplo, llegar a su despacho y encontrarse con que alguien estaba sentado a su escritorio. De tratarse de un subalterno el hecho no habría sido un trastorno. El comisario lo habría suspendido y punto. Pero ahora no era ningún subalterno el que lo miraba con una sonrisa de oreja a oreja desde atrás de su escritorio, sino su hermano mayor, Osvaldo. Otra vez aquella presencia que, desde niño, se imponía como una autoridad suprema, como un maestro al que se debía decir todo que sí. Peyrou nunca se había sentido cómodo con su hermano. Y entrar a su despacho acompañado por dos testigos aumentaba su sensación de incomodidad. Que unos extraños fueran testigos de su sumisión a Osvaldo violaba el último de los derechos que podía tener para con su hermano: el derecho a la intimidad.

- Traés invitados, veo — dijo Osvaldo apenas las tres personas atravesaron el umbral.

Osvaldo tenía la maldita costumbre de no saludar como era debido y de dirigirse a su hermano menor como si todavía fuera un niño.

- ¿Vas a hacer una fiesta, Isidorito?

- Son testigos. Tengo un interrogatorio — dijo Peyrou por lo bajo, tratando de reprimir una expresión hosca.

- Estaba de paso y se me ocurrió hacerte una visita.

- Ahora no va a ser posible. Se trata de algo urgente — a Peyrou le temblaba la voz cuando tenía que decirle que no a Osvaldo. Y esas veces eran realmente muy esporádicas.

- ¿Vas a estar ocupado mucho tiempo?

- Tengo para un rato largo.

- Nos vemos en otro momento, entonces. Aunque deberías saber que la familia es lo primero. ¿No te parece?

Peyrou asintió con la cabeza.

Osvaldo dejó por fin el despacho, tras lo cual el comisario invito a los presentes a tomar asiento, mientras él hacía lo propio en su silla. Después de tomarles los datos, se dedicó de lleno a los hechos. Darío Sensi, un chico de baja estatura, y Clarisa Téjez, algo más baja que él le relataron lo sucedido mientras estaban en el cuarto piso del edificio de la Facultad.

- Así que ustedes estaban en la biblioteca. Usted, Sensi, tuvo que salir un momento y la dejó a la señorita Téjez al cuidado del lugar. ¿A dónde fue?

- Al baño.

- ¿Recuerda a qué hora fue eso?

- La verdad, no sabría decirle.

- Y usted, señorita Téjez.

- Serían las tres menos cuarto.

- ¿Está segura?

- Creo que consulté mi reloj.

- Entonces fue cuando escuchó los gritos.

- Algo después. Diez minutos, quizás.

- Y usted — le dijo a Darío - regresó a la biblioteca. ¿No escuchó nada en el camino?

Darío negó con la cabeza.

- Y después se asomaron a la ventana y vieron lo que había pasado en el patio.

- Así es — dijo Clarisa.

- Entonces decidieron bajar.

- Efectivamente — confirmó Clarisa.

- ¿Eso es todo?

- Creo que sí, ¿no, Darío?

- Sí.

Enseguida Clarisa se corrigió.

- Hay algo más. En la escalera nos cruzamos con el profesor Hidalgo.

- ¿En qué parte de la escalera?

- En el rellano del segundo piso.

Darío corroboró lo dicho por Clarisa, quien agregó:

- Eso fue como cinco minutos después de que Daniel Sirva cayera al patio.

Peyrou reflexionó. Al parecer, Sensi y Téjez tenían coartada. Ambos podían atestiguar lo que había hecho el otro. Aunque la temporaria ausencia de Sensi despertaba sospechas al comisario, era claro que, en la práctica, era imposible que él hubiese empujado a Daniel Sirva por la terraza del ala derecha, atravesado luego el edificio, y, finalmente, llegado al ala izquierda en el supuesto tiempo de dos minutos. Porque tal, calculó el comisario, sería aproximadamente el tiempo transcurrido entre que cayó el cuerpo y el regreso de Sensi a la biblioteca. Aunque quedaba la posibilidad de que los dos fueran cómplices y estuvieran inventándose una coartada. En ese caso, debía haber un motivo. Si lo había, al menos no se le hacía evidente al comisario.

Peyrou se hamacó en su silla satisfecho. Estaba haciendo reflexiones como los personajes de las novelas policiales. De nuevo tenía confianza en sí mismo y en su poder de controlar la realidad. Y, si no de controlarla, al menos de poder hurgar en ella sin riesgos.

Esa sensación de seguridad le duró poco. En el umbral de la puerta apareció el principal Virgile.

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Era improbable, aunque no del todo imposible, que Benítez tuviera en su haber bayaspirinas. Si el agente Compiani no recordaba mal, la semana anterior lo había visto bajarse media tira mientras se quejaba de dolores de espalda.

- Estoy todo contracturado — le había comentado - Este laburo me va a matar.

Entonces Compiani pasó por alto esta observación considerándola una mera manifestación de un estado de ánimo momentáneo del cabo. Pronto comprobaría que aquellas palabras habían tenido un sentido profético.

Al llegar al final del corredor abrió la puerta del cuartito de limpieza.

El otrora rubicundo y socarrón Benítez yacía ahora, boca abajo, pálido y desnudo sobre la pequeña mesita. Sus piernas colgaban inertes. Si bien desde donde estaba el agente no podía verle la cara, dedujo por la palidez que el cabo estaba muerto. El que probablemente estuviera en presencia de un cadáver no lo horrorizó. No. En los años que llevaba trabajando en la comisaría había visto cantidad de fotos con cuerpos dispuestos de manera semejante a la que ahora se encontraba el cabo. La gente prefería morir en las posturas más estrambóticas. Lo que lo tenía turbado era el plumero que Benítez tenía clavado en medio del culo. Instintivamente Compiani se apresuró a cerrar la puerta. La sola idea de que alguna de las oficiales contemplaran la escena le hacía estallar la cabeza.

- ¿Qué es esto? — preguntó indignado, aunque no esperaba ninguna respuesta.

Un susurro le contestó desde un rincón.

- Creo que se murió.

Compiani buscó en dirección de donde había venido la voz. En un rincón, una chica lo observaba con ojos cadavéricos.

- ¿Qué hace usted ahí? — le preguntó.

- Soy una testigo. El oficial me estaba interrogando.

- El cabo — la corrigió.

Compiani dio vuelta a la mesa y se acercó para ver el rostro del presunto occiso. La cabeza de Benítez estaba apoyada sobre su oreja izquierda, los ojos semiabiertos, las pupilas dilatadas y de su boca, que se había endurecido en un rictus libertino, goteaba sangre. No era necesario tomarle el pulso. Era evidente que el cabo estaba muerto. También era evidente que había muerto en estado de exaltación. Por otra parte, era conveniente no dejar huellas en una presunta escena del crimen. Ya bastante había metido la pata al haber tocado el picaporte. Había que atenerse al reglamento. Y el reglamento decía que lo primero era tratar de establecer brevemente los hechos. Lo segundo, avisar al principal. Y, a falta de tal, al comisario.

- ¿Qué pasó acá? — le preguntó a la chica, después de concluir que ella sería la única que podría darle los datos.

- El cabo me estuvo interrogando — susurró la voz.

- Eso ya lo sé. Quiere hacerme el favor de salir de ese rincón.

Así lo hizo la chica. Estaba a medio vestir. A Compiani se le iban los ojos.

- ¿Dónde está su ropa?

- Allí — dijo la chica señalando un montoncito de trapos rosados que había debajo de la mesa.

- ¿Cuál es su nombre?

- Beatriz Nélida Espuma.

- ¿Quiere explicarme que pasó acá? Y no me repita lo del interrogatorio.

- Bueno. Yo necesitaba cambiarme. Es que un perro me ensució toda la ropa. Así que le pedí al cabo si me podía conseguir algo que ponerme. Entonces el cabo, muy atento, fue a buscarme algo. Pero cuando volvió ya no estuvo tan atento.

- ¿Acaso el cabo abusó de usted?

- ¿Cómo se le ocurre? Simplemente me pidió algo a cambio de la ropa — dijo la chica indicando con la cabeza el plumero.

Compiani miró alternativamente a la chica y el instrumento de limpieza tratando de comprender. Hasta que por fin.

- No me va a decir que usted le introdujo el plumero en el...

- Sí. Y sin vaselina. Yo se lo advertí, pero el no me quiso escuchar. Al contrario, me pedía más fuerte.

Compiani había oído suficiente.

- Vístase y permanezca donde está. Y, por favor, no toque nada — le ordenó a la chica.

El agente salió del cuartito de limpieza desconcertado. Jamás hubiera imaginado que el cabo tuviera esos gustos.

µ

Marta se había salvado por un pelo de aquella patrulla. Pura suerte. Ahora había que calmarse. Fue disminuyendo la velocidad a medida que aminoraba sus ímpetus. Estacionó el Porsche y estuvo cavilando una media hora. Luego reanudó su camino.

Ya a unos pasos de la comisaría, reconoció, aparcada en la calle, la patrulla que la había perseguido un rato antes. Evidentemente la patrulla pertenecía a la comisaría adonde ella se dirigía. Era inconfundible porque tenía una abolladura en la trompa. Otros habían corrido distinta suerte que Marta: la patrulla tenía remolcado un convertible. Al parecer, el agente tenía gusto por los autos de lujo. Como un imán, parecía atraerlos hacia sí, porque el Porsche de Marta iba derecho al matadero. Pronto, tenía que hacer algo. Siguió de largo despacito y al llegar a la esquina dobló bruscamente y preguntó al quiosquero dónde había un estacionamiento. Allí dejó escondido su Porsche, se soltó el cabello y borró todo rastro de maquillaje de su rostro. A punto de bajarse del auto, recordó que en la guantera tenía guardados un par de anteojos que casi nunca usaba por coquetería. Le serían útiles para rematar su camuflaje. Una vez concluida la tarea, caminó las dos cuadras que tenía hasta la comisaría. Era muy improbable que, con los cambios que le había hecho a su persona, aunque mínimos, el agente la reconociera. Ni siquiera su Fredy la reconocería si la viera.

Y esta idea pareció invocarlo porque, en la oscuridad, a unos treinta metros de la jefatura, Marta vio pasar la silueta de un auto familiar. Era el BMW de Fredy. La aparición sólo podía tener una causa. Seguramente Fredy había ido al departamento e busca de Marta y la muchacha le había dicho lo de Daniel. Él, sin pensarlo dos veces, se había apurado a venir a ayudarla en su mal trago.

"Mi príncipe azul", suspiró Marta, sintiendo su corazón latir renovado por amor a Fredy, su protector. Ahí mismo se puso a agitar su brazo derecho, por si su amado la veía por el espejo retrovisor.

El auto siguió su camino y se detuvo frente a las puertas del edificio de la Policía. El motor dejó de rugir, las luces traseras se apagaron y la portezuela se abrió para dejar paso a la figura esbelta de Fredy. A la distancia y bajo la luz de la luna, Marta lo contemplaba embelesada, como hacía años atrás, cuando lo conoció. Aceleró el paso para alcanzarlo. Él, por su parte, no parecía muy apurado, a juzgar porque ahora, en vez de ir directo a la comisaría, daba una vuelta alrededor del auto y abría la otra portezuela. Inesperadamente, brilló en la penumbra un vestido de lentejuelas que comprimía unas tetas descomunales y un culo que no le iba a la zaga. la mujer, alta y de cabello negro, rodeó el cuello de Fredy con sus brazos y lo beso apasionadamente. Parecía que iba a tragárselo. Cuando al fin lo soltó, la pareja caminó del brazo a los arrumacos y, en ese estado, subió los escalones de la comisaría.

En la vereda, bajo la luz de los faroles, Marta quedó boquiabierta y con un calor recorriéndole la piel.

"¡Sapo sarnoso!", escupió.

µ

"Es curioso cómo un caso extremo te hace olvidar cualquier dolencia", pensó el agente Compiani a propósito de su dolor de cabeza, mientras tocaba a la puerta del despacho del principal. Mientras esperaba, se puso a silbar Grisel.

Nadie contestó. Era extraño. Por lo que le habían dicho, Virgile estaba haciendo un interrogatorio en su despacho. Lo volvió a intentar; tampoco hubo respuesta. Pegó la oreja a la puerta y escuchó unos ruidos secos, como si alguien estuviera apaleando una bolsa. Enseguida creyó percibir gemidos. Por lo que podía deducir, era probable que alguien estuviera en peligro dentro de la habitación. El agente temió por la salud de su superior. Dudó en sí derribar la puerta por la fuerza o probar una vez más por las buenas. Decidió que lo segundo sería lo más prudente. Volvió a la carga con su puño y esta vez sí hubo respuesta. Unos pasos se acercaron a la puerta que, al abrirse, descubrió el rostro sonriente del principal. Tenía la vista enajenada.

- ¿Qué pasa?

Compiani comprendió que se había anticipado. Su superior no había sufrido violencia alguna. Agachó la cabeza en señal de sumisión y dijo:

- Disculpe la interrupción, señor.

- Estoy en medio de un interrogatorio — le reprochó Virgile.

- Lo sé, señor, pero es urgente. Se trata del cabo Benítez.

- ¿Qué le pasa a Benítez?

- En realidad nada. Está muerto.

Tras decir esto, Compiani levantó la cabeza para mirar como le había caído la noticia al principal. Pero Virgile no abandonaba su ensimismamiento. Ni siquiera parecía sorprendido.

- Espere acá — dijo el principal secamente y dio un portazo.

Compiani se quedó esperando. La puerta se volvió a abrir y reapareció Virgile.

- ¿Era usted el que silbaba? — preguntó.

- Sí, señor, es que... — empezó a disculparse el agente.

- Siga silbando. Más fuerte.

Así lo hizo Compiani, a quien lo carcomía la duda de si lo que acababa de ver en la frente de su superior era un rastro de sangre. Adentro se reanudaron los gemidos. El agente dejó de silbar y desde la habitación una voz familiar lo reconvino.

- No pare de silbar, Compiani. Más fuerte todavía.

El agente obedeció. Cuando los gemidos se hacían más llamativos, Compiani incrementaba el volumen de sus silbidos.

Al cabo de diez minutos, el principal se hizo presente de nuevo y le echó llave a la puerta.

- ¿Dónde está el occiso? — preguntó.

- Querrá decir "el cabo Benítez".

- Ahora es el occiso.

Compiani no estaba en condiciones psíquicas de discutir con el principal.

- En el cuarto de limpieza, señor.

- Vamos para allá — ordenó Virgile.

Los dos policías echaron a andar por el corredor.

- A propósito, señor — dijo el agente - Había una chica con él. Aparentemente Benítez la estaba interrogando.

- El occiso, Compiani. Acuérdese de llamarlo así.

- "El occiso". Por supuesto, señor.

- ¿Dónde está esa chica?

- La dejé en el cuarto de limpieza.

Al llegar al cuarto de limpieza, no había trazas de la chica de la que hablaba Compiani. Inversamente, el plumero plantado a modo de banderín en el culo de Benítez seguía en su lugar.

- ¿Qué diablos es esto? — ladró Virgile.

- Me temo que es el trasero del occiso, señor. Y, para más detalle, tiene un artículo de limpieza (presuntamente un plumero) clavado en el esfínter — explicó el agente, tratando de atenerse lo más posible al reglamento.

- ¿Qué hay de la interrogada?

- Estaba aquí hacía un rato.

- ¡Vaya a buscarla ya mismo! — vociferó el principal.

Compiani salió disparado del cuartito de limpieza. Primero buscó en cada recoveco de la comisaría. Luego, se asomó a la calle con la esperanza de encontrarla allí. La búsqueda fue infructuosa. La chica vestida de rosa se había hecho humo.

El agente regresó al lugar de los hechos.

- ¿Y? — lo increpó su superior.

- Nada, señor. Al parecer, la chica dejó la comisaría.

Virgile lo miró fríamente.

- Tenemos un 17 -24 -33, que el reglamento califica como asesinato en primer grado. Y la sospechosa es esa chica que usted dejó escapar.

El agente comenzó a temblequear.

- Acepto mi culpa, señor.

Al principal no le interesaban las disculpas de Compiani.

- ¿Sabe el nombre de la sospechosa, al menos?

- En absoluto, señor.

- ¿Cómo es que no lo sabe? — dijo entre dientes el principal.

Cómo iba a saberlo. Después de todo no había sido él el encargado de interrogarla. Si había alguien que supiera, ese era el difunto Benítez. El agente tuvo una idea.

- Quizás esté en el bloc de notas del cabo. Digo, si la estaba interrogando, debe haber anotado sus señas particulares.

Virgile aprobó la idea con un movimiento de cabeza. Así que el agente miró a diestra y siniestra dentro de la habitación, cuidándose muy bien de no dejar impregnadas sus huellas dactilares. No sólo faltaba el bloc, sino también el uniforme del cabo y las ropas de la sospechosa.

El agente comenzó a sentir pavor. Siempre había temido al principal Virgile, y ahora más que lo veía extraviado, con los ojos fijos en un objetivo imaginario sobre el que descargar toda su violencia. Sin embargo, el principal habló con su tono de voz más distante. Pronunciadamente gutural, a lo Humphrey Bogart.

- ¿Sabe, Compiani? Estoy empezando a creer que no existe tal chica.

- ¿Cómo, señor?

- Usted inventó a esa chica.

- ¿Yo?

- ¿Quién si no? Según el reglamento, todo asesino tiene un móvil. Y la única persona que podría querer matar al occiso es usted.

- ¿Eh?

- Usted — continuó Virgile, con tono autosuficiente - quería ascender en el escalafón. Estaba harto de levantar multas. Y la única forma era deshaciéndose del occiso, que es el que está inmediatamente arriba de usted.

- Por supuesto que no.

- Pruébelo.

- Tengo coartada. Estuve toda la tarde en la calle. A última hora detuve a dos perucas por exceso de velocidad. Vine a la comisaría. Estuve primero en la cocina (el cabo Almada me vio y puede salirme de testigo). Después fui al cuartito de limpieza y me encontré con lo que usted está viendo ahora y con la chica vestida de rosa. Aunque, para decir la verdad, estaba a medio vestir.

"Una chica vestida de rosa", pensó Virgile. ¿Por qué le sonaba esa imagen? ¡Claro! Era una de las zurditas que se había traído de la facultad infesta. No cabía duda de que Compiani estaba diciendo la verdad. Esos subversivos eran capaces de cualquier cosa. Por otra parte, si lo pensaba un poco, el agente Compiani era un bueno para nada, cobarde y amante del reglamento. Eran esas debilidades las que le habían impedido tener ascenso alguno y por las que, desde hacía diez años, sus funciones se limitaban a levantar infracciones de tránsito. Con todo, era necesario sacrificar alguna pieza. El que un cabo hubiera sido asesinado por una revolucionaria era un asunto que no debía trascender. Significaría la debilidad del cuerpo de la Policía. Y significaría aún más: lo responsabilizarían a él del hecho, con el subsecuente descenso en el escalafón o, incluso, su despido. El coronel lo desconocería como nieto.

- ¿Hay alguna huella suya en esta habitación? — le preguntó al agente.

- Sí, en el picaporte, al entrar.

- Veo. No tiene de qué preocuparse, Compiani. Yo lo voy a cubrir.

- ¿Queeé? Pero si yo no fui...

- Nada. ¿Dónde están los dos perucas?

- En la celda del sótano, como dice el reglamento.

- Manos a la obra, Compiani. Hay que apurarse si quiere que lo ayude.

Al agente se le vino el alma al piso. Era obvio que el principal no le había creído ni una sola palabra. Y encima las malditas huellas lo incriminaban. El agente deploró su mala suerte. ¿Por qué había tenido una jaqueca en el momento menos oportuno?

µ

8

El Boliviano había logrado echarse una siestita de parado cuando un estruendo lo dejó sordo. El ruido provenía de algún lugar del sótano, fuera de la celda. Y el aire húmedo de aquellas profundidades se sintió putrefacto. Sobresaltado, buscó a tientas el cuerpo de Ramón que dormitaba en la única litera de la celda. No fue posible despertarlo; el otro roncaba a pata suelta. Pronto al Boliviano le llegaron los cabeceos y la sensación de irrealidad. Fue ahí que comprendió que siempre había estado soñando. Toda su vida había sido una pesadilla de niño. Nunca había salido de La Paz. Despertaba en la punta de un cerro bajo el sol profundo del mediodía. Tenía la boca seca. Caminó por la ladera y la altitud lo mareó. Más allá, en la puerta del rancho, lo esperaba su madre:

- Puli, a comer.

Y el Puli corrió hacia los brazos regordetes y morenos de su madre.

µ

A pesar de sus ochenta y ocho, el coronel Virgile caminaba con paso enérgico, imprimiendo a sus piernas la fuerza propia de un veinteañero. Al coronel lo enorgullecía el conservar la misma agilidad de sus años en el ejército, antes de su jubilación. ¿Cuál era el secreto de la eterna juventud de sus músculos? Las largas caminatas. El coronel recorría varios kilómetros de ciudad por día y se abstenía de usar cualquier medio de transporte. Y esta noche llevaba hechas una treinta cuadras, desde que la histérica de su hija lo había mandado en busca de su nieto, presuntamente perdido.

Había dos clases de caminatas. Las que hacía de día, cuando el cuerpo se oxigenaba y el rocío de la mañana le refrescaba la piel. Con los primeros rayos del alba, el coronel admiraba la arquitectura de las casas y se regocijaba con el follaje de los árboles y el cielo enrarecido. Durante las caminatas nocturnas, como la luz escaseaba, el anciano hundía su vista en los recuerdos de juventud. O, más precisamente, en un solo recuerdo al que con el tiempo había agregado detalles y quitado otros: el día en que se había ganado el respeto del General.

El coronel había entrado en el ejército durante los primeros años de gobierno del General. Era hijo de inmigrantes napolitanos, quienes, apenas llegados a la Argentina, fueron a vivir en una chacra en Telén, un pueblito de La Pampa. Allí, mientras los padres sudaban por el sustento diario, el futuro coronel sudaba en el chiquero. Les daba de comer, limpiaba sus porquerías y había aprendido a dominarlos (en la medida de lo posible). De tanto contacto con los cerdos, había terminado por adquirir ciertos rasgos característicos de esos animalitos, como la prominente nariz y las orejas voluminosas. Incluso los "oink", "oink" eran sus ronquidos cuando dormía.

Pero no le estaba destinado pasar toda su vida relacionándose con chanchos — por más que sus padres hubieran estado conformes con este oficio. Cuando cumplió los diecisiete, su padre lo mandó al centro del pueblo a comprar velitas para una modesta torta que la madre le estaba preparando. Caminó los cinco kilómetros que separaban su rancho del pueblo atravesando la llanura. Una vez en Telén, se dirigió al almacén de ramos generales. Grande fue su sorpresa al comprobar que estaba cerrado con tranca. Algo raro pasaba en el pueblo. No había un alma en las calles. De lejos se oía el sonido de trompetas. Corrió hacia la otra punta del pueblo y entendió lo que sucedía. Una banda militar estaba desfilando y se aprestaba a atravesar el caserío. Los pueblerinos la seguían al son de la música. Por espacio de dos horas la banda recorrió Telén y el futuro coronel comprendió cuál era su destino. Al anochecer, cuando los soldados tomaron el tren de regreso a Buenos Aires, un joven de rasgos cerdunos se colgó del pasamanos de uno de los vagones. Nunca más vería a sus padres.

Al poco tiempo de recibirse de suboficial, supo que el General en persona visitaría las instalaciones del cuartel. Era el momento que todos esperaban. Se plancharon uniformes y se cocieron botones nuevos. El lugar debía estar de punto en blanco. Los suboficiales, en hilera, esperando una mirada del General, quien permanecería unos días en el cuartel.

Cierto día, el mismísimo General estaba pasando revista a los suboficiales, cuando un viento repentino le arrebató la gorra. Desafortunadamente, no estaba lejos una pocilga, propiedad del casero. Allí fue a embarrarse la honorable gorra del General. El flamante suboficial Virgile no dudó. Se salió de la fila, corrió hasta la pocilga y se lanzó al medio del barro, donde entabló batalla con uno de los chanchos que se había hecho con la gorra y lo zarandeaba de uno a otro lado con sus prominentes colmillos. De más está decir que el suboficial salió victorioso, producto de su profundo conocimiento de la naturaleza cerduna. El que se había llevado la peor parte fue el pobre chancho, que ahora yacía inconsciente en el barro, ante la visión desesperada del casero. El suboficial enjuagó la gorra bajo el agua del grifo y la puso a secar en el tendedero.

El General, que había contemplado la escena con asombro, aunque no sin cierto entusiasmo por la devoción de su subordinado, hizo llamar aparte al temerario suboficial. Desde ese día su carrera militar se pareció más a la de la Fórmula 1, porque en dos años llegó a coronel. Y cada vez que descubría a un subalterno riéndose a sus espaldas por su cara de cerdo, lo mandaba encerrar en un calabozo lleno de cerdos. Y, a falta de cerdos, buenos eran los sapos.

Y ahora volvían las voces gritándole "sapo" al que estaba en medio de los sapos. Sólo que ya no eran los oficiales, sino una voz de mujer. El coronel era consciente de que, a medida que pasaba el tiempo, sus recuerdos se iban deteriorando. No obstante, su memoria no estaba en estado tan deplorable como para confundir el timbre masculino con el femenino. Rápidamente, fue tomando conocimiento del lugar en el que se encontraba. La calle correspondía a la de la comisaría donde trabajaba su nieto. De espaldas a él, una mujer muy bien vestida profería insultos. El coronel, criado con los modales del campo, no toleraba que una señora convirtiera su boca en una cloaca. Así que la reconvino:

- ¿Qué es ese lenguaje?

La mujer se dio vuelta y el coronel pudo observarla a la luz del farol. Tenía unos ojos enormes de gato, caderas amplias y contextura maciza. todas cosas que volvían loco al anciano.

- ¿Cómo dice? — lo increpó la mujer que, al parecer había estado llorando.

El coronel tartamudeó:

- ¿Qué está haciendo una belleza como usted sola a estas horas de la noche?

La mujer esbozó una sonrisa de halago.

- Estoy yendo a la comisaría — explicó - Me informaron que mi hijo ha muerto. Estoy muy nerviosa.

- Comprendo — murmuró el coronel - Mis condolencias.

Sintió compasión por aquella madre. Ahora eran comprensibles los insultos. Era su deber ayudarla.

- Soy el coronel Virgile. Mi nieto es el principal de la comisaría. Con gusto lo pondré a su disposición para que pueda arreglar todo lo concerniente a su hijo.

- Le agradezco muchísimo. Mi nombre es Marta Sirva.

- Bueno Marta, le importaría que la acompañara — dijo el coronel.

- Al contrario, me encantaría — dijo ella y se tomó del brazo que le ofrecía el coronel.

"Pobrecita", pensó él, deseando enjugar las lágrimas que la madre había soltado por su hijo. Pero se equivocaba de cabo a rabo. No era Daniel el motivo de dolor de Marta, sino la broca por el traidor de Fredy. Y ahora eso había quedado atrás. Tenía mucha suerte de que ese coronel, como se llamara, tuviese un pariente en la comisaría. Le facilitaría los trámites. Por otra parte, el susodicho coronel parecía ser un hombre de buena posición. Ya sabría cómo sacar provecho de aquel viejo decrépito.

µ

Siempre había tenido sus dudas acerca de la salud mental del principal. Ahora tenía ocasión de comprobar que sus dudas no eran tales. Menos ahora que los dos descendían por la escalera del sótano con el cuerpo aún tibio del ex cabo Benítez, boca abajo, plumero incorporado. No había motivos de duda. El principal Virgile estaba rematadamente loco. Antes, habiendo hecho lo propio, lo había obligado a ponerse los guantes reglamentarios y a clausurar la puerta del pasillo que llevaba al cuarto de limpieza y al sótano, para impedir que nadie en la comisaría los agarrara in fraganti.

¿Cómo él, el juicioso Compiani, acataba las órdenes de un completo chiflado? Precisamente porque ese chiflado lo tenía agarrado de las pelotas. Parecía estar convencido de que él había dado muerte a su compañero. Y no estaba en posición de llevarle la contra. No sólo porque se tratara de un loco. Cualquiera en la jefatura sabía que el abuelo de Virgile era un hombre de cierto peso. Y tal peso lo arrastraría en forma de grillete en la cárcel de Devoto si es que a él, el agente Compiani, un don nadie, se le ocurría contrariar al nieto.

Una vez frente a la puerta del sótano, el principal dijo:

- A la cuenta de tres, soltamos al occiso

- ¿Sobre los escalones, señor?

- ¿Dónde si no?

Aclarado lo cual, el principal contó hasta tres y los dos policías dejaron al ex cabo Benítez a merced de la gravedad. Que no fue para nada benévola, porque el cuerpo del occiso dio medio giro en el aire y quedó boca arriba entre los escalones. Sólo Dios sabía qué había sido del plumero y su punto de apoyo. Ninguna ayuda divina era necesaria para saber lo que sucedía en la delantera. El difunto Benítez ostentaba una erección y, a juzgar por la misma, el occiso había sido bien dotado en vida. El agente, deseoso de abandonar la visión bochornosa, llamó la atención del principal:

- ¿Señor?

Virgile estaba absorto en el miembro erecto.

- ¿Qué hacemos ahora, señor? — insistió Compiani.

El principal salió de su ensimismamiento. Del bolsillo superior derecho de su uniforme extrajo una especie de cohete.

- ¿Tiene encendedor? — le preguntó al agente.

- ¿Una cajita de fósforos es lo mismo?

- Venga.

Tras encender la mecha, el principal abrió la puerta del sótano a toda velocidad, arrojó el cohete en el interior y cerró la puerta en la mitad de tiempo.

- Ahora, la nariz — le indicó a Compiani, mientras se cubría la trompa con un pañuelo de higiene dudosa.

- ¿No sería mejor taparse los oídos?

El estruendo que provenía del sótano hizo inútil la pregunta. En cambio, un olor a podrido lo obligó a aplicarse rápidamente la gorra en las fosas nasales.

Cinco minutos después, el principal empujó la puerta y entraron. El olor nauseabundo persistía, aunque atenuado. Virgile se dirigió a la celda donde yacían los detenidos y la abrió. Como el agente permanecía inerte, le gritó:

- ¿Qué espera? Traiga al occiso hasta la celda.

Compiani hizo lo que le mandaba su superior. Le llevó un buen rato. El cuerpo se hacía cada vez más pesado. Cuando había cumplido la mitad de su tarea, notó que el principal no había perdido el tiempo. Los dos perucas que él había detenido esa misma tarde estaban tirados en el medio de la habitación.

- Déjelo ahí — le ordenó el principal, refiriéndose al cuerpo de Benítez.

Compiani soltó la carga con movimientos de autómata.

- ¿Tiene algo con que cortar? — le preguntó el principal.

- Mi vitorinox.

- Perfecto. Pásemela.

Navaja en mano, Virgile forzó la cerradura de la celda. Luego, separó el filo del mango. Tiró la parte cortante al piso y devolvió lo que quedaba de la vitorinox al agente.

- Deshágase de ella en cuanto pueda.

Dicho esto, el principal recogió los restos del gas lacrimógeno. Compiani tenía los nervios a la miseria. Y todavía faltaba la segunda parte del trabajo.

µ

"¡Cuándo no!", se dijo Fredy apenas notó que el vestíbulo de la estación de Policía estaba completamente desierto. Lo mas probable era que los supuestos encargados de la seguridad del ciudadano estuvieran perdiendo tiempo jugando al truco o tomando mate o alguna otra actividad de mal gusto. Como sucedía con todo empleado público. Porque, ¿qué otra cosa era un policía que un empleado público con pistola? Y era el hombre común, que pagaba los impuestos religiosamente, el que mantenía a esa manga de haraganes. El país se iba al tacho y no había nada que hacerle.

Cierto que Fredy, con los años, se había matriculado de evasor. Piadosamente había hecho bollos con formularios que iban a parar al cesto de papeles. Con el fervor de un devoto, se había ocupado de llenar los bolsillos de los inspectores. Pero su conciencia ignoraba todas estas cosas y él estaba satisfecho consigo mismo. De hecho se podía decir que era un hombre feliz. Sólo lo alteraban dos cosas: que no lo atendieran conforme a su alcurnia y, por supuesto, los berrinches de Marta.

Pero hoy estaba intranquilo. No dudaba de Ramón. El hombre era confiable y podía imaginarlo soportando la tortura china con tal de guardar un secreto. Del que desconfiaba era del otro. Ese aspecto de perrito nervioso que tenía el Boliviano justificaba el temor que, bajo presión, dijera algo acerca del plan de deshacerse de Marta. Por eso Fredy no debía perder tiempo.

Con gesto aristocrático, hizo sonar la campanilla que estaba sobre el mostrador y esperó. La morocha que lo acompañaba se le acercó y comenzó a acariciarle la nuca con movimientos que ella pretendía sensuales. La verdad es que le estaba sacando los pocos pelos que le quedaban a su amante, quien ya tenía suficiente de franeleos por hoy.

- Karen, ¡por favor! Por si no lo notaste, estamos en una estación de Policía.

La morocha lo soltó, no sin una mueca de disgusto y se puso a dar golpecitos con su taco aguja en el piso, impaciente.

Nadie apareció. Por más que Fredy tocaba insistentemente la campanilla. Al fin, dijo:

- Voy a llamar a esos dos idiotas al celular.

Intentando calmarse, marcó el número de Ramón.

µ

- Estoy ocupado — se atajó el comisario al ver a Virgile entrar al despacho acompañado del agente Compiani.

En realidad ya había dado fin al interrogatorio. Pero cualquier cosa que le dijera Virgile iba a ser para problemas. Y, sinceramente, Peyrou ya tenía ganas de irse a su casa a sacar a pasear a Rodolfo.

- Señor, tenemos un 17 -24 -82 -33 en el sótano — dijo Virgile con tono de estar cumpliendo con su deber.

"Otra vez este idiota y su condenado reglamento", pensó Peyrou, que no tenía la menor idea de qué era un 17 -24 -82 -33 y no sentía el menor deseo de tenerla. Imaginó, por las dos primeras series de números, que se trataría de algo grave. Respiró hondo, como resignado, y luego dijo a los testigos:

- Bien. Visto y considerando que, por su relación de los hechos, ambos tienen una coartada convincente y que no hay cargos en su contra, los autorizo a retirarse a sus respectivos domicilios. Pero tengan presente que serán citados a declarar en su oportunidad ante el juzgado correspondiente.

Clarisa Téjez y Darío Sensi dejaron atrás el despacho del comisario con celeridad.

- Señor, ¿los deja irse tan rápido? — preguntó Virgile decepcionado.

- Son testigos y están fuera de sospecha. No hace falta que sigan detenido.

- ¿Seguro? Mire que yo podría interrogarlos y hacerlos confesar — insinuó el principal con ojos lúbricos.

- ¿Qué diablos está diciendo? — vociferó el comisario.

- Es que, señor, a veces con un solo interrogatorio no basta. ¡A cuántos criminales se les sonsacó la verdad recién después de un segundo, tercer o cuarto interrogatorio! — exclamó Virgile eufórico, recreando en su mente los métodos de persuasión utilizados en esos casos. Picana en mano, habría hecho decir los secretos más recónditos a ese par de palomos.

- ¿Acaso está dudando de mi capacidad para llevar adelante un interrogatorio? — lo intimidó el comisario.

- En absoluto señor, yo sólo decía...

- Guárdese sus métodos para el día en que llegue a comisario. Ahora vamos a ver ese 17 -24 no sé cuántos del que me hablaba.

Virgile no dijo nada más. Después de todo, sus días como comisario no estaban lejos. Sobre todo cuando probara que Peyrou era un zurdo encubierto.

El comisario, ajeno a estas elucubraciones de su subalterno, encabezaba la fila que se dirigía hacia la parte baja del edificio, seguido de cerca por el principal y, algo más rezagado, el agente Compiani, quien, para sorpresa del comisario, se mostraba extrañamente introvertido. En el camino pasaron por delante de la cocina, donde el cabo Almada se concentraba en la tarea de prepararse un café. Café de Colombia, su preferido. A Virgile le extrañó que el sospechoso que antes le había designado para el interrogatorio no estuviera con él.

- ¿Ulises Dudot? ¿El estudiante? Acabo de dejaglo ig — contestó Almada cuando el principal le preguntó por el interrogado.

- ¿Qué lo dejó ir? ¿Por qué hizo eso?

- Falta de pguebas, señog.

- ¿Cómo dice?

- Está todo anotado y figmado pog el testigo, señog — se defendió Almada.

- No me interesa. ¿Acaso no leyó el reglamento? ¿Desde cuándo toma decisiones sin consultar con el principal? — gruñó Virgile, furioso porque otra vez alguien había dejado escapar a un sospechoso. A un — de seguro - criminal que debía experimentar ineludiblemente la picana.

El cabo ensayó una disculpa. Pero Virgile ya no estaba interesado en las lamentaciones de Almada, que exigían un esfuerzo auditivo considerable, porque, según veía, el comisario estaba forcejeando con la puerta de llevaba al sótano y al cuartito de limpieza. Apuró sus pasos hasta situarse al lado de su superior, extrajo el llavero de su bolsillo y procedió a abrir la puerta.

- La dejé cerrada porque se trata de un 17 -24 -82 -33 — explicó.

Luego comenzaron a descender por las escaleras que llevaban al sótano. El agente Compiani estaba temblequeando. Rogaba por que pasara cualquier cosa, un terremoto, tal vez un ciclón, que impidiera la llegada del comisario al subsuelo. Y sus ruegos fueron escuchados, porque en ese momento una voz de pito se dejó oír desde las alturas.

µ

9

Clarisa Téjez y Darío Sensi se despidieron en la puerta de la comisaría. Clarisa lo vio encaminar pausadamente sus piernas hacia la parada del colectivo. Era también tiempo de que ella se volviera a su casa. Estaba deduciendo cuál de los colectivos le convenía, cuando una voz conocida le hizo eco en los oídos. Era Ulises Dudot.

- ¿Qué? ¿A vos también te dejaron irte?

- Sí.

- ¿Te dijeron por qué?

Clarisa no tenía ganas de ponerse a compartir su experiencia con los policías. Más bien quería olvidarla. De todos modos, contestó.

- Falta de cargos, creo. Igual voy a tener que declarar cuando me citen en el juzgado.

- Je, je. Lo mismo me dijeron a mí.

Pero Clarisa cambió de tema.

- ¿Vas para Rivadavia?

- No sé. Me tomo el 53.

- Para en la avenida. Vamos juntos.

Hacía tiempo que Clarisa no conversaba con Ulises. Esta era una oportunidad para conocerlo un poco más y echar tierra sobre lo que había pasado meses atrás. Siempre y cuando él no hablara pelotudeces. Pero la realidad fue que Ulises no sólo no dijo ninguna pelotudez sino que casi no pronunció palabra en todo el camino. Era de esperarse. Después de todo, se trataba de dos extraños que tenían poco y nada para decirse.

No habían caminado ni treinta metros, cuando Clarisa olvidó por dónde iba caminando y con quién. Había sido un día de lo más anecdótico. La inesperada muerte de Daniel Sirva, la aparición de los policías y la consecuente ida a la comisaría. Y el interrogatorio. ¿Qué les habrían preguntado a los otros? Por un momento pensó en que Ulises podría contarle algo de lo que había dicho, pero probablemente él no dijera nada productivo.

Lo que sí le llamaba poderosamente la atención era qué estaría haciendo Daniel en la terraza. O mejor, cómo había llegado allí. Según sabía, era la primera vez que alguien entraba allí. Cierto que alguna que otra vez, mientras tomaba clases de griego en el tercer piso, había visto hombres de mameluco haciendo trabajos de obra. Pero nunca a un alumno o a un profesor de la facultad.

Repentinamente, tomó conciencia de que estaba a punto de cruzar la calle. Ulises seguía a su lado, como un zombie. De atrás le vinieron unos golpecitos como de pisadas. en realidad, habían estado haciendo de fondo de sus pensamientos desde que habían dejado la comisaría. Se dio vuelta y lo que vio la sobresaltó. Se trataba del perro de la facultad, que había dejado a la miseria las ropas de PP y que ahora seguía de cerca a Ulises.

- Se me pegó — fue toda la explicación que dio él.

"Entre especímenes se entienden", pensó Clarisa.

Una vez que hubieron cruzado la calle, Clarisa continuó el hilo de sus razonamientos. Además de que era sumamente extraño el hecho de que Daniel estuviera en la terraza, estaba el cómo había muerto. Según ella estimaba, sólo podía haber tres hipótesis de lo que le había pasado al pobre desgraciado. Homicidio, suicido o accidente. ¿Qué otra cosa podía sugerir la caída desde una terraza? Un accidente parecía lo menos probable. Era demasiado absurdo caerse así nomás de un piso alto, sobre todo tratándose de una persona adulta. Cierto que, por lo poco que había visto, Daniel no tenía aspecto de tener muchas luces; pero de ahí a creer que se cayera como si no tuviera mucha conciencia de sí mismo. Podría haber resbalado y en ese caso, ¿con qué?. Y el hecho de haber quedado boca arriba en el piso resultaba de lo más estrambótico. Significaba que Daniel estaba de espaldas al patio cuando cayó. ¿Qué hacía de espaldas? En todo caso, de haber resbalado con lo que fuera, tendría que haberlo visto necesariamente. Salvo que hubiera caminado hacia atrás...¿Ejercicios de equilibrismo, tal vez?

En fin, la hipótesis del accidente no la convencía.

Un segundo semáforo en rojo la detuvo. Ulises continuaba con su ensimismamiento. El perro aprovechó para rascarse las pulgas.

Y después estaba lo del suicidio. Cosa que tampoco la convencía. Justamente por el tipo de caída. ¿A quién se le iba a ocurrir suicidarse de espaldas? Además, los gritos. Visio había explicado con detalle que había escuchado voces. Según sabía Clarisa, era típico del suicida anunciar, con algún tipo de señal, su propósito de quitarse la vida. Pero, ¿hacía falta tanto escándalo? Por otra parte, si había suicidio, debía haber una causa. Y Daniel Sirva no parecía tener muchas causas para suicidarse, salvo su propia idiotez. Eso en el caso de que se diera cuenta de que era un idiota.

Finalmente, la conjetura de homicidio. Parecía ser la más probable. El hecho de haber caído de espaldas daba a pensar que alguien lo habría empujado. Una pelea, ¿quién sabe? De ahí los gritos. Y si había homicidio tenía que haber motivos. O alguien que tuviera motivos. En todo caso ese alguien no podría haber escapado así como así. Según ella sabía, apenas Visio vio caer a Daniel y corrió en su ayuda, enseguida se reunió la gente a ver qué pasaba. Ella incluida. Y estaba el testimonio del encargado, que decía no haber visto salir o entrar a nadie más que los que se habían reunido en torno del cadáver. Se rió para sus adentros. Era divertido pensar que el asesino estuviera entre uno de los presentes. Hidalgo, un profesor engreído; PP y su antecedente de haber intentado prender fuego a la cabellera de una compañera; Dudot, contracturado de tanto pasar por inteligente; Vicky, boquifloja y competitiva. Todos ellos cumplían además un requisito para ser sospechoso de asesinato: tener alguna relación más o menos cercana con la víctima. Aunque más no fuera por compartir el mismo lugar de estudio.

En cuanto a los motivos, por lo que ella había leído, generalmente se reducían a dos: sexo y envidia. Cierto que el sexo era harto escaso en la Facultad de Filosofía y Letras. Pero la envidia era moneda corriente. ¿No era ella la que se quejaba diariamente de la competencia que había entre los estudiantes y profesores? No había deseado innumerable cantidad de veces mandar todo al diablo.

A Clarisa la estaba entusiasmando la idea de homicidio. Despertaba su fruición por resolver juegos de ingenio que tanto había practicado de niña. Además de los crucigramas y el juego de las siete diferencias. Lástima que fuera tan mala en el ajedrez. Demasiadas piezas, demasiadas posibilidades. Su padre siempre se había sentido frustrado por esa incapacidad de Clarisa. Él, que era un genio en el ajedrez. Allá él.

Sin embargo, Clarisa compartió la frustración de su padre. Lo de Daniel Sirva tenía mucho en común con un juego de ajedrez. Había la posibilidad de infinitas jugadas, pero sólo una sería la correcta. La que el jugador había elegido. ¿Cuál sería esa jugada? ¿Cuál el jugador?

"La realidad es más compleja que un juego", se consoló Clarisa.

Habían llegado a Rivadavia. Era tiempo de despedirse. Pero no, porque Clarisa vio gente conocida sentada en el bar de la esquina.

- Ésos...¿no son Marcelo, René y Mirona?

- ¡Uy! Sí. Deben estar esperándonos — se lamentó Ulises agarrándose la cabeza con gesto teatral.

Clarisa comprobó en su reloj que era casi medianoche.

- Pero si es tardísimo.

- Igual vamos a ver

Clarisa lo siguió un tanto molesta. La verdad es que quería subirse al 132 y seguir pensando en asesinatos y en cómo resolverlos. El aire fresco de la noche le había aclarado la mente durante su caminata. Prana. Y gratis. No había que desaprovecharlo. A propósito, ¿en qué habría estado pensando Ulises durante todo el camino? Ése sí que era un enigma sin resolver. Pero Clarisa se equivocaba. La mente de Ulises era mucho más prosaica de lo que ella creía. Se había pasado todo el tiempo buscando un tema de conversación para amenizar la caminata. De más está decir: no lo había encontrado.

µ

- Comisario, ¿están llevando a los sospechosos al sótano?

La voz de pito que los había obligado a detenerse pertenecía a la oficial López.. Peyrou se dio vuelta con fastidio. Ya tenía suficiente por hoy de esa tonta de la oficial. La vio acompañada de la chica que había hecho aquel carnaval de agua en el patio de la facultad.

- ¿Acaso está usted ciega? ¿No ve que sólo somos el principal, el agente Compiani y yo los que estamos bajando por esta endemoniada escalera? — Peyrou decía así, por lo angostos y resbaladizos que eran los escalones.

- Entonces, ¿qué hicieron con los sospechosos? — preguntó la oficial, desalentada.

- Los dejamos ir. ¿Qué otra cosa si no? Además, yo no hablaría de sospechosos, por el momento — la reconvino el comisario.

La oficial López estaba absolutamente aturdida.

- ¿Quiere decir que tengo que dejar ir a mi interrogada? — preguntó con incredulidad.

- Por supuesto. Ya será citada en el juzgado.

De ser el principal el comisario, y viceversa, no se largaría a los sospechosos así como así. De este modo Vicky dejó a la oficial con su desconcierto, llegó hasta la puerta de la comisaría, donde, luego de lanzar a los vientos un "iupi", se dirigió hacia Rivadavia.

- Ahora, si no tiene nada más que decir, quiere hacer el favor de retirarse a su puesto de trabajo — dijo el comisario y continuó su descenso hacia el sótano.

La oficial dio media vuelta y se fue, despechada. Aunque, teniendo en cuenta la medida de su busto, era una manera de decir.

El sótano estaba en penumbras. Así que el comisario mandó al principal a que buscara el interruptor de la luz, quien hizo lo propio con el agente Compiani. Peyrou se preguntaba qué le estaba deparando esta vez el destino. El destino encarnado en la persona del irritante principal Virgile. Tenía que confesarse que le daban escalofríos. Todas las veces que el principal lo había requerido para algo, siempre se trataba de algo funesto. Sobre todo cuando había interrogatorios. Pero se consoló pensando que nada sería peor que la vez del interrogatorio de Yuyito en su despacho. A menos que a este demente se le hubiera ocurrido interrogar al cabo Benítez...

Pero cuando la luz se encendió vio algo que superó todas sus expectativas. Cualquier cosa estrambótica que hubiese querido encontrar en una novela policial, no aventajaba a lo que la realidad le estaba ofreciendo. Nuevamente se sentía vencido por las circunstancias, anhelando volver a sus investigaciones cuanto antes.

- ¿Qué? ¿Qué es esto? — sólo alcanzó a articular. Porque allí, en medio de la habitación, yacía en una postura digna de La maja desnuda el cabo Benítez. Como "La Maja", no llevaba ningún atavío — y Peyrou hubiese deseado que el cabo hubiese elegido imitar a la otra versión para morir -, salvo un plumero incrustado en la zona anal. Por lo visto, el autor de semejante felonía había tenido toda la intención de hacer pasar al pobre de Benítez por una gallina. Y no había necesidad de ir demasiado lejos para encontrar al responsable de semejante intento. Tirado boca abajo, un hombre corpulento se agarraba al mango del plumero, con una firmeza digna de consideración.

Pero había otro chirimbolo, además del plumero, que llamaba la atención en el cabo: un pene descomunal. ¿Cómo había llegado el cabo a estimular sus partes de manera tal de obtener semejantes proporciones? Eso también tenía una respuesta. Otro hombre, esta vez menudito, le succionaba el miembro.

- Tiene una explicación, señor comisario — dijo Virgile.

- Francamente, espero que la haya.

El comisario comenzaba a temer por su propia salud mental. Tanto, que empezaba a desesperar por obtener respuestas. Algo, que proveyera de significación a lo que parecía no tener significación alguna. ¿Y por qué esos dos hombres estaban inconscientes?

- Es sencillo, señor. El agente Compiani, después de haber detenido a esos dos individuos — desde ahora los sospechosos - por exhibición impúdica — explicó Virgile, señalando a Ramón y al Boliviano -, informó al cabo Benítez — desde ahora el occiso - según el procedimiento...

Peyrou creyó recordar que no era eso lo establecido en el reglamento. Ante cualquier detención, se debía informar al principal. Pero, como no deseaba quedar como un ignorante frente a su subalterno, guardó silencio al respecto. Por otro lado, dijo:

- ¿Exhibición impúdica?

- Andaban vestidos como dos mariquitas en un convertible a toda velocidad.

- ¿Es eso cierto? — preguntó el comisario al agente.

- Afirmativo — dijo Compiani, reprimiendo unos temblequeos - El convertible está detenido en la puerta de la comisaría.

- Comprendo — dijo Peyrou, si bien la verdad era que cada vez entendía menos, salvo que a sus subalternos le faltaban jugadores. Aunque esa no era ninguna novedad - Prosiga, Virgile.

- El occiso dijo al agente Compiani que él se encargaría de llevar a sus celdas a los sospechosos. También le ordenó que revisara sus antecedentes.

- ¿Y esa fue la última vez que vio al cabo...perdón, al occiso, con vida? — inquirió el comisario dirigiéndose a Compiani.

- Afirmativo — cacareó el agente.

- Como el occiso se demoraba — intervino Virgile que quería evitar a toda costa las preguntas del comisario y que, como sucedía rara vez, estaba inspirado para hablar -, el agente bajó al sótano y se encontró con esta escena del crimen. Según lo prescribe el reglamento, vino en mi búsqueda. Después, tomé conocimiento en persona de lo sucedido y fui a informarle a mi superior que es usted, señor — concluyó Virgile con mirada perruna.

Al comisario le sonó bastante coherente lo que le informaba el principal. Pero todavía faltaba explicar la parte más inexplicable.

- Eso no es ningún misterio, señor — continuó Virgile - Los datos provistos por nuestra presente visión ocular, indican que los sospechosos lograron salir de la celda forzando la cerradura con un objeto cortante. Presuntamente, ese pedazo de navaja que está ahí en el piso.

El comisario siguió la explicación de su subalterno con la vista. Por primera vez, Virgile lo estaba sorprendiendo. Su cociente intelectual subió a 95 para el comisario.

- Todo esto lo hicieron, desgraciadamente, antes de que el occiso llegara al sótano. De modo que cuando éste abrió la puerta, los sospechosos lo tomaron prisionero y, por lo que se puede ver, descargaron sus más bajos instintos en la persona del cabo, es decir, el occiso.

La mente de Peyrou volvía a ver la luz bajo el encanto de las palabras del principal. Sin embargo, en un punto, no estaba convencido.

- ¿Cómo es que el cabo no pidió auxilio?

- Seguramente lo hizo. Pero, una vez cerrada la puerta, no se puede oír nada desde arriba.

- Ya veo — dijo el comisario.

- Permítame informarle que, según los antecedentes, el sospechoso que sostiene el utensilio de limpieza estuvo encerrado varias veces bajo el cargo de violación.

Peyrou asintió. Se acercó hacia donde estaban los tres hombres. Observó el miembro erecto del cabo Benítez. Ahora que lo observaba, sus sospechas iban a otra parte del relato.

- ¿Cómo saben que está muerto?

Virgile se apresuró a contestar:

- No lo comprobamos, señor, pero por el aspecto... — y dirigiéndose a Compiani con extraña amabilidad - Agente, ¿por casualidad tendría usted a mano unos guantes reglamentarios?

El agente extrajo del bolsillo del pantalón los guantes con los que hacía un rato había estado manipulando al pobre cabo y se los alcanzó al principal. Tras colocarse los guantes, Virgile se dirigió hacia el cuerpo exangüe del cabo y le tomó el pulso.

- Evidentemente, se trata de un occiso — concluyó.

El comisario ya no tuvo dudas en cuanto a Benítez. Pero quedaba por ver a los sospechosos.

- ¿Qué hay de estos dos?

- Parecen inconscientes — dijo Virgile - Igual, voy a verificar.

Pero se equivocaba, porque al tomarles el pulso comprobó que estaban muertos y en proceso de rigor mortis. Seguramente se le había ido la mano con el gas lacrimógeno.

- Son occisos también, señor.

- ¿Causas del deceso? — preguntó el comisario.

- No es posible establecerlas, señor. Los excesos de la orgía, supongo — ensayó Virgile por respuesta.

- En ese caso, hay que establecerlas. ¿No les parece?

"Estamos sonados", se dijo Compiani, "O, mejor dicho, estoy sonado". Apenas vinieran los expertos se sabría que los dos sospechosos habían muerto por asfixia, se pondrían a investigar y quién sabe qué les diría el principal en su contra. Pero lo salvó el gong, porque el comisario ya estaba ordenando llamar urgentemente a los peritos, cuando un aparato sonó en el sótano. Un bip, bip continuo.

- ¿Será una bomba? — conjeturó Virgile.

Pero ante la insistencia del sonido, el comisario dijo:

- No, suena como a un celular. Viene desde este cuerpo — dijo señalando al que seguía agarrado del plumero - Hay que registrarlo.

Así lo hizo Virgile. En efecto, había un celular en uno de los bolsillos.

- Atiéndalo.

Virgile no tenía la menor idea de cómo se manejaba un celular. Hizo lo que pudo, siguiendo las instrucciones del comisario y logró contestar. Del otro lado, una voz gruñó:

- ¿Dónde diablos están?

- En el sótano — contestó Virgile, siguiéndole el juego. Era obvio que se trataba de un cómplice. Lo atraería hacia una trampa.

- ¿Cómo voy ahí?

- La oficial López, en el vestíbulo.

En ese momento apareció la oficial, con una taza de café que le había preparado Almada.

- ¿Es usted la oficial López?

- Sí. ¿Por qué?

- Tengo que ir al sótano.

La oficial pensó enseguida que el comisario estaba esperando a este señor, acompañado de esa mujer con pinta de gato. ¿Por qué todo el mundo iba al sótano y a ella se la mantenía aparte? Con cierto resentimiento, dijo:

- Lo acompaño.

Fredy tomó a la morocha del brazo y dijo al celular:

- Bien, voy para allá.

Cuando logró colgar, el comisario le preguntó:

- ¿Quién era?

- Un cómplice, sin duda. Hice que la oficial lo trajera directo hacia nosotros.

µ

Dos figuras algo llamativas entraron tomadas del brazo al vestíbulo de la comisaría. Marta, con su atuendo de falsa bienuda y los ojos visiblemente llorosos. El coronel, con su porte arrogante y la mirada altiva. Pero no había testigos de la entrada de la pareja. Todos los policías de la estación estaban ocupados en algo. El que la oficial López no estuviera en su puesto de trabajo decepcionó al coronel, pero se consoló pensando que, después de todo, iba acompañado de toda una mujer como lo era la señora Sirva. Por su parte, a Marta la tenía intrigada dónde habría ido a parar Fredy. Pero no se sintió desanimada. Tarde o temprano el muy cerdo aparecería. Ella lo había visto entrar, estaba segura. La oscuridad de la calle no era tanta como para haberla confundido. ¡Cómo se iba a regocijar viéndole la cara que pondría al verla del brazo de otro hombre! Y, ¿qué excusa le daría Fredy acerca de su pulposa acompañante?

- Vamos a tener que esperar a que vengan a atendernos — dijo el coronel.

Marta reparó en la campanilla que había sobre el mostrador.

- ¿No habrá que utilizar eso? — preguntó señalándola.

El coronel no se había percatado de aquel chirimbolo. Posiblemente porque nunca había tenido necesidad de él. Siempre que llegaba a la comisaría, era inmediatamente recibido con honores y se lo convidaba con café y facturas. Esta noche era distinta. Así que el coronel, con sus dedos regordetes, hizo que la campanilla cumpliera su función.

El efecto fue inmediato, porque enseguida se escucharon ruidos de pisadas. Ya venían a atenderlo.

Sin embargo, en lugar de alguno de los oficiales, el coronel vio un desfile de jovencitas y jovencitos, vestidos de civil, que atravesaron el vestíbulo y salieron de la comisaría, sin percatarse de la presencia ni del coronel ni de la señora Sirva, sino que los pasaron de largo como si se tratase de dos fantasmas. De esos que son invisibles. Y, como si semejante peregrinaje no fuera suficiente, un perro manifiestamente roñoso cruzó también la estancia y se dirigió también hacia la salida. Al pasar, dejó sus huellas barrosas impregnadas por todo el vestíbulo.

El coronel estaba indignado. Era imprescindible que hablara muy seriamente con su nieto. Ésa no era precisamente la imagen que debía dar una estación de Policía. En sus tiempos no pasaban esas cosas. Cierto que en sus tiempos no había entrado en una sola comisarías; sus contactos con la Policía se reducían a un amigo del colegio que no había pasado de suboficial y con el que apenas se veía. Pero como esas cosas no pasaban en el cuartel, era de esperar que tampoco sucedieran en los edificios de la Policía ni en la calle. El General no hubiera permitido eso.

Cuando estaba perdiendo la paciencia que le habían dado décadas de entrenamiento militar, se hizo presente la oficial López. Venía con un humor de perros. No era justo. Ella tenía todo el derecho de saber qué estaba pasando en el sótano. Tan violentada estaba que casi ni se dio cuenta de que había dos visitantes en el vestíbulo. Sin embargo, sus reflejos actuaron rápido, porque apenas reconoció al coronel, esbozó una amplia sonrisa. Aquel vejete que estaba parado junto al mostrador era nada menos que el abuelo del principal. Era suficiente para Ivone. Le importaban tres quinotos su investidura militar. Lo importante era caerle lo mejor posible y que él la considerara como una nieta. Como su madre siempre le decía: para llevarse a un hombre al altar, lo primero es comprarse a la familia.

- Coronel, ¿qué lo trae por acá? — dijo la oficial, mientras se acomodaba el cabello y planchaba las arrugas de todo un día de su uniforme.

Al verla, el coronel renovó sus impulsos eróticos. ¡Cómo lo calentaba esa mujercita rechoncha! Cortésmente, se soltó del brazo de Marta, no fuera a ser que la oficial pensara que estaba comprometido.

- Acá, buscando a mi nieto. Y ¿cómo le va a mi queridita? — dijo con voz melosa.

Ivone pensó que ese modo de dirigirse a ella no le quedaba nada bien al coronel. Lo hacía verse como un viejo verde. Sin embargo, se atuvo a la regla materna.

- No tan bien como usted. Hoy está precioso — dijo con voz zalamera.

El coronel se babeó todo.

"A estos viejos hay que hacerlos creer que todavía son jóvenes", pensó Ivone y, luego, reparando en la presencia de la mujer, dijo:

- ¿La señora es...?

El coronel se recompuso enseguida de su cara de idiota.

- Perdón por mi grosería, no las he presentado. La dama que me acompaña es Marta Sirva. Está buscando información acerca de su hijo.

- Encantada — dijo Marta.

- Y esta señorita tan amable — dijo el coronel señalando a la oficial - es Ivone. Te va a ayudar en lo que necesites.

La oficial bosquejó una sonrisa a modo de saludo. Por el apellido y por lo que venía a buscar, dedujo que seguramente se trataba de la madre del chico que había muerto esa tarde en la facultad. ¿De dónde diablos conocía el coronel a la madre del occiso? Y ¡qué pinta de mosquita muerta tenía esta tal Marta! Y de atorranta. O no tan exactamente. No hacía más de unos minutos que había conducido a una verdadera atorranta al sótano, lo que le permitía deducir que la tal Sirva no era de ese tipo. No. Era una de esas cazafortunas que andan atrás de los viejos con plata. Pero, en ese caso, si la presa en cuestión era el coronel, el olfato no le funcionaba nada bien a la señora. Porque, por lo que Ivone sabía, el coronel vivía de su pensión, que, si bien no era poca, tampoco era un dineral. Por otra parte, no tenía el aspecto que solían tener los parientes cuando venían a buscar información sobre sus familiares muertos a la comisaría. No, no parecía para nada compungida.

- Por supuesto, estoy a su disposición — dijo finalmente.

- Ante todo — empezó a decir Marta, afectando lo más posible la voz - quiero saber qué le sucedió a mi bebé.

"Bebé" no era precisamente el calificativo para referirse a un grandulón de veintipico. Ivone sospechó un tono exagerado en la señora Sirva.

- Por lo que parece, cayó desde la terraza de la facultad en la que estudiaba — dijo la oficial lacónicamente.

- Eso fue lo que me informaron por teléfono. Pero quiero saber más: si se tiró por propia voluntad o si alguien lo asesinó.

- En eso estamos, señora. Pasamos toda la tarde interrogando a unos cuantos sospechosos.

- ¿Quiere decir que hay sospechosos? — dijo Marta esperanzada. Sus instintos no la habían engañado. Ahora lo bueno sería que alguno de esos sospechosos tuviera el dinero suficiente como para que valiera la pena demandarlo.

- Cuando su hijo murió, había gente en el lugar. Siempre hay que empezar por los que están más cerca. ¿No vio cómo hacen en las películas?

A Marta esa observación le pareció de lo más extraña viniendo de una oficial de policía. Pero lo refirió al deseo de Ivone por tranquilizarla.

- Entonces, ¿alguno de ellos puede ser el asesino?

- Todavía no lo sé. Además falta el informe del perito.

- No hay que descartar que se trate de un suicidio — intervino el coronel.

Marta abrió sus ojos como una lechuza y por un momento pareció que iba a acribillar al viejo con la mirada. Sin embargo, calmó su expresión y dijo:

- ¡Eso nunca! No puedo creer que mi bebé haya hecho una cosa semejante.

- Tranquila — dijo la oficial - No tiene por qué preocuparse. El principal Virgile, sin duda el miembro más competente de todo el cuerpo de Policía, se encargó de los interrogatorios. Es muy bueno para hacer confesar a un sospechoso. ¿No es cierto, coronel?

- De tal palo, tal astilla — dijo él, muy ufano.

Y luego:

- A propósito, ¿dónde anda mi nieto?

- En un operativo.

- ¿Tiene para rato? Su madre lo está esperando.

La oficial calculó su respuesta. De lo que dijera dependía su encuentro a solas con el principal. Porque, si mal no recordaba, él le había prometido que la llevaría al cine esa misma noche. Definitivamente, hoy la bruja no cenaría con su hijo.

- Sí. Dos o tres horas, mínimo.

- Bueno, se lo voy a decir a su madre — dijo resignado el coronel, imaginando ya los gritos de su hija.

Pero a Marta no le importaba tres pepinos la supuesta competencia del nieto del vejete. Mucho menos, sus rencillas maternas.

- Mientras, querría ver a mi hijo — dijo.

- Por ahora no se puede. Su cuerpo está en la Morgue. Está siendo sometido a una autopsia — explicó la oficial.

Repentinamente, el cuerpo de Marta mostró la flojedad de un muñeco de trapo. El coronel alcanzó a sostenerla antes de que fuera a dar contra el piso. Era obvio que se trataba de un desmayo. la oficial ayudó al coronel con su carga y juntos la depositaron en una de las sillas.

- ¡Pobrecita! Se ve que la afectó la idea de su hijo siendo diseccionado como una rana — dijo el coronel.

La oficial fue a la cocina, de donde volvió con un vaso de agua. Le echó unas gotas a la cara de Marta para intentar reanimarla. Cuando la oficial intentó darle de beber a la fuerza, Marta reaccionó inesperadamente. Abrió los ojos y cabeceó un poco.

- ¿Se siente mejor? - preguntó el coronel acercándole el mostacho a la cara.

Marta pudo deducir, por el aliento, que el viejo se había dado una panzada de ajo aquel día. Apartó la cara bruscamente.

- Más o menos.

- ¡Qué alivio! — exclamó el coronel.

Marta pensó lo mismo de no tener que tragar las bocanadas de ajo. También la aliviaba el hecho de que su plan estuviera saliendo a la perfección. Había percibido, por la forma en que el coronel era tratado por la oficial, que el viejo era un hombre poderoso. Y ella no debía dejar escapar semejante mina de oro. Tenía que lograr, como fuera, que el coronel le pidiera matrimonio. ¿Cuántos años podría tener? ¿Ochenta? Quizás más, quizás menos, pero no le quedaba tanta vida como a ella. En menos de lo esperado, enviudaría y sería la dueña de una fortuna. Ya no le importaba la traición de Fredy.

Y el primer paso era lograr seducirlo, llevándoselo a su casa. Fingir el desmayo fue lo mejor que se le ocurrió. Ahora decía con voz marchita:

- Podrían llamarme un remís. Necesito estar en casa

- De inmediato, pero yo la acompaño — dijo el coronel, quien, a pesar de su intención de arrimarle el churrasco a la oficial, debía cumplir con su deber de caballero.

Marta sonrió por dentro. Lástima el Porsche. Ahora tendría que pagarles más del tiempo estipulado a los del garaje.

Cinco minutos después llegó el remís, al que subió Marta ayudada por el coronel. Antes de subirse, el viejo dijo:

- Ivone, por favor, déle mis saludos a mi nieto.

- Serán dados.

La oficial los vio alejarse. Dio media vuelta y notó que el convertible que el agente Compiani tenía colgado de su patrullero no había sido retirado aún por la grúa. Se encogió de hombros y se metió en la comisaría. Tenía que ir arreglándose para su cita con el principal.

µ

10

Cuatro de los seis integrantes de la lista REZONGANTES estaba en sesión plenaria en un bar de Caballito: Marcelo, René, Mirona y Ulises. Los otros dos, o más bien, las otras dos, estaban ausentes de una u otra forma. La quinta, Vicky, se hallaba en camino de encontrarse con sus compañeros de lista sin saberlo. La sexta, Clarisa, estaba presente; pero sus pensamientos estaban ocupados en cosas ajenas a la política. El caso Daniel Sirva. Todavía había otra hipótesis que Clarisa no había tenido en cuenta y que cuadraba muy bien con el ego sublimado —no precisamente por prácticas yóguicas - de la mayoría de los estudiantes de Clásicas. Que Daniel se hubiese lanzado al vacío por creerse Superman. Era una posibilidad, que los cuatro tarados que debatían a su alrededor por ver quien tenía las mejores ideas para llevar a cabo las propuestas de la plataforma hacían cada vez más verosímil. Todavía tenía pesadillas con la reunión anterior al turno de votación para estudiantes, semanas atrás. En ese momento habían tenido que decidir todo a las apuradas, desde el mismísimo nombre que llevaría la lista hasta la plataforma, que luego Marcelo mandaría a imprimir en volantes y afiches lo más económicos posible. Entonces se propusieron cosas tales como un dispenser de agua en cada aula, apuntes a mitad de precio a todos los estudiantes de Clásicas, renovación de todos los baños de la facultad —el tío de Ulises tenía contactos con una conocida marca de productos sanitarios - y pizarras de plásticos, lo más moderno en el sistema educativo. Por fin se terminaría con la tiza y el polvillo de los borradores de paño.

Todas cosas demagógicas, cierto, pero tal vez convincentes para obtener una mayoría de votos —efectivamente, a la hora de la votación, la lista encabezada por Daniel Sirva fue rotundamente aplastada. De ahí a que, luego, se lograra convencer al consejo directivo de la magnitud de tales propuestas había un largo paso. Pero, ¿a quién le importaba? Además, en lo que concernía a René y a Mirona, lo importante era que la cátedra con la que trabajaban ganara lugares de poder. Lugares que serían ocupados por ambos tan pronto hubieran sido ganados. En cuanto a Marcelo, sus sueños iban algo más allá: ser, a corto o a largo plazo, integrante del Consejo Directivo de la Facultad de Filosofía y Letras. Y, ¿quién te decía si algún día no llegaba a ser decano? Para la carrera política universitaria, el que Marcelo sólo lograra meter una materia cada dos años no era un obstáculo, sino un requisito.

A último momento, Ulises sugirió que se escribiera la leyenda ¡VÓTENNOS!, slogan que los otros miembros se negaron a incluir por obvio.

Ahora venía el turno de votación para los graduados. Mientras los rezongantes hacían tiempo para que empezaran a andar los colectivos que los llevarían a sus correspondientes puntos de destino, conjeturaban acerca de cuantos votos podían llegar a obtener frente a la otra lista de graduados. Efectivamente, en una atmósfera tan pequeña, donde los graduados no eran más de quince, estos cálculos eran posibles. Los rezongantes, prudentemente, se habían aliado a una de las listas de graduados a fin de obtener objetivos comunes. Pero, según los cálculos, la lista opositora obtendría la mayoría, ineluctablemente.

- Veamos, hasta ahora tenemos a nuestro favor cinco votos —contó René con los dedos de una mano.

- Momento —lo corrigió Marcelo - Del voto de Gascón no estamos seguros. ¡Ojo con eso!

- Bueno, pero estamos seguros del voto de Gloria, de Goodman, de Coroleano, y de Coya —aseguró René ostentando cuatro de sus dedos de la mano izquierda.

- ¿Y ellos a quiénes tienen seguro? —preguntó Mirona.

- A Naftaline, seguro, y también a Maña, y los otros cinco —dijo René volviendo a contar con los dedos. No era muy bueno para las Matemáticas.

- Eso hace siete —concluyó brillantemente Marcelo.

- Entonces, habría que convencer a Ostra y a Manffredo —agregó Mirona.

- ¡Ojo con eso también! Hay que ver si están en el padrón. Porque también trabajan en el área de Lingüística y ahí también hay padrón —dijo Marcelo.

Todas estas disquisiciones le estuvieron taladrando el cerebro a Clarisa hasta que llegó Vicky.

- ¿Todavía están acá? Son más de las doce, si no me equivoco —exclamó.

- Los estuvimos esperando —dijo Mirona.

- Pero la reunión era a las ocho. ¿Estuvieron esperando cuatro horas?

- Y charlando. Teníamos cosas de qué hablar —dijo Marcelo, haciéndose el misterioso. Clarisa pensó que más bien quedaba patético.

- Ya me estaba por tomar el colectivo y los vi.

- A nosotros nos pasó lo mismo, je, je —dijo Ulises.

- Ya saben lo de Daniel. Me imagino que los chicos les habrán contado.

- Sí. ¡Qué loco! ¿No? —dijo Marcelo, por decir algo. En nada lamentaba la muerte de Sirva. Lo detestaba, como todos en Clásicas. Sin embargo, nunca lo iba a admitir abiertamente. Por el contrario, se mostraba apesadumbrado, como correspondía a la circunstancia. Como cualquier buen político haría.

- ¡Uy! —exclamó Ulises, agarrándose la cabeza - Con todo este lío me olvidé de mostrarles algo que me encontré.

De su mochila extrajo un objeto que, con la escasa luz del bar, les costó reconocer. Era un par de binoculares anticuados, de esos que se usan para ir al teatro. Estaban enchapados en oro alrededor de las lentes y tenían una cadenita de plata, seguramente para colgárselos del cuello.

- Me los encontré esta tarde. Estaban tirados en el jardín de una de las casas que están en la otra cuadra de la facultad - contó Ulises.

Clarisa se deleitó por unos instantes evocando las casas de estilo inglés, cuyos jardines cuidados con solicitud daban a Puan. Pero la sensación agradable se diluyó ante la imagen artera de Ulises hurtando los binoculares.

- Quiere decir que te los afanaste — le reprochó.

El otro contestó con evasivas, evitando mirarla a la cara.

- Venía del subte. En eso miro para abajo y me los encuentro.

- Pero para eso tuviste que meter la mano en terreno ajeno —insinuó Clarisa.

Ulises no dijo ni pío.

- Mejor por él. A esos ricachones les sobra la guita para comprarse los largavistas que quieran. ¡Qué se jodan! —lo disculpó Vicky.

- ¿Vieron lo que son esas mansiones? —preguntó Mirona.

Las habían visto.

- Los vas a poder usar para la función del Plutusque van a dar en el Cervantes — sugirió Vicky con sorna.

- ¿Estás loca? —replicó Ulises - Los voy a vender. Esto tiene oro y plata. Verdaderamente, debe valer lo suyo. Capaz que me da para hacerme el viajecito a Estados Unidos que tengo pensado.

Ulises no se había pedido nada de tomar. "Además de ladrón, tacaño", pensó Clarisa. Se veía que el muy cerdo ahorraba hasta en lo que podía. Era típico de los ricos. Porque, por lo que sabía, la familia de Ulises estaba forrada. Vendiendo forros. Y produciéndolos.

- Pero antes vas a tener que arreglarlos — le advirtió Vicky — Una de las lentes está rajada y la cadenita está suelta.

- ¿Eh?

- ¿No ves que le falta la abrazadera de la cadenita?

Se fueron pasando unos a otros los binoculares y cada uno lo observaba desde su perspectiva. Clarisa notó que en uno de los costados había unas muescas medio borroneadas. Parecían ser unas iniciales. O dibujos. Un triángulo invertido al que le faltaba la base y una serpiente. Luego, devolvió los binoculares a Ulises, quien procedió a guardarlos en la mochila. Sacó primero un juego de las llaves para acomodar mejor las cosas. Después, colocó las llaves en el bolsillo de la camisa, levemente manchado con una sustancia rosada. Por último, colocó la mochila en el piso, junto al perro que no se le separaba.

El tintineo del llavero transportó a Clarisa en uno de esos viajes proustianos o, si se quiere, madelenescos a través del tiempo o, si se quiere, a la disolución del tiempo del inconsciente. Eso le pasaba, no tan seguido como los dejá vu (una vez por semana), pero sí, seguro, una vez por mes. Podía ser el olor a madera y níquel mezclados del lápiz, o el olor de algunos perfumes, que la colocaban involuntariamente en una región cegada de su niñez.

Esta vez no fue tan lejos, sino un año atrás. Clarisa había subido al 132, a la altura de Primera Junta, pagado su boleto y ya estaba por sentarse en uno de los primeros asientos, cuando reconoció a Darío y Daniel sentados al fondo. Los saludó. Venían de la facultad. Daniel hablaba sobre el último concurso de ayudantes de primera para griego, mientras hacía revolear la argolla de su llavero que colgaba del dedo meñique una y otra vez. Así hasta que se bajó del colectivo. Parecía querer hipnotizarlos tanto a ella como a Darío.

µ

Fredy y Karen fueron conducidos hasta el sótano. Como estaba furiosa porque no se la hacía partícipe de lo que sucedía allí abajo, la oficial López indicó, de mala gana, a los dos escoltados la puerta de entrada y se volvió sin decir palabra.

- ¡Qué mujer más grosera! —exclamó Fredy, apenas la oficial desapareció en las alturas.

- Allá ella, cariño —dijo Karen - Ahora entremos, así terminamos con esto y volvemos a lo que estábamos haciendo.

Karen había acompañado sus palabras con unas fricciones en la cola de su amante.

Pero Fredy estaba tan tenso por la situación en que estaba metido que su piripipí se había reducido al tamaño de un poroto. Incluso había olvidado cuál era su función. El pobre. Ni las curiosas manos de Karen que lo mimaban podían hacerlo recordar.

- ¡Basta ya! No puedo ni moverme —la conmino Fredy.

- Es que quiero mantener encendida la llama.

- Entonces te vas a quemar. Te lo aseguró.

Karen retiró sus manos y Fredy empujó la puerta que le habían señalado. La habitación estaba en penumbras.

- Hola, ¿hay alguien ahí? —preguntó Fredy.

Nadie contestó. Era típico de los edificios públicos. El descuido de sus instalaciones. Seguramente se trataría del corredor que conducía a las celdas. Y, para no gastar electricidad, lo mantenían a oscuras. Fredy tanteó a su derecha, buscando el interruptor.

- ¡Quietos! —gritó una voz desde lo profundo.

- ¿Eh?

- Colóquense donde podamos verlos —ordenó la misma voz.

- Si no prende la luz, no hay lugar donde pueda vernos —dijo Fredy.

- Es cierto. Compiani, el interruptor.

Se acercaron unos pasos y la luz dejó al descubierto no sólo a Fredy y a Karen, sino a tres hombres, dos uniformados y uno de civil. Los dos que estaban uniformados apuntaban con sus armas a la pareja.

- ¡Las manos en alto! —dijo el policía que estaba más lejos, mientras dirigía su mira a la cabeza de la morocha. Tenía unos ojos negros temibles.

El más cercano —indudablemente el que había encendido la luz - hundió su revolver en las costillas de Fredy. Dos pares de brazos se elevaron hacia lo alto, temblequeando.

- Así me gusta. Ahora lleven las manos detrás de la nuca y entrecrucen los dedos.

La pareja hizo lo que el policía de los ojos negros les indicaba.

- Bien. Acérquense lentamente y no intenten nada. Ante el menor movimiento brusco, disparamos.

Los dos aludidos se adelantaron un paso y quedaron inmóviles. La orden de no intentar nada había estado de más. Era claro que ninguno de los dos, siendo amenazados con armas intentarían nada, a menos que estuvieran locos. Sin embargo, Fredy se animó a decir algo.

- ¿Qué significa esto?

- Están detenidos por complicidad en la muerte de un policía.

- Eso no es cierto. Tiene que haber un error — dijo Fredy - ¿Quiénes son ustedes?

- Soy el principal Virgile —dijo el de los ojos temibles - Éste es el comisario en jefe Peyrou —aclaró señalando al que estaba de civil - y el que le va a perforar el hígado si no deja de hacer preguntas es el agente Compiani.

La morocha se hizo pis encima del miedo. Pero a Fredy le había agarrado un repentino ataque de osadía.

- ¿Tiene usted idea de quién soy? Lo voy a demandar...voy a hacer que lo retiren de su cargo...voy a ...

- Me importa un carajo. Agente, colóqueles las esposas.

Compiani procedió.

- Y ahora, a la celda N° 2 —remató Virgile.

El comisario, viendo que el pequeño operativo que se había desarrollado en el sótano había llegado a su fin, decidió volver a su casa. El principal podía encargarse muy bien de tramitar con los peritos y las demás cosas. Su actuación realmente lo había sorprendido. Virgile resultó no ser tan cabeza hueca. Los años en que había dudado de la competencia de su subordinado quedaban atrás. Y él ahora podía irse ahora tranquilo a su casa a meditar sobre el caso de Daniel Sirva, que era mucho más enigmático e interesante que la muerte de un cabo a manos de dos pervertidos. Por otra parte, su perro Rodolfo ya debería estar hambriento y con ganas de que lo llevaran a pasear.

Pero lo que vino después no habría tenido el beneplácito de Peyrou en el caso de haber estado presente. Una vez que se aseguró de que su jefe abandonó la estación de Policía, el principal se puso a buscar la llave de gas. Mientras, Fredy y Karen chillaban en la celda como dos ratas de laboratorio.

- Acá está —dijo al encontrar el paso de gas. Luego hizo una serie de maniobras con la llave. Cuando terminó, le habló al oído a Compiani.

- Usted se va a quedar acá hasta que yo saque al resto del personal de la comisaría. ¿Tiene idea de quienes están?

- Creo que el cabo Almada y la oficial López, señor —dijo el agente frunciendo la nariz. Un tenue olor a gas empezaba a hacerse sentir.

- Bien. No me va a llevar mucho desalojarlos. Así que en diez minutos me llama a los peritos. Cuando lleguen, van a sentir el olor a gas...

- Claro que lo van a sentir. Es penetrante, señor —acotó Compiani.

- Entonces van a concluir que estos dos gringos murieron de asfixia por el escape de gas. ¿Me sigue?

- Lamentablemente, señor —murmuró el agente.

- ¿Cómo dice?

- "Perfectamente"

- ¡Ah! Bueno. Eso significa que no se van a dar cuenta de que fue por el gas lacrimógeno. Así que su pellejo va a estar a salvo. ¿Está contento, agente? ¿Ve cómo lo protege su principal?

- Por supuesto, señor.

Compiani no recordaba que él hubiese lanzado el gas lacrimógeno. ¿O sí? Estaba tan confundido. Encima esos dos cobayos no paraban de chillar. Cuando Virgile dejó atrás la puerta del sótano, el agente se sentía cansado, muy cansado.

µ

El piso disponía de un amplio ventanal desde el cual se divisaba el río. Aunque a esas horas de la noche apenas se distinguía una línea que separaba cielo y agua, el coronel podía estar seguro de que se trataba del río. Sus conocimientos geográficos de la ciudad, minuciosamente estudiados en otro tiempo para el caso en que se presentara una invasión enemiga, se lo confirmaban.

- Desde acá se puede ver la costa uruguaya —le dijo la señora Sirva, mientras abría el ventanal. Juntos salieron hacia un magnífico balcón terraza y se sentaron a una mesa redonda.

- ¡Caramba! ¿En qué piso estamos? —preguntó el coronel con asombro.

- Veinte —dijo la señora Sirva, al tiempo que revolvía dentro de un armarito que había en la terraza. Al rato dijo:

- Es raro. Los tenía aquí ayer mismo.

- ¿Qué cosa? —preguntó el coronel, que no tenía la menor idea de a qué se refería la señora Sirva.

- Mis prismáticos. Sin ayuda de ellos no va a poder ver Montevideo —dijo ella decepcionada. Mañana mismo reñiría a esa desvergonzada de muchacha. Seguro que habría estado en la terraza dándose la gran vida y revolviendo sus cosas mientras ella estaba en la comisaría.

- ¡Oh! No hay por qué hacerse problema.

- Enseguida vuelvo. Voy a ver como va eso —dijo Marta refiriéndose a la comida.

"La señora Sirva parece estar más animada", pensó el coronel. Incluso antes, apenas bajaron del remís, mostraba claros signos de sentirse mejor. El coronel, sin embargo, a pesar de que ella rechazaba cortésmente la oferta, había perseverado en acompañarla hasta la puerta de su departamento. Departamento que resultó ser un piso de primera categoría. Se veía que la señora Sirva era una mujer de clase. Una vez dentro, al coronel le extrañó que la señora Sirva, con lo remisa que se había mostrado un rato antes, le insistiera para que se quedara a cenar. Incluso envió a su cuarto a la sirvienta y se encargó en persona de preparar la cena. Evidentemente estaba mucho más animada. Al coronel siempre lo había admirado la capacidad femenina de recuperarse de las circunstancias más adversas. Cuando su hija enviudó, a la semana era un cascabel. A él, en cambio, le llevó un par de años recuperarse de la pérdida de su esposa. Eso había pasado en el año ochenta. En el ochenta y dos conoció a Margot, una francesa entrada en años, que había pasado la mayor parte de su vida trabajando en la Argentina y que por entonces se mantenía con una jubilación de miseria. Fueron amantes por casi más de seis años y el coronel colaboró en su manutención. Hasta que un día la venció el catarro y dejó este mundo. Desde entonces el coronel se las arregló solo, contentándose con su sillón vibrador. Ése era su mejor momento del día.

Y ahora, esta mujer, que sufría nada más y nada menos que la pérdida de un hijo, a pocas horas de la desgracia estaba dando saltitos de la cocina al comedor y del comedor a la cocina, como una nena jugando a la cocinerita. "Una forma de descargar los nervios", concluyó el coronel.

Una vez lista la cena, Marta sentó al coronel a una mesa adornada con velas. Se había preocupado de hasta el más mínimo detalle. Sin embargo, al coronel le desagradaban las velas. Cuando se apagaban, solían largar un olor asqueroso. Pero no le dijo nada de esto a la señora Sirva. Rogó, en cambio, que la mecha fuera lo bastante larga como para durar el tiempo en que el terminara de comer y retirarse.

Durante la comida, descubrió una nueva faceta del carácter de la señora Sirva. La mujer no podía mantener la boca cerrada. Hablaba hasta por los codos y con la respiración entrecortada.

- Ahora estoy haciendo un nuevo curso de cocina. Especializado, claro está. Como ve, no soy ninguna principiante —comentó Marta, señalando el pollo con mostaza que el coronel tenía sobre el plato.

- ¡Oh! Es un manjar.

Pero el coronel mentía. Hubiera preferido comer cualquier otra cosa. Este plato tan preparado le estaba cayendo algo pesado. Él no estaba acostumbrado a la comida refinada. Más bien prefería la comida casera. Ese trozo de ave cubierto de salsa amarillenta no tenía punto de comparación con las comidas que le hacía su mujer. Especialmente cuando estaban recién casados. Ñoquis, ravioles, canelones. Y los mostacholes. De postre, catedrata. ¡En qué cantidades! Lo que tenía frente a la vista, en cambio, no podría llenar ni a un pajarito.

- Como le decía —continuó Marta al ver que el coronel había dejado de prestar atención -, en el curso nos enseñan a hacer sushi. ¿Ha comido usted sushi, coronel?

"¿Qué diablos será eso? Probablemente alguna monstruosidad tanto o peor que lo que estoy tragando ahora", se dijo el coronel. Para no quedar como un ignorante, dijo:

- Por supuesto, ¿qué me cree?

- Me lo imaginaba. Sólo preguntaba por cortesía —se apresuró a decir Marta para sanar el ego herido del coronel.

Sin embargo estaba más que segura de que el viejo no tenía la menor idea de qué era sushi. El coronel podía ser dueño de una fortuna —en el caso de que su olfato no la engañara -, pero no era en absoluto distinguido. ¡Con qué torpeza asía los cubiertos! Y ¡la cara de susto que había puesto al pollo a la mostaza apenas lo vio! Finalmente, eso de hacer ruido con la dentadura mientras masticaba era sumamente escandaloso. ¿Sería postiza?

A la hora del postre, la mirada que el coronel le había echado al pollo no fue nada con lo que vendría después. Cuando Marta le colocó delante aquel objeto redondo y brillante, que olía a licor y estaba embadurnado con algo que el militar sólo asoció con el betún, el coronel se quedó bizco.

- Es invento mío.

- ¿Qué es? —balbuceó el coronel.

- Manzana bomba.

- ¿Eh?

- Sí. ¿No ve? Es una manzana asada al oporto bañada en chocolate. Tiene forma de bomba. El cabito de la manzana hace de mecha.

- ¡Ah! Veo.

- Por eso la llamo Manzana bomba.

El coronel rogó que el postre "ingenioso" de la señora Sirva no le hiciera a su estómago lo que el napalm a Vietnam. Sin embargo, no bien probó un bocado, el sabor delicioso del oporto lo hizo cambiar de opinión. A tal punto que se mandó dos porciones más —la señora Sirva se había mostrado generosa con el postre -, terminadas las cuales, el coronel se sentía más contento que de costumbre. Y quedó completamente eufórico con los dos vasos de vodka que le sirvieron para finalizar la velada.

Está de más resaltar que a las tres de la mañana el coronel estaba decididamente borracho. Tanto, que ni se percató de cómo había llegado a aquella cama amplia y blanda, entre sábanas de seda, mientras una despeinada señora Sirva le desabrochaba la camisa.

Del living le llegó el olor agrio, inconfundible, a vela apagada.

No le importó.

µ

11

- ¿Saben? Me parece que pronto va a haber velorio — dijo Vicky, mientras caminaba junto con Clarisa y Ulises hasta la parada de colectivos.

- Yo no pienso ir. Tengo que estudiar para el final — aclaró Ulises - Ya perdí demasiado tiempo en la comisaría.

- Creo que deberíamos ir. Era nuestro colega, después de todo — lo conmino Vicky.

Clarisa no emitió ninguna opinión. Los velatorios no le gustaban ni medio y, si podía evitar ir, mejor. Después de todo, casi ni lo conocía a Daniel.

Pasó un 141, pero no le servía a ninguno de los tres. Permanecieron callados hasta que Vicky soltó:

- ¿Vieron a la guacha de Beatriz?

- ¿Qué hizo? — preguntó Ulises.

- ¿No la oyeron? Textuales palabras: "Al mal tiempo, buena cara. Ahora soy la única candidata para la ayudantía", con esa voz de mosquita muerta que tiene — dijo Vicky, tratando de imitarla. Clarisa trató de imaginar la vocecita de un insecto que, encima, estaba muerto.

- ¿Así que dijo eso? — preguntó Ulises con curiosidad - ¿Cuándo? Me lo perdí.

- Cuando estábamos en el patio, esperando a que venga la cana.

- Estoy verdaderamente sorprendido — dijo Ulises — No sé si creerte.

Y hacía bien. Clarisa sabía que Vicky contaba todo cambiado o, mejor dicho, le gustaba hacer su versión de los hechos (invariablemente prosaica). Por otra parte Beatriz tenía fama de ambiciosa y no era de extrañar que en el relato vickinesco de los hechos hubiera influido el conocimiento de tal tendencia. Ahora recordaba cómo habían sido las cosas en realidad. Por empezar, la cana ya había llegado. Ellos estaban bajo la vigilancia del loco de la cachiporra y esperaban a que el comisario volviera de la terraza. En su momento no había prestado atención. Sin embargo la escena se le había grabado en la retina. Cerca de donde ella estaba sentada, Beatriz se había puesto a leer unos apuntes. Al verla, el profesor Hidalgo le manifestó con admiración su capacidad de estudio a pesar de lo adverso de los acontecimientos. Ella le contestó:

- Al mal tiempo, buena cara.

Entonces fue cuando él le dijo:

- Parece que vas a ser mi única candidata a ayudante.

- Así parece - contestó ella.

Clarisa se abstuvo de aclararlo. Que Ulises pensara lo que quisiera. Porque igual iba a pensar lo que quisiera. Y ¿acaso Vicky hubiera dicho algo muy diferente? Porque su amiga, a los ojos de ciertas personas, era una carrerista.

Ajena a los pensamientos de Clarisa, Vicky continuó:

- Es una zorra. La caradura dijo que estaba muy triste porque se llevaba bien con Sirva. ¡Si se la pasaban peleando cada dos por tres y compitiendo por quién le chupaba más las medias al profesor! Pero claro, hay que tener en cuenta que en eso de chupar, la Espuma corre con ventaja...

- ¿Por qué? — preguntó Ulises, inocentemente.

- Porque se la anda chupando a Hidalgo.

- ¿Eh? ¿Qué cosa? — Ulises seguía sin entender.

Clarisa le dio un codazo en las costillas a Vicky.

- ¡Augh!

- Que le chupa las medias a Hidalgo — explicó Clarisa, mientras Vicky se recuperaba del costillazo.

- ¡Ah! Sí. Es una chupamedias, je, je.

Esas cosas no se podían hablar delante de Ulises. Era como estar delante de un nene. De un nene algo tonto. No es que fuera a censurar las alusiones sexuales. De hecho, ni siquiera las captaba. Pero Clarisa lo sospechaba medio chupacirios, desde la vez en que ella le había comentado que, cuando estaba en el colegio secundario, junto con una amiga solían robar de la capilla el vino mistela para tomárselo.

- ¡Qué bonito! Dos chicas católicas — había sentenciado él.

Bien mirado, Ulises no eran muy diferente del finado Sirva, quien, según los rumores, era otro chupacirios.

Entonces llegó el colectivo que se llevó a Ulises a Constitución.

Vicky puedo entonces hablar libremente.

- Parece que vieron a Hidalgo y a Beatriz salir de un telo en Córdoba.

- ¿En Córdoba?

- En el último congreso, en La Falda.

- Yo no fui.

- Ni yo. Por eso nos la perdimos.

- No me veo espiando a la salida de un telo a ver quién sale y quién entra — dijo Clarisa.

- Y no era la intención del que los vio. Ni de estos dos giles. ¿Qué se iban a imaginar que, estando tan lejos de Buenos Aires, los iba a ver alguien que los conociera?

- Es una ciudad chica. Cada diez minutos te encontrás a alguien conocido. Yo fui mucho a Cosquín y es así.

Vicky no había pensado en eso. Pueblo chico, infierno grande.

- - Como sea. Una vergüenza en un cincuentón, casado y con hijos.

Subieron al 132. Una vez sentadas, Vicky deslizó que la relación entre Hidalgo y PP había influido en la muerte de Daniel.

- ¿En qué?.

- En todo. ¿No lo ves? Los gemidos que oyó el del bar. Primero suave, después más fuerte, y después largo. Voz de mujer, primero; voz de hombre, las otras dos veces.

- ¿Y? — preguntó Clarisa incrédula.

- Posta que alguien estaba cogiendo en el quinto piso — afirmó Vicky con conocimiento de causa. Ella había usufructuado el lugar en cuestión con un ex novio— Los gemidos, la acabada...

- Repito: ¿y?

- Y alguien tuvo la mala suerte de verlos. Como en La Falda. Pero claro, no quiero dar nombres — sentenció Vicky, aunque era muy claro de a quién se refería.

- Nadie va a matar porque lo vean coger.

- Nunca se sabe.

µ

Cuando el principal Virgile llegó al vestíbulo, encontró a la oficial López vestida de civil y escandalosamente maquillada. Que él supiera, no le había dado la orden de cambiarse.

- ¿Cómo? ¿Todavía no te cambiaste? — le reprochó la oficial, tuteándolo. Había tomando un inesperado tono de confianza.

- ¿Por qué tendría que cambiarme? — preguntó Virgile desconcertado.

La oficial abrió sus ojos de lechuza. ¿Sería posible que él hubiera olvidado la cita? No. Lo más probable fuera que él le estuviera gastando una broma. O, mejor aún, haciéndose de rogar.

- Para ir al cine, pimpollito. ¿Para qué si no? — le dijo Ivone, con voz seductora.

¿Pimpollito? ¿Cómo se atrevía esta descarada a llamarlo así? La haría suspender por resolución N° 2222589999: forma indebida al dirigirse a un superior. Virgile miró la hora en el reloj de pared. Eran pasadas las doce. Cualquiera fuera el horario de la oficial, ya lo había cumplido hacía rato. En pocas palabras: estaba fuera del horario de servicio y podía dirigirse a la persona de su superior como se le diera la gana.

Por otra parte estaba en deuda con la oficial. Había cometido el error de decirle que sí y tendría que cumplir con su promesa. De todos modos, siempre podría haber algo que lo salvaría.

- ¿No es muy tarde? — sugirió a modo de excusa.

- No, si nos apuramos. A la una y diez es la función trasnoche.

- Pero no traje ropa para cambiarme. Entre que voy a casa y me cambio ya se va a ser la hora — insistió Virgile. "Truco". Seguramente la oficial querría ir al cine con alguien vestido para la ocasión. Pero esto pareció no preocuparle.

- ¿Y qué? Vení así como estás.

- Vamos a estar distintos.

A Ivone le hubiese gustado satisfacer su curiosidad de ver al principal vestido de civil, cierto. Pero unos trapos no la iban a dejar sin su Romeo.

- ¿A quién le importa?

Por lo visto, la oficial estaba dispuesta a ir al cine como fuera. A Virgile no le quedaba otra excusa. De pronto, se acordó de su madre.

- Olvidé llamarla. Debe de estar preocupada. Pero aviso que puede llevarme como media hora. Habla mucho.

Esto sí que era "retruco". La partida ya tenía ganador y se apellidaba Virgile. Pero la oficial le salió con un "vale cuatro"

- No es necesario. Tu abuelo estuvo acá hace un ratito.

- ¿Mi...mi abuelo? ¿El coronel? — cacareó.

- Te manda saludos. Le dije que estabas en un operativo y que ibas a llegar más tarde. Le va a avisar a tu madre — dijo la oficial, omitiendo mencionar lo histérica que estaría en esos momentos la señora Virgile.

A Virgile le llamó la atención que su madre no se hubiera preocupado. Sin embargo, ¿cómo reaccionaría cuando supiera que esa noche salía con una mujer? Y, sobre todo, sin haberla consultado. El principal se resignó. No podría escapar esa noche de las garras de la oficial.

Salieron de la comisaría y subieron al auto de Virgile. "Sea", pensó el principal. Mientras no intentara llevarlo a practicar el "ya se sabe qué". Si eso sucedía, ya sabría defenderse con su cachiporra. Pero cuando se palpó el costado, descubrió que no traía al Coronel consigo. Se lo había dejado en el despacho. ¡Y ya estaban a mitad de camino! Por otra parte, tenía la sensación de haberse dejado algo más que su preciado Coronel, pero no tenía la menor idea de qué. Seguramente algo sin importancia.

Cruzaron dos o tres barrios y llegaron a un complejo de cines que había en Recoleta. Como de costumbre, el principal estacionó su Falcon donde se le dio la real gana. Esto implicaba desplazar cualquier auto que estuviera ocupando el lugar elegido por el para aparcar. Así empujó con la parte trasera un Mercedes, apretujándolo contra un BMW que estaba en la esquina. De más está decir que los faroles delanteros del BMW estallaron al instante, y que la chapa y pintura recientemente realizada en el Mercedes por orden de su dueño quedó a la miseria.

Una vez que descendieron del Falcon, el principal colgó, del lado de adentro de la ventanilla, un cartel preparado para tales circunstancias: PROPIEDAD DEL PRINCIPAL VIRGILE, COMISARÍA 358. ¡Guay del que se atreviera a multarlo! Si es que quedaba alguien en la ciudad que no conociera las consecuencias de enfurecer al principal Virgile.

La oficial lo tomó de la mano y lo arrastró hacia la entrada del complejo.

- ¡Rápido! Nos vamos a perder la película.

Virgile no tuvo más remedio que dejarse llevar, sin dejar de mirar paranoicamente a diestra y siniestra. Sería una vergüenza que algún oficial lo viera de la mano de una mujer. Por una milésima de segundo el corazón del principal dejó de latir. Un hombre uniformado de azul les sonreía, mientras les abría una puerta gigantesca. ¿Era un miembro de la Policía? Pero respiró tranquilo al verle las hombreras doradas. Se trataba sencillamente de un portero que intentaba por todos los medios lucirse delante del principal, ya que había notado, por el uniforme, que tenía un rango relativamente alto.

Apenas cruzaron el umbral, Virgile se vio encañonado por focos de luz que provenían desde todos los puntos del recinto. ¿No sería una trampa? ¿No había sido llevado mediante engaños a un interrogatorio? ¿No sería la oficial López un agente encubierto? No tuvo tiempo de hacerse más preguntas, porque la oficial lo remolcaba hacia el interior con fuerza sobrehumana. Entonces pudo ver que el lugar estaba repleto de alfombras colorinches, estampadas de amenazantes figuras geométricas. Y, sin saber cómo, se encontró subido a una escalera mecánica. Al darse la vuelta, pudo ver, con espanto, la escultura de una cabeza humana que colgaba del techo en el medio de la sala como si fuera un candelabro. Por poco no se golpea con ella. Justo antes de bajar de la escalera, alcanzó a leer un cartelito que pendía de la cabezota: MIRTA MANIJÓN, ESCULTORA.

¿Por qué diablos le sonaba ese nombre? ¿Acaso no se trataba de aquella zurda activista que, hacía unos años, había plantado esa horrenda escultura en Primera Junta? Era la figura de un hombre elevando sus brazos al cielo en una plegaria. Hasta ahí nada extraño. El inconveniente era que el hombre estaba en pelotas y que la tal Mirta lo había provisto de un miembro de veinte metros, sostenido con estacas metálicas. Vecinos horrorizados se apercibieron a la 358 para hacer la denuncia.

Cuando llegaron Virgile y sus hombres, ya era demasiado tarde. La autora gritaba como una bacante.

- ¡Coman! ¡Coman! ¡Coman del pene de mazapán!

Cientos de mujeres se abalanzaron hacia el tremendo falo y lo succionaron hasta embadurnarse de azúcar. Incluso las esposas de los mismos vecinos que habían hecho la denuncia, se aferraban al miembro mientras sus maridos intentaban infructuosamente separarlas. Las mujeres parecían haber adquirido tal fuerza sobrehumana, que no fueron suficientes los cachiporrazos — sí, la actuación del Coronel fue completamente mediocre. Hubo que acudir a las balas de goma. Resultado: las que no terminaron en las celdas de la comisaría, fueron a parar al hospital, o bien con agujeros en el cuerpo, o bien víctimas de un colosal empacho. Lo peor: Mirta Manijón escapó de las cachiporras y los balazos con rapidez de cucaracha y por unos meses no se supo de ella.

Entre estos pensamientos, habían llegado a la boletería del primer piso.

- Dos para Auch! — bramó la oficial López y miró al principal esperando a que pagara. Pero Virgile no se dio por aludido.

- Son 16 pesos — dijo el de la boletería, un chico que mostraba sus dientes en una sonrisa más que sospechosa. El principal pensó en pedirle los documentos, pero la oficial, que había pagado de su bolsillo, ya lo llevaba escaleras arriba. Virgile se sentía un barrilete.

Finalmente, en una sala no menos claustrofóbica que el resto del complejo, el principal intentó calmar sus nervios. Al rato, tal vez por el asiento mullido, se sintió cómodo. Lo único que todavía lo perturbaba era que estuvieran sentados tan atrás. ¿Por qué la oficial había elegido la última fila? Ojalá no se le ocurriera ponerse mimosa.

La película lo entusiasmó tanto que olvidó a la oficial y su posible comportamiento. Un hombre corpulento vivía con su madre en una casa antigua. Una noche por semana, escapaba por la ventana de su dormitorio y salía a matar prostitutas. Las violaba y luego las descuartizaba. Antes de dejarlas tiradas en el callejón, les tatuaba el cuerpo con la palabra "auch!", onomatopeya que imitaba el grito de las mujeres al ser violentadas en su zona anal. Otras escenas mostraban a una pareja de policías que lo perseguían y siempre llegaban cinco minutos después de los asesinatos. ¡Y en qué estado dejaba a las víctimas! Era un trabajo fenomenal. El perito Beltrán no debía perderse esta película. ¿Qué opinaría de semejantes disecciones?

Pero algo lo desconcentró.

¿Era su imaginación o algo húmedo y pegajoso le lamía sus partes pudendas?

µ

El café era bueno para engañar el estómago por un rato. Si uno quería llenarse de verdad, tres tazas de ese líquido negro y espeso no eran suficientes. Y menos cuando uno se tiene que quedar haciendo guardia toda la noche. Lo mejor sería pedir comida a domicilio. En el vestíbulo había un teléfono.

Una vez que llegó allí, Almada notó que la oficial López ya se había retirado. El silencio y el crujido de algún que otro mueble lo convencieron de que era el único ser viviente en la comisaría. Eso sin contar las cucarachas y las ratas que anduvieran escabulléndose por ahí. Y los dos perucas que Compiani había traído detenidos aquella misma tarde. Descolgó el tubo y marcó el número de La Continental. Tras un breve intercambio de palabras con la operadora — donde Almada hizo lo posible por hacerse entender -, se resolvió que una grande de muzzarella y aceitunas estaría allí, acompañada de dos porciones de fainá, en no más de diez minutos. Normalmente se demoraban una media hora, pero, tratándose de la Policía...

Lástima que, por buena que estuviera la pizza, el cabo no la disfrutaría como se merecía, después de un largo día de trabajo. El día en que aquella granada estalló a poca distancia de su rostro, no sólo le dejó la lengua a la miseria, sino que además le quitó el noventa por ciento de su olfato. Con este sentido moribundo, sus papilas gustativas dejaban mucho que desear. Sin embargo Almada era dócil a su destino. Lejos de sentirse una víctima, aceptaba estoicamente sus impedimentos. Le bastaba con ser un miembro de la Policía para estar contento.

Más allá de que pudiera o no sentirle el gusto a la comida había algo que necesitaba hacer imperiosamente. Tres tazones de café colombiano no le llenarían a uno la panza, cierto, pero eran más que suficientes para obligarle a vaciar los intestinos. Por otra parte, nunca debió hacerle caso a ese chico. ¿Cómo era su nombre? Ulises, Ulises Dudot. Le había dicho cómo hacer el café a la turca y después hervirlo. El cabo había seguido sus instrucciones al pie de la letra. Y ahora parecía que una patota de gatos estaba a los arañazos dentro de su estómago. Un dolor le punzaba la zona donde presumiblemente estaba situado el hígado. En una palabra, el cabo Almada se estaba cagando encima.

Corrió como pudo hasta el baño; se desabrochó el cinturón con manos rabiosas, se bajó los pantalones reglamentarios y apoyó sus nalgas peludas en el inodoro. ¡Ahhhhh! Los retorcijones iban pasando a medida que evacuaba. Pero los pedos que resonaban en la cavidad del inodoro no traían buenos augurios...

Tendría que haber un carbón por alguna parte. La oficial López era la encargada de que no faltara lo básico para unos primeros auxilios. Pero ¿habría considerado una cagadera como un caso de emergencia? El cabo revolvió el botiquín a los apurones. Nada. Mañana mataría a la estúpida de la oficial. Mañana sería mañana. Ahora el cabo tenía que resolver su problema. Y rápido. El de la pizza estaría por llegar. ¿Dónde más podía buscar? Recordó que en el cuartito de limpieza había una vieja cajonera. Tal vez allí; con un poco de suerte...

El cabo Almada procedió a limpiarse el culo. Una puteada retumbó en las paredes del baño. ¡Tampoco había papel! Había que crucificar urgentemente a la oficial. Y, por supuesto, prohibir el ingreso de mujeres en la Policía.

- ¿Ahoga cómo cagajo me limpio?

Para colmo hacía rato que el bidet no funcionaba. ¿Qué más daba? Tampoco había toallas con que secarse después. Tal vez en el cuartito de limpieza hubiera papel higiénico. "A la obra", pensó, mientras se sostenía los pantalones con ambas manos.

Con el culo al aire, trotó por el pasillo. Afortunadamente no había testigos. En el camino, volvieron los espasmos.

Tan ocupado lo tenían sus problemas intestinales, que no se percató de que la luz del sótano, cuya puerta estaba abierta, estaba encendida. Desafortunadamente. Porque el único sentido que le funcionaba a la perfección, la vista, estaba concentrado en un punto fijo al fondo del pasillo: la puerta del cuartito de limpieza. De no ser así, se habría dado cuenta de que algo fuera de lo común estaba pasando allí abajo. No era reglamentario que la luz del sótano permaneciera encendida después de medianoche. Desafortunadamente. Porque el diez por ciento que le restaba de su sentido del olfato no le advirtió del olor a gas que ya se había apoderado del sótano, las escaleras, el pasillo y el bendito cuartito de limpieza, al que ya había llegado.

Incautamente, encendió la luz.

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Pancho estacionó la moto detrás del convertible que estaba remolcado por el patrullero. Extrajo la caja que contenía una grande de muzzarella del compartimento que tenía dibujado el logo de La Continental y se dirigió a la comisaría. Algún día, no muy lejano, no tendría que andar repartiendo pizzas a medianoche. Sería un importante ejecutivo. ¿Cómo? Ascendiendo con paciencia de hormiga los escalones que lo llevarían al puesto de presidente de una de las más importantes cadena de pizzerías del país. De repartidor a cajero; de cajero a encargado de área; de encargado de área a gerente de sucursal y así hasta llegar a presidente. Entonces no tendría uno, sino cuatro convertibles de esos.

La puerta de la comisaría estaba abierta y el vestíbulo iluminado, pero no había nadie que lo recibiera. Los canas sí que vivían bien. Estacionaban donde querían, andaban por donde querían, comían gratarola. Para decirlo sin rodeos: hacían lo que se les daba la real gana.

- ¡Hola! — gritó, por ver si alguien lo escuchaba. No hubo respuesta.

Sobre el mostrador había una campanilla de la época de Matusalén. Quizás todavía estuviera en uso. Pancho la hizo sonar. Sería un acto del que se arrepentiría hasta el resto de sus días. Hubo un estruendo. Desde el fondo de la comisaría surgían amenazadoras llamaradas. Los anaqueles que dividían las distintas oficinas comenzaron a caer como fichas de dominó y detrás de una de esas piezas salió una especie de esqueleto humano. Pancho pensó que era la llegada del Apocalipsis. Pero pronto comprendió que se trataba de un hombre muy huesudo y desgarbado. Venía corriendo hacia él con las manos atadas y todo ensangrentado.

- ¡Auxilio! ¡Auxilio! — gritaba - Ese loco me quiere matar. Nos va a matar a todos.

Pancho lo esquivó y el flacucho salió corriendo a la calle. Entre tanto la temperatura subía y el recinto se llenaba de humo. Pancho largó la caja de pizza y le siguió los pasos al flacucho.

Una vez en la calle y a varios metros del desastre, Pancho llegó a una conclusión. Las palabras del huesudo se referían a él. Nadie más había allí. Y no otro sino él había tocado la condenada campanilla.

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En quince minutos las llamas se extendieron dos manzanas hacia el norte. Llegaron hasta un estacionamiento atestado de autos. Del lugar salían fogonazos. Era el combustible que estallaba por el contacto con el calor.

Sí. Era el garaje al que Marta había confiado su Porsche.

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Eloísa Suárez nació en la ciudad de Buenos Aires en 1970. Durante varios años enseñó latín en la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Sus elecciones literarias van un poco a contrapelo de lo que se está editando actualmente y sus cuentos se pueden enmarcar dentro del género fantástico en sentido amplio, abarcando tanto el policial como los cuentos de terror. Reconoce como influencias literarias a Rodolfo Walsh, Manuel Peyrou, Poe, Chesterton y Hawthorne, por mencionar algunos.